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— Ya que Marina es tema prohibido…

— Es usted excesivamente categórico, colega…

— No insisto. Si me lo permite, le preguntare por Sandra. Allí no lo entendí todo. Sandra se marchó con los tiburones, y Ierijonski desapareció.

— No tiene nada de extraño. Ierijonski sufre mucho por Sandra.

— ¿Amaestran ustedes a los animales de aquí?

— ¿A que se refiere, concretamente?

— Había allí unos tiburones. Sandra se fue con uno de ellos.

— Tome asiento — dijo Dimov, y el mismo ocupó una butaca.

Pavlysh lo imitó. ¿Por que estaría Marina enfadada con él? ¿Qué lo habría hecho merecer tal disfavor?

— Empecemos desde el comienzo mismo. Es siempre preferible — dijo Dimov —. Usted fuma. Yo no, pero me gusta cuando fuman en mi presencia ¿Conoce usted los trabajos de Guevorkian?

Pavlysh recordó al punto el retrato que había visto en el espacioso salón. Mechosas cejas sobre oscuras y profundas orbitas.

— A grandes rasgos. Me hallo todo el tiempo en las naves…

— Está claro. Yo tampoco tengo tiempo de seguir los acontecimientos en las ciencias colindantes. ¿Ha oído usted hablar de la bioformación?

— Naturalmente — respondió Pavlysh con excesiva premura.

— Esta claro — dijo Dimov —, a grandes rasgos. No tiene por que excusarse. Y no debe justificarse. Yo mismo le hice la pregunta casi seguro de que la respuesta sería afirmativa. De lo contrario, sería usted un haragán impertinente, un eterno pasajero que alguna que otra vez cura un arañazo y sabe conectar el pronosticador.

— El año pasado hice practicas de reanimación asesorado por Singh — explicó Pavlysh —. Mis vacaciones largas las he pasado en Corona. Hacen allí trabajos interesantes. De un gran futuro.

— Si no me equivoco, Singh esta en Bombay.

— En Calcuta.

— ¿Ve? el mundo no es tan grande. Sandra trabajo en tiempos con él.

— Seguramente, después que yo.

— De Corona tengo una idea muy vaga. Y no porque no me interese. Me falta tiempo. Así que no me censure si le hablo de nuestro trabajo un poco más prolijamente de lo que pueda parecerle necesario. Si cuento algo que ya sabe, ármese de paciencia. No puedo soportar que me interrumpan.

Dimov sonrió turbadamente, como si pidiera perdón por su insoportable carácter.

— Cuando se organizó nuestro instituto — continuó —, un bromista propuso que nuestra ciencia se llamara ictiandria. Aunque tal vez no fuera un bromista. En tiempos hubo un personaje literario que se llamaba Ictiandro, un hombre-pez, dotado de agallas. ¿No leyó ese libro?

— Si, lo leí.

— Claro que lo de ictiandria quedo en eso, en una broma. Los especialistas exigimos términos más científicos. Eso es nuestra debilidad. Y nos llamaron instituto de bioformación… Las nuevas ciencias suelen nacer en la cresta de una ola, por decirlo así. Primero se atesoran hechos, experimentos, ideas, y cuando su numero supera el nivel admisible, aparece una nueva ciencia. Dormita en la entraña de ciencias colindantes o lejanas, sus ideas flotan en el aire, de ella escriben los periodistas, pero aun no tiene nombre. Es pertenencia de unos cuantos entusiastas y extravagantes. Eso mismo ocurrió con la bioformación. Las primeras bioformas eran como los hombres-lobos. Monstruos fabulosos, nacidos de una fantasía primitiva, que veía en los animales sus parientes cercanos. El hombre todavía no se había desgajado de la naturaleza. Veía fuerza en el tigre, astucia en el zorro, perfidia o sabiduría en la serpiente. Su imaginación trasplantó almas humanas al cuerpo de los animales, y en los cuentos atribuía a estos cualidades propias del hombre. La cima de ese tipo de fantasía fueron los magos, los brujos, malvados hombres-lobo. ¿Me escucha?

Pavlysh asintió. Recordaba la promesa de no interrumpir.

— La gente quiere volar, y volamos en sueños. La gente quiere nadar como los peces… La humanidad, movida por la envidia, fue haciendo suyas las argucias de los animales. Apareció el aeroplano, que semejaba un pájaro, apareció el submarino, que recordaba un tiburón…

— Creo que la envidia no desempeñó ningún papel en esos descubrimientos.

— No me interrumpa, Pavlysh. Me lo prometió. Quiero, simplemente, hacerle ver que la humanidad seguía un camino equivocado. A nuestros antepasados puede justificarlos el que no tuvieran suficientes conocimientos ni posibilidades para marchar por el camino acertado. El hombre copiaba distintos aspectos de la actividad de los animales, imitando sus formas, pero el mismo quedaba inmutable. En cierta medida, el desarrollo de las ciencias hizo al hombre excesivamente racional. Retrocedió un paso, en comparación con sus antecesores primitivos. ¿Me entiende?

— Sí.

Era interesante, estarían destinadas aquellas conferencias solo a los visitantes o también los que trabajaban en la Estación habían de pasar aquella prueba? ¿Y Marina? ¿Qué ojos tenía? Se decía que, unos años después de la muerte de Maria Estuardo, nadie recordaba el color de sus ojos.

— ¡Pero tal situación no podía prolongarse hasta lo infinito! — casi gritó Dimov. Se había transformado. Su delgadez era consecuencia de su fanatismo. Y Pavlysh pensó que era un fanático con mucha delicadeza —. La medicina alcanzó determinados logros. Se dió comienzo al trasplante de órganos y a la creación de órganos artificiales. En nuestra vida fue creciendo el papel de la genética, de la construcción genética, de las mutaciones dirigidas. La gente aprendió a componer, a restaurar, a construir…

No, no es un fanático, se corrigió mentalmente Pavlysh. Es un pedagogo ingénito, a quien las circunstancias han rodeado de gente que lo sabe todo sin necesidad de él y no de sea escuchar sus conferencias, aunque lo aprecie mucho como jefe de la Estación. En los momentos peligrosos, Marina se escurría simplemente de la habitación y volaba a su Cima. Debería recorrer la Estación para ver si había una escalera o un ascensor que llevaría arriba. ¿Y si subía casualmente, si se presentaba casualmente en su laboratorio? Pero… ¿y si ella trabaja también con animales? Sandra con los tiburones, y Marina… ¡Marina con los pájaros!

Pavlysh había quedado pensativo y se perdió unas cuantas frases.

— …la suerte deparo a Guevorkian el papel de aglutinador. El reunió en un todo los ejemplos que acabo de describir. Formuló las tareas, la dirección y los objetivos de la bioformación. Naturalmente, no lo tomaron en serio. Una cosa es introducir pequeños cambios parciales en el cuerpo humano, y otra, su transformación radical. Pero si en el siglo pasado los científicos habían de demostrar durante decenios que los asistía la razón, y los genios que se adelantaban a su época eran reconocidos como tales allá por los ochenta anos, Guevorkian tenía a su disposición la base oceánica de Nairi, donde trabajaban ya doce submarinistas dotados de agallas;

— ¿Sandra es submarinista? — dijo Pavlysh.

— Naturalmente — dijo Dimov, asombrado de que no lo supiera —. ¿No se ha dado cuenta de que tiene una voz especifica?

— Sí, pero no atribuí a eso ninguna importancia.

— Sandra vino aquí hace poco. En tiempos trabajaba en Nairi. Pero de nuevo me interrumpe, Pavlysh. Le estaba hablando de Guevorkian. Resultaba una paradoja. Necesitamos hombres-peces. Dotamos de agallas a los submarinistas, para quienes en el océano hay muchísimo trabajo. Los periodistas escriben ya con suma ligereza acerca de las razas de hombres marinos, pero nosotros, los científicos, comprendemos que es todavía temprano para decir eso, por cuanto el sistema doble de respiración hace el organismo tan complejo, que resulta muy difícil mantener su equilibrio. Guevorkian se opuso desde el principio mismo a que las agallas de los submarinistas fueran para siempre una parte de su organismo. No, decía, el cuerpo humano debe ser tan solo la envoltura que la razón considere necesario adoptar. Una envoltura que, en caso de necesidad, se pueda abandonar para reintegrarse a la vida normal. ¿Percibe ahora la diferencia entre los submarinistas y las bioformas?

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