– Puede que funcione, Harry.
Bosch estaba mirando a Mackey a través de los prismáticos. Estaba sentado detrás de la mesa de la oficina y hablando por su teléfono móvil.
– Vamos, Mackey -susurró Bosch-. Vomítalo. Cuéntanos la historia.
Pero entonces Mackey cerró el teléfono. Bosch sabía que la llamada había sido demasiado corta.
Diez segundos déspués Nord volvió a llamar a Bosch.
– Acaba de llamar a Billy Blitzkrieg.
– ¿Qué ha dicho?
– Ha dicho «puede que esté en apuros» y «podría necesitar perderme», y entonces Burkhart le ha cortado y ha dicho «no me importa lo que sea, no hables de esto por teléfono». Han acordado reunirse cuando Mackey salga de trabajar.
– ¿Dónde?
– Parecía que en la casa. Mackey ha dicho «¿estarás ahí?», y Burkhart ha dicho que estaría. Mackey ha preguntado: «¿Y Belinda? ¿Sigue ahí?», y Burkhart ha dicho que estaría durmiendo y que no se preocupara por ella. Lo dejaron ahí.
Bosch inmediatamente sintió un mazazo a sus esperanzas de cerrar el caso esa noche. Si Mackey se reunía con Burkhart en el interior de la casa, no oirían lo que se dijera dentro. Quedarían al margen de la confesión para la cual habían organizado la operación de vigilancia.
– Llámame si hace alguna otra llamada -dijo rápidamente, y colgó.
Miró a Rider, que aguardaba expectante en la oscuridad.
– ¿No es bueno? -preguntó ella. Obviamente había interpretado algo en el tono que Bosch había usado con Nord.
– No es bueno.
Le explicó las llamadas y el obstáculo con el que iban a encontrarse si Mackey se reunía con Burkhart para hablar de su «problema» detrás de unas puertas cerradas.
– No todo es malo, Harry -dijo ella después de oír el relato completo-. Ha hecho una admisión sólida con la mujer, Murphy, y una admisión menor con Burkhart. Nos estamos acercando, así que no te desanimes. Lo resolveremos. ¿Qué podemos hacer para conseguir que se reúnan fuera de la casa? En un Starbucks, por ejemplo.
– Sí, claro. Mackey pidiendo un cortado.
– Ya sabes a qué me refiero.
– Aunque los arrastremos fuera de la casa, ¿cómo vamos a acercarnos a ellos? No podemos. Necesitamos que sea una llamada telefónica. Es el punto ciego, mi punto ciego, en todo este asunto.
– Sólo hemos de quedarnos bien sentados y ver qué pasa. Es lo único que podemos hacer ahora mismo. Mira, sería bueno tener una oreja en esto, pero quizá no sea el fin del mundo. Todavía tenemos a Mackey al teléfono diciendo que tendría que perderse. Si lo hace, si huye, un jurado podría verlo como una sombra de culpa. Y si cogemos eso y lo que ya tenemos en la cinta podría ser suficiente para sacarle más cuando finalmente lo detengamos. No está todo perdido, ¿vale?
– Vale.
– ¿Quieres que se lo cuente yo a Abel? Querrá estar informado.
– Sí, bien, llámalo. No hay nada de qué informar, pero adelante.
– Harry, cálmate, ¿vale?
Bosch la silenció levantando los prismáticos y mirando a Mackey. Todavía estaba detrás del escritorio y parecía sumido en sus pensamientos. El otro hombre del turno de noche, el que Bosch suponía que era Kenny, estaba sentado en otra silla y tenía la cara levantada en ángulo para mirar la televisión. Se estaba riendo de algo que estaba viendo.
Mackey no reía ni miraba. Tenía la cabeza gacha, estaba recordando algo.
La espera hasta medianoche se convirtió en los noventa minutos de vigilancia más largos que Bosch había pasado nunca. No ocurrió nada mientras esperaban que la estación de servicio cerrara y Mackey se dirigiera a su cita con Burkhart. Los teléfonos permanecieron en silencio, Mackey no se movió del sitio en su escritorio, y a Bosch no se le ocurrió ningún plan para evitar la cita o infiltrarse de algún modo. Era como si estuvieran paralizados hasta que el reloj diera las doce.
Finalmente las luces exteriores del garaje se apagaron y los dos hombres cerraron el negocio hasta el día siguiente. Cuando Mackey salió, llevaba el diario que no podía leer. Bosch sabía que iba a mostrárselo a Burkhart y que muy probablemente discutirían el asesinato.
– Y nosotros no estaremos allí -musitó Bosch mientras seguía a Mackey a través de los prismáticos.
Mackey se metió en su Camaro y aceleró el motor sonoramente después de encenderlo. Después salió a Tampa y se dirigió al sur, hacia su casa, el lugar previsto para la cita. Rider esperó un lapso prudencial y salió del aparcamiento del centro comercial, atravesó los carriles de Tampa que iban en dirección norte y se dirigió también hacia el sur. Bosch llamó a Nord a la sala de sonido y le dijo que Mackey había salido del garaje y que deberían cambiar la monitorización a la línea de la casa.
Las luces del coche de Mackey estaban tres manzanas por delante. El tráfico era escaso, y Rider se mantenía a cierta distancia. Al pasar el aparcamiento en el que Bosch había dejado su coche se fijó en el Mercedes sólo para asegurarse de que seguía allí.
– Oh, oh -dijo Rider.
Bosch miró de nuevo hacia la calle que tenía delante justo a tiempo de ver el coche de Mackey completando un rápido giro de ciento ochenta grados. Se dirigía hacia Bosch y Rider.
– Harry, ¿qué hago? -preguntó Rider.
– Nada. No hagas nada obvio.
– Viene hacia nosotros. ¡Ha de haber visto que le seguíamos!
– Calma. Quizás ha visto mi coche aparcado allí.
El motor bronco del Camaro se oyó mucho antes de que el coche les alcanzara.
Sonaba amenazador y malvado, como un monstruo que rugía y venía hacia ellos.
31
El viejo Camaro pasó rugiendo junto a Bosch y Rider sin vacilar. Se saltó el semáforo en Saticoy y siguió adelante. Bosch vio que sus luces desaparecían en el norte.
– ¿Qué ha sido eso? -dijo Rider-. ¿Crees que sabe que lo están siguiendo?
– No lo…
El móvil de Bosch sonó y él respondió rápidamente. Era Robinson.
– Acaban de llamarlo del servicio de asistencia telefónica de AAA. Parecía bastante cabreado, pero supongo que tenía que aceptarlo.
– ¿Qué quieres decir? ¿Tiene un servicio?
– Sí, de AAA. Supongo que si no lo aceptaba recurrirían a otra empresa y eso podría suponer un problema. Como perder los clientes de AAA.
– ¿Dónde es el servicio?
– Es una avería en la Reagan. En el lado oeste, cerca del paso elevado de Tampa Avenue. Así que está cerca. Ha dicho que iba en camino.
– Vale. Lo tenemos.
Bosch cerró el teléfono y pidió a Rider que diera la vuelta. Su tapadera seguía intacta, Mackey simplemente tenía prisa por ir a coger el camión grúa.
Para cuando llegaron al cruce de Tampa y Roscoe, el camión grúa estaba saliendo del garaje a oscuras. Mackey no estaba perdiendo tiempo.
Puesto que conocían el destino final de Mackey, Rider podía permitirse el lujo de entretenerse y no arriesgarse a ser reconocida en el espejo retrovisor del camión. Se dirigieron por el norte a Tampa y hacia la autovía. La Reagan era la 118, que discurría de este a oeste a través de la expansión urbanística del norte del valle de San Fernando. Se trataba de una de las pocas autovías que no estaban repletas de tráfico veinticuatro horas al día. Nombrada en honor del difunto gobernador y presidente, conducía a Simi Valley, donde estaba localizada la biblioteca presidencial Reagan. Aun así, a Bosch le había resultado chocante que Robinson la llamara Reagan. Para él era simplemente la 118.
La entrada oeste de la 118 era una rampa descendente desde la avenida Tampa a los diez cárriles de la autovía. Rider redujo la velocidad y se quedó atrás, y observaron que el camión grúa giraba a la izquierda y se alejaba por la rampa hasta perderse de vista. Ella aceleró e hizo el mismo giro. Al llegar a la rampa y empezar a bajar, se dieron cuenta de inmediato de su problema. El coche averiado no estaba en la autovía como había dicho Nord, sino en la misma rampa de entrada. Se estaban acercando rápidamente al camión grúa, que se había detenido en el arcén de la rampa, unos cincuenta metros más adelante. Llevaba las luces de marcha atrás encendidas y retrocedía hacia un pequeño coche rojo que estaba parado en el arcén con las luces de emergencia puestas.