Pausa. El Profesor se sonrie sarcásticamente:
– Que vuelve con botin, es la fortuna. Que vuelve vivo, suerte la suya. Que le alcanzó una bala de la patrulla, potra que tiene. Y todo lo demás, el destino.
– ¿Qué sapiencia tan desalentada es esa?
– Folklore local. Usted olvida continuamente que estamos en la Zona. En la Zona no se pueden hacer movimientos bruscos ni soltar expresiones ásperas.
– Perdón. Pero no me gusta que llenen de mocos filosóficos las cosas más elementales.
– Bueno…¿Pero acaso a usted le gusta algo, hablando en general?
– Antes me gustaba escribir, pero ahora no me gusta nada. Ni nadie.
– ¿A usted no se le ha ocurrido nunca lo que sucederá cuando todos crean en este lugar al que vamos? ¿Cuando se lancen aquí miles, centenares de miles? -pregunta de pronto el Profesor.
– Hoy ya son muchos los que creen, pero ¿como llegar?
– Llegarán, amiguito, llegarán. Uno entre mil, pero llegará. Porque el Zorro llegó… Y el Zorro no es el peor. Los hay peores. No necesitan oro ni tienen asuntos familiares. jArreglarán el mundo,mi estimado! Reharán el mundo entero, a su voluntad, todos esos frustrados emperadores de toda la Tierra, grandes inquisidores, führers de toda calaña, bienhechores y benefactores… ¿Ha pensado usted en eso?
– Con franqueza, no -responde el Escritor.
– Pues pienselo. Por lo que a mi se refiere, yo me inclino a creer en los cuentos de miedo. En los bondadosos no, pero en los de miedo si…
El Escritor, torciendo la boca, mira fijamente al Profesor.
– A pesar de todo, usted no comprende absolutamente nada de la gente -dice por fin-. Otra vez los mocos filosóficos. Claro, es posible que llegue alli a rehacer el mundo entero, pero, en realidad le importa un comino el mundo y lo que quiere son mujeres, quiere aguardiente y cuanto más dinero mejor… ¡Porque les falta imaginación, Profesor! En último caso, ansiará de todo corazón que a su jefe lo atropelle un automóvil… Comprenda de una vez, ¿de dónde salen todos esos führers? O lo detestan las mujeres, o no lo valoran los criticos, o le huele terriblemente el aliento… Usted, Profesor, se convencerá personalmente cuando llegue al lugar… Porque yo a usted también lo conozco muy bien. Lo tiene escrito en la cara que ha pensado hacer un bien monstruoso a toda la Humanidad. Otro en mi lugar se habria asustado. Pero yo, ¿lo ve?, estoy tranquilo.
– Por mi está tranquilo -dice el Profesor-. Eso se ve. Nos mide a todos con su propio rasero. No sé si de usted saldria un buen politico o soció1ogo… Por mi está tranquilo. ¿Y por usted?
– ¿Por mi? Bah, en mis asuntos que no se meta nadie. A mi todo el mundo de ustedes me importa un pito. En todo el mundo de ustedes no me interesa más que un hombre: éste… -El Escritor se señala el pecho con el dedo-. ¿Vale algo este hombre o no? ¿Está de sobra en el mundo o a pesar de todo ha modelado su ladrillito de oro…?
– Oiga -dice el Profesor-. No hay que engañarse. Usted tan pronto dice que va allá en busca de inspiración como en busca de la belleza o de tranquilidad…
– Pero cuando sepa lo que soy tendré tranquilidad, inspiración y belleza…
– ¿Y si se entera de que usted es una porqueria? ¿Si se entera de que no só1o no ha modelado su ladrillito de oro, sino que se ha zampado el de otro? ¡Bonita tranquilidad!
– Eso, mi querido Einstein, ya no es cosa suya. Dediquese, por favor, a su Humanidad, pero sin mi.
– Si, si, comprendido. A mi lo que me preocupa es otra cosa. A mi me parece que usted simplemente quiere que todos lo dejen en paz y, a ser posible, para siempre.
– ¡Palabras de oro!
– He dicho todos y, por lo tanto, también yo -dice el Profesor-. Por eso le ruego que piense, de todos modos, para qué va usted. ¡Piénselo bien! Porque existen miles de millones de seres que no tienen ninguna culpa de que usted sea un mierda.
Regresa el Guia.
– Basta de estar tumbados -dice-. Andando…
PARTE 5. La Zona (3)
Vagan por un camino vecinal cubierto de polvo finisimo. A cada paso El polvo se levanta y pende durante cierto tiempo en el aire, inmóvil. A lo largo del camino se prolongan decrépitos postes telegráficos. Hace mucho calor, delante sobre el camino temblequea la colina.
EI Profesor, que va el primero, se detiene de pronto, se vuelve a sus acompañantes y profiere desconcertado.
– Alli hay un auto… Y su motor funciona…
– No hagas caso -dice el Guia-. Lleva ya veinte años funcionando. Vale más que mires al suélo y no te apartes del centro…
Pasan frente a un camión nuevecito, como recién salido de la fábrica, que esta junto al badén. Su motor funciona en vacio, del amortiguador escapa y se extiende al viento un humillo azulado. Pero las ruedas están hundidas en la tierra hasta el cubo y a través de la portezuela entreabierta y del suelo de la cabina ha crecido un tierno arbolillo.
En cierta ocasión, probablemente el mismo dia de la Visita, el enorme camión transportaba por esta carretera en un remolque especial un tubo largo, de un metro de diámetro, para el gasoducto. El camión se estrelló contra un poste de la izquierda, y el tubo fue lanzado del remolque atravesándose en el camino. Probablemente entonces fueron arrancados y cayeron en mitad de la carretera los postes telegráficos y telefónicos. Ahora en los alambres habia crecido una especie de estropajo rojizo que colgaba como una cortina, cerrando el paso por la carretera.
La boca del tubo está negra, ahumada, y la tierra delante de él, carbonizada como si del tubo hubieran salido más de una vez humosas llamas.
– ¿Hay que meterse ahi? -pregunta el Escritor sin dirigirse a nadie concretamente.
– Te meterás si te lo mando -dice con frialdad el Guia y recoge varios guijarros de la cuneta-. Venga, apártense. -Toma impulso, arroja una piedra a la boca del tubo y da un salto atrás.
Se oye como la piedra retumba y rechina dentro del tubo. El Guia aguarda un poco y tira otra piedra. Se repite el retumbo y chinchin y se hace el. silencio.
– Bien -profiere el Guia y se sacude despacio las manos-. Se puede. -Se vuelve al Escritor-. Andando.
El Escritor quiere decir algo, pero só1o suspira convulso. Extrae del seno una cantimplora plana, desenrosca presurosamente el tapón, toma varios tragos y entrega la cantimplora al Profesor. El Escritor se limpia los labios con la manga. No quita los ojos de la cara del Guia. Parece esperar algo. Pero no hay nada que esperar.
– ¿Y bien? ¿Todo lo demás es el destino? -pronuncia con son risa forzada.
Da un paso hacia el tubo. Se detiene ante las terribles fauces negras. Mete despacio las manos en los bolsillos y se vuelve.
– ¿Y por qué he de ser yo? -inquiere enarcando las cejas-. ¿A santo de qué? No voy.
El Guia se le acerca a corta distancia, y el Escritor retrocede un paso.
– ¡Si, vas! -masculla entre dientes el Guia.
El Escritor niega callado con la cabeza. Entonces el Guia le pega en el vientre y en la cabeza, lo agarra del pelo, lo endereza y le da de bofetadas.
– ¡Claro que vas! -gruñe impetuoso.
El Profesor intenta sujetarlo del brazo. El Guia sin mirar le da un codazo que le acierta en la nariz y hace saltar las gafas.
– ¡Anda!
El Escritor se limpia los labios sangrantes, mira la palma de la mano y mira al Guia.
– ¡Dios mio!… -exclama.
Una profunda repugnancia se refleja en su rostro, y sin decir palabra lanza un espeso escupitajo a los pies del Guia, se vuelve y se introduce en el tubo.
El Guia retrocede presto, alejándose del tubo, y tira del Pro fesor. Del tubo llegan sordos chirridos y porrazos, y la respiración entrecortada.
El Profesor se cala las gafas con manos temblorosas. Una grieta atraviesa uno de los cristales. Cesa el ruido en el tubo.
– ¡Sigueme! -grita el Guia con voz ronca y se lanza a la negraboca.