Tendió la mano para coger el teléfono.
Un sollozo le llegó desde el dormitorio. Gigi tenía otra pesadilla. Entró deprisa en la habitación y se sentó en la cama. Cogió a su hija entre los brazos y empezó a mecerla.
– Chist, no pasa nada, todo está bien.
– Mami, mami, he soñado que te ibas otra vez. No te vayas, mami, por favor. No me dejes. No quiero vivir con otra gente, nunca más.
– Eso no sucederá, hijita, te lo prometo.
Sintió cómo Gigi se relajaba. Se apoyó suavemente en la almohada y le acarició la cabeza.
– Ahora vuelve a dormir, ángel mío.
Gigi cerró los ojos, pero los abrió de nuevo.
– ¿Puedo ver cómo abre Papá Noel su regalo? -murmuró. Jimmy Siddons bajó el volumen de la radio.
– Tu madre está armando mucho jaleo por ti, chaval.
Brian tuvo que contenerse para no inclinarse hacia el salpicadero y tocar la radio. Mamá parecía tan preocupada. Tenía que volver a su lado. Estaba seguro de que ahora ella también creía en la medalla de San Cristóbal.
En la autopista había muchos coches, y, aunque nevaba copiosamente, todos iban a bastante velocidad. Pero Jimmy avanzaba por el carril de la derecha, por ello no había coches del lado de Brian, y éste empezó a hacer planes.
Si lograba abrir la portezuela muy rápido, se tiraría a la carretera y rodaría hacia el lado derecho, para así no ser atropellado. Apretó la medalla de San Cristóbal y deslizó la mano a hurtadillas hasta la manija de la portezuela. La apretó suavemente y se movió. Tenía razón: Jimmy no había echado los seguros después de abandonar la gasolinera.
Estaba a punto de abrir cuando recordó el cinturón de seguridad. Tenía que desabrochárselo en el momento en que abría la portezuela. Con cuidado de no atraer la atención de Jimmy, apoyó el índice de la mano izquierda en el botón del cinturón.
En el momento en que iba a mover la manija y apretar el botón, Jimmy lanzó un taco. Un coche que coleaba intentaba adelantarlos por la izquierda. Al cabo de un instante, los pasó tan cerca que casi rascó el Toyota. Luego se cruzó delante de ellos y obligó a Jimmy a frenar de golpe. El coche patinó y coleó, mientras se oyó el ruido de metal contra metal. Brian contuvo el aliento. "Choca" -rogó-. "¡Choca!" Alguien lo ayudaría después.
Pero Jimmy enderezó el coche y esquivó a los demás. Justo delante, Brian oyó el sonido de las sirenas y vio el resplandor de las luces giratorias reuniéndose alrededor de otro accidente, que también adelantaron rápidamente.
Jimmy esbozó una sonrisa satisfecha.
– Tenemos bastante suerte, ¿no, chaval? -preguntó a Brian mientras lo miraba.
El niño seguía cogido a la manija de la portezuela.
– No me digas que pensabas saltar si teníamos que detenernos -exclamó Jimmy mientras accionaba el cierre centralizado de las portezuelas-. Quita la mano de ahí. Si vuelvo a verte tocando esa manija, te rompo los dedos -le dijo en voz baja.
Brian no tuvo la menor duda de que lo haría.
Eran las diez y cinco. Mort Levy estaba sentado detrás de su escritorio, sumido en sus pensamientos. Sólo encontraba una explicación para la llamada interrumpida: Cally Hunter. La furgoneta de la policía, aparcada fuera de la casa de Cally, y que tenía intervenido su teléfono, le confirmó que ella lo había llamado. Los hombres que estaban de guardia se ofrecieron, si él quería, a hablarle.
– No -ordenó-, dejadla tranquila.
Sabía que sería inútil. Cally se limitaría a repetir lo que les había dicho antes. "Pero sabe algo y tiene miedo de contarlo", pensó. La había llamado por teléfono dos veces y, aunque Levy sabía que estaba en casa, ella no había contestado. Si hubiese salido, los que vigilaban desde la furgoneta se lo habrían comunicado. ¿Por qué no contestaba entonces? ¿Debía ir a verla personalmente? ¿Para qué?
– ¿Qué te ocurre? ¿Estás sordo? -preguntó Jack Shore impaciente.
Mort levantó la mirada. El regordete agente lo observaba con el ceño fruncido. "No me sorprende que Cally te tenga miedo", pensó Mort recordando el terror en los ojos de la mujer ante la ira y hostilidad de su compañero.
– Estoy pensando -contestó con tono seco, reprimiendo el impulso de sugerirle que él también podía pensar de vez en cuando.
– De acuerdo, pero piensa con nosotros. Tenemos que seguir adelante con el plan de cubrir la catedral. -La reprimenda de Shore se suavizó-. Mort, ¿por qué no te tomas un descanso?
"Intenta parecer peor de lo que es", pensó Levy.
– Tú tampoco lo haces.
– Porque odio a Siddons más que tú.
Mort se levantó lentamente. Seguía con la idea fija de que algo importante se le había pasado por alto; algo que sabía que estaba allí, delante de él, pero que no lograba ver. Habían visitado a Cally Hunter a las siete y cuarto de esa mañana. Ya estaba vestida para ir al trabajo. La vieron de nuevo casi doce horas después. Parecía agotada, y muy preocupada. Ahora probablemente estaría durmiendo, pero todo su ser le decía que debía hablar con ella.
A pesar de que Cally lo negaba, Mort sabía que la mujer tenía la clave.
En el momento que se apartaba del escritorio, el teléfono sonó. Cuando descolgó el auricular oyó otra vez aquella respiración aterrorizada. Entonces tomó la iniciativa.
– Cally-dijo apremiante-. Cally, hábleme. No tenga miedo. Sea lo que sea, trataré de ayudarla.
A Cally ni se le ocurría irse a la cama. Estuvo escuchando la emisora de noticias con la esperanza, pero también con miedo, de que la policía hubiera cogido a Jimmy, mientras rezaba para que el pequeño Brian se encontrara sano y salvo.
A las diez encendió el televisor para ver las noticias locales de la Fox, y se le encogió el corazón. La madre de Brian se hallaba sentada al lado del presentador Tony Potts. Tenía el cabello más revuelto -como si hubiese estado fuera, al viento o bajo la nieve-, el rostro muy pálido y en la mirada una expresión de dolor. A su lado, sentado, había un niño de unos diez u once años.
El presentador decía:
"Seguramente habrán escuchado las peticiones de ayuda para encontrar a su hijo Brian que Catherine Dornan ha realizado. Les hemos pedido, a ella y a Michael, el hermano de Brian, que esta noche estén con nosotros. Esta misma tarde, poco después de las cinco, había muchísima gente en la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y nueve.
Quizá usted se encontraba allí. Tal vez vio a Catherine con sus dos hijos, Michael y Brian. Escuchaban a un violinista que tocaba villancicos mientras el público cantaba.
El niño de siete años, Brian Dornan, que estaba al lado de su madre, desapareció. La madre y el hermano necesitan la ayuda de todos ustedes para encontrarlo. -El presentador se volvió hacia Catherine-. ¿Tiene alguna foto de Brian?"
Cally miró la foto, mientras escuchaba a la madre.
"Como no es una foto muy clara, voy a explicarles un poco cómo es. Tiene siete años, pero parece más pequeño porque es bajito. Tiene el cabello castaño rojizo, ojos azules y pecas en la nariz…" La voz se le quebró.
Cally cerró los ojos. No soportaba la terrible agonía en el rostro de Catherine Dornan.
Michael cogió una mano a su madre.
"Mi hermano lleva una chaqueta azul marino como la mía, salvo que la mía es verde, y un gorro rojo. Le falta uno de los dientes de delante. -Y en aquel momento soltó de golpe-. Necesitamos que vuelva. No podemos decir a mi padre que Brian ha desaparecido, porque mi padre está muy enfermo y no puede preocuparse. -La voz de Michael se hizo aún más urgente-. Conozco a mi padre y estoy seguro de que intentaría hacer algo. Se levantaría de la cama para salir en busca de Brian, y no podemos dejar que lo haga. Está enfermo, muy enfermo."
Cally apagó el televisor. Se dirigió de puntillas al cuarto donde Gigi dormía al fin con un sueño tranquilo, y se acercó a la ventana que daba a la escalera de incendios.