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Vio los ojos de Brian, el chiquillo que la miraba por encima del hombro rogándole que lo ayudara, con una mano en la de Jimmy y la otra cogida a la medalla de San Cristóbal, como si ésta fuera a salvarlo de algún modo.

Sacudió la cabeza. "Vino en busca de esa medalla -pensó-. El dinero no le importaba." La había seguido porque creía que la medalla curaría a su padre.

Cally regresó deprisa a la salita y cogió la tarjeta de Mort Levy.

Cuando éste respondió a la llamada, su determinación casi se vino abajo otra vez, pero la voz del agente sonó llena de bondad cuando le dijo:

– Cally, hábleme. No tenga miedo.

– Señor Levy -balbuceó-, ¿puede venir aquí enseguida? Tengo que hablar con usted de Jimmy y… de ese niño que ha desaparecido.

Lo único que quedaba de las compras que Jimmy había hecho cuando se detuvieron a poner gasolina eran las latas vacías de Coca Cola y las bolsas arrugadas de patatas fritas. Jimmy había tirado la suya en el suelo, delante del asiento de Brian; éste había metido la suya en la papelera de plástico que había debajo del salpicadero. Ni siquiera recordaba el gusto de las patatas. Tenía tanta hambre y tanto miedo que sólo era capaz de pensar en el hambre que sentía.

Sabía que Jimmy estaba muy enfadado con él. Y, desde el momento en que estuvieron a punto de chocar y Jimmy se dio cuenta de que él planeaba saltar del coche, parecía muy nervioso. No paraba de abrir y cerrar los dedos sobre el volante y darle golpecitos con un ruido inquietante. La primera vez que lo hizo, Brian se sobresaltó y dio un salto. Su acompañante lo cogió del hombro y le regañó, advirtiéndole que se separase de la portezuela.

La nieve caía más copiosamente. Alguien frenó delante de ellos. El coche hizo un viraje brusco y luego continuó la marcha. Brian se dio cuenta de que no habían chocado porque todos los conductores evitaban acercarse demasiado a los otros coches.

Aun así, Jimmy empezó a soltar una catarata de palabrotas en voz baja, muchas de las cuales Brian nunca había oído, ni siquiera en Skeet, el chico de su clase que más tacos sabía en el mundo.

El coche que había patinado confirmó a Jimmy la creciente sensación de que algo podía salir mal en cualquier momento, aunque estuviera a punto de largarse del país.

No parecía que el guardián al que había disparado fuera a sobrevivir. Si moría… Jimmy hablaba en serio cuando había dicho a Cally que no lo cogerían vivo.

Después trató de tranquilizarse. Disponía de un coche que seguramente nadie había echado en falta todavía.

Tenía ropa decente y dinero. Si hubiesen quedado detenidos cuando aquel imbécil chocó, el chico habría saltado del coche. "Si el gilipollas de ese vehículo que patinó hubiese tocado el Toyota, podría haberme hecho daño -pensó Jimmy-. Y si hubiese ido yo solo, habría soltado un rollo; pero llevando al chico conmigo, no podía."

Por otro lado, nadie sabía que tenía al niño, y ningún policía del mundo buscaba a un sujeto con un bonito coche, un montón de juguetes en el asiento trasero y un chiquillo a su lado.

Ya se encontraban cerca de Syracuse. Dentro de tres horas estaría al otro lado de la frontera, con Paige.

Vio un cartel de McDonald's a la derecha. Jimmy tenía hambre, y era un buen lugar para pedir algo de comer.

Aguantaría con eso hasta llegar a Canadá. Entraría por la parte de servicio para coches, pediría algo para los dos y volvería rápidamente a la carretera.

– ¿Qué te gusta más para comer, chaval? -preguntó en un tono casi amable.

Brian, que había visto el cartel de McDonald's, había contenido el aliento con la esperanza de que fueran a comer algo.

– Hamburguesa con patatas fritas y Coca Cola -dijo tímidamente.

– Si paro en McDonald's, ¿te harás el dormido?

– Lo prometo.

– Entonces hazlo. Apóyate contra mí, con los ojos cerrados.

– De acuerdo.

Brian, obediente, se apoyó contra el hombro de Jimmy y apretó los ojos. Trataba de que no se le notara lo asustado que estaba.

– Veamos qué tal actor eres -dijo Jimmy-. Y espero por tu bien que seas bueno.

La medalla de San Cristóbal se le había deslizado hacia un lado. Brian se la enderezó para sentirla sobre el pecho, pesada y tranquilizadora.

Le daba miedo estar tan cerca de aquel hombre. No era como cuando se dormía mientras su padre conducía y sentía su mano acariciándole el hombro.

Jimmy abandonó la autopista. Tenía que hacer cola en la entrada para vehículos. Se quedó helado cuando vio cómo un coche patrulla se detenía detrás de ellos, pero no tenía más alternativa que permanecer en su puesto si no quería llamar la atención. Cuando le tocó el turno e hizo su pedido y pagó, el empleado ni se molestó siquiera en mirar dentro del coche. Pero cuando tuvo que recoger los bocadillos y las bebidas, la mujer miró por encima del mostrador a Brian, iluminado por la luz de detrás.

– Tendrá unas ganas locas de ver qué le va a traer Papá Noel, ¿no? -dijo, señalando al niño.

Jimmy asintió con la cabeza y trató de sonreír mientras tendía la mano para recoger la bolsa.

La mujer se asomó un poco más y echó un vistazo dentro del coche.

– Dios mío, ¿lleva una medalla de San Cristóbal? Mi padre se llama así, y siempre da mucha importancia a ese asunto, pero mi madre se burla de que hayan echado a San Cristóbal del santoral. Mi padre dice que es una lástima que mi madre no se llame Filomena, que es otra santa que el Vaticano ha dicho que no existe.

La mujer lanzó una carcajada y le tendió la bolsa.

Mientras volvían a la autopista, Brian abrió los ojos. Sintió el olor de las hamburguesas y las patatas fritas, y se incorporó con lentitud.

Jimmy lo miró, los ojos fríos, el rostro tenso. A través de los labios apenas entreabiertos, le ordenó en voz baja:

– Quítate esa maldita medalla del cuello.

Cally tenía que hablar con él sobre su hermano y el niño desaparecido. Mort Levy, después de prometerle que enseguida iba para allá, colgó el auricular con gesto perplejo. ¿Qué vínculo habría entre Jimmy Siddons y el niño desaparecido en la Quinta Avenida?

Llamó a la furgoneta de vigilancia.

– ¿Lo habéis grabado?

– ¿Está loca, Mort? Es imposible que se refiera al niño Dornan. ¿Quieres que nos la llevemos para interrogarla?

– ¡Eso es justamente lo que no quiero que hagáis! -estalló Levy-. Ya está demasiado asustada. Quedaos quietos hasta que yo llegue.

Tenía que informar a sus jefes, empezando por Jack Shore, sobre la llamada de Cally Hunter. Vio que éste salía del despacho del inspector jefe en ese momento y se dirigía a su escritorio.

– Entra otra vez -le dijo cogiéndole del brazo.

– Te he dicho que te tomes un descanso -replicó Shore dando un tirón-. Acabamos de tener noticias de Logan, de Detroit. Hace dos días, una mujer que coincide con la descripción de la amiguita de Siddons alquiló un coche con chofer para dirigirse a la frontera, a Windsor. Los hombres de Logan creen que comentó con su amiga lo de California y México para despistar. Han interrogado a la chica de nuevo y esta vez ha recordado que le ofreció comprarle el abrigo de pieles a Laronde, ya que en México no lo iba a necesitar, pero que ella no quiso vendérselo.

"Nunca me he tragado lo de México", pensó Mort Levy mientras casi arrastraba a Shore, sin soltarle el brazo, hacia el despacho del inspector.

Cinco minutos después, un coche patrulla se lanzaba a toda velocidad por East Side Drive hacia la avenida B y la calle Diez. A Jack Shore, amargamente frustrado, le habían ordenado esperar en la furgoneta de vigilancia, mientras Mort y el jefe, Bud Folney, subían para hablar con Cally.

Mort sabía que Shore nunca le perdonaría su insistencia de que se quedara fuera.

"Jack-le había dicho-, cuando fuimos a su casa, yo sabía que ella nos ocultaba algo. La has asustado de una manera terrible. Cree que eres capaz de cualquier cosa para verla otra vez entre rejas. Por todos los santos, ¿no puedes tratarla como a un ser humano? Tiene una niña de cuatro años, su marido ha muerto, fue encerrada sin la menor piedad cuando cometió el error de ayudar al hermano que prácticamente había criado."

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