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En aquellos momentos, Vanessa estaba a punto de darle la espalda a todo lo que él había deseado para ella. Su padre jamás habría podido comprender su deseo de dejar una carrera tan fulgurante, igual que nunca había sido capaz de entender, ni de tolerar, el terror constante que Vanessa sentía antes de actuar.

Su padre le había dicho que se trataba de miedo escénico y que terminaría por superarlo. Aquello era lo único que jamás había podido conseguir para él. A pesar de todo, sabía que podía volver a los escenarios. Podría soportarlo. Podría superarse aún más si se lo proponía. Si por lo menos supiera que era aquello lo que deseaba…

Tal vez sólo necesitaba descansar. Unas semanas o unos meses de tranquilidad le bastarían para comenzar a anhelar la vida que había dejado atrás. Sin embargo, por el momento, lo único que deseaba era disfrutar de aquel rojizo atardecer.

Tomó asiento en el balancín que había sobre el césped. Desde donde estaba, veía las luces encendidas en el interior de la casa, en el resto de las casas. Había cenado con su madre en la cocina… o mejor dicho lo había intentado. Loretta había parecido algo molesta cuando Vanessa sólo había picado un poco de la comida. ¿Cómo podía explicarle que, en aquellos momentos, nada parecía sentarle bien? Aquel vacío que le corroía el estómago no parecía mitigarse con nada.

Vanessa confiaba en que lo hiciera con el tiempo. Seguramente era porque no estaba ocupada, como debería estarlo. Ciertamente no había practicado lo suficiente ni aquel día ni el anterior. Aunque decidiera recortar sus obligaciones profesionales, no podía descuidar sus prácticas.

«Mañana», pensó, cerrando los ojos. El día siguiente sería un buen momento para instaurar una rutina diaria. Con aquellos pensamientos, se arrebujó en la chaqueta. Se había olvidado de lo rápido que la temperatura podía bajar allí cuando el sol se ocultaba tras las montañas.

Oyó que un coche aminoraba la marcha para aparcar en el acceso al garaje de una casa, a continuación una puerta que se cerraba. Desde algún lugar cercano una madre llamó a su hijo para que dejara de jugar y entrara en la casa. Otra luz parpadeó en una ventana. Un bebé comenzó a llorar. Vanessa sonrió y deseó poder sacar la vieja tienda que Joanie y ella habían utilizado en el jardín. Podría dormir allí, simplemente escuchando los sonidos de la noche.

De repente, escuchó los ladridos de un perro y vio el hermoso pelaje dorado de un golden retriever. Atravesó corriendo el césped del vecino, saltó por encima del macizo de caléndulas y pensamientos que su madre había plantado y se dirigió corriendo hacia Vanessa. Antes de que ella pudiera decidir si asustarse o alegrarse, le colocó las dos patas en el regazo y le dedicó una muy canina sonrisa.

– Vaya, hola -le dijo, mientras le acariciaba las orejas-. ¿De dónde has salido tú?

– De una distancia de dos manzanas, a plena carrera -comentó una voz masculina. Inmediatamente, Brady surgió entre las sombras-. Cometí el error de llevármelo hoy a la consulta. Cuando fui a meterlo en el coche, decidió irse a dar un paseo -comentó, mientras se detenía delante del balancín-, ¿Vas a volver a pegarme o me puedo sentar?

– Probablemente no te volveré a pegar -replicó Vanessa, sin dejar de acariciar al perro.

– Supongo que me tendré que conformar con eso -dijo Brady. Se sentó en el balancín y estiró las piernas. Inmediatamente, el perro trató de subírsele al regazo-. No trates de hacer las paces, amigo -repuso él. Entonces, se quitó al perro de encima.

– Es un animal muy bonito.

– No le digas esas cosas. Ya tiene un ego bastante desarrollado.

– La gente dice que las mascotas y sus dueños desarrollan características similares -comentó ella-. ¿Cómo se llama?

– Kong. Era el mayor de su carnada -respondió Brady. Al escuchar su nombre, el perro ladró dos veces y luego se lanzó a corretear por el jardín-. Lo mimé demasiado cuando era un cachorro y ahora estoy pagando por ello -añadió. Entonces, extendió un brazo por encima del respaldo del balancín y dejó que los dedos rozaran suavemente las puntas del cabello de Vanessa-. Joanie me ha dicho que has ido hoy a verla a la granja.

– Sí -comentó ella, golpeándole la mano para que la retirara-. Parece muy feliz y tiene un aspecto maravilloso.

– Es muy feliz -dijo Brady. Entonces, sin inmutarse, le tomó la mano y empezó a juguetear con los dedos en un gesto antiguo y familiar-.Ya habrás conocido a tu ahijada.

– Sí -replicó Vanessa al tiempo que retiraba la mano-. Es preciosa.

– Sí -afirmó él. Volvió a ocuparse del cabello-. Se parece a mí.

Sin poder evitarlo, Vanessa se echó a reír.

– Sigues siendo igual de presumido. ¿Quieres apartar las manos de mí?

– Nunca he podido hacerlo – contestó, pero se apartó un poco-. Solíamos sentarnos aquí muy a menudo, ¿te acuerdas?

– Sí.

– Creo que la primera vez que te besé estábamos sentados aquí, igual que ahora.

– No -replicó ella.

– Tienes razón -dijo Brady, aunque lo sabía muy bien-. La primera vez fue en el parque. Tú viniste a verme jugar al baloncesto.

– Dio la casualidad de que pasaba por allí.

– Viniste a verme porque yo jugaba sin camiseta y querías verme el torso cubierto de sudor.

Vanessa volvió a soltar una carcajada. Sabía que aquello era completamente cierto. Se volvió a mirarlo y vio que Brady estaba sonriendo y que parecía muy relajado. Siempre le había resultado muy fácil relajarse. Y siempre había sabido cómo hacerla reír.

– En realidad, tu torso cubierto de sudor no merecía tanto la pena.

– He engordado un poco. Y sigo jugando al baloncesto -comentó. Aquella vez, Vanessa no notó que comenzaba de nuevo a acariciarle el cabello-. Recuerdo perfectamente aquel día. Fue a finales de verano, antes de que empezara mi último curso en el instituto. En tres meses, tú habías pasado de ser una niña pesada para convertirte en una chica muy sexy con aquella melena castaña y esas piernas tan estupendas que solías dejar al descubierto cuando te ponías pantalones cortos. Eras tan guapa. Hacías que la boca se me hiciera agua.

– Tú siempre estabas mirando a Julie Newton.

– No. Fingía mirar a Julie Newton mientras te miraba a ti. Entonces, aquel día fuiste al parque. Habías estado en la tienda de Lester porque tenías un refresco en la mano. Era un refresco de uva.

– Pues menuda memoria tienes.

– Bueno, estamos hablando de un momento muy importante en nuestras vidas. Tú me dijiste «Hola, Brady. Parece que tienes mucho calor. ¿Quieres un trago?».Yo estuve a punto de comerme de un bocado la pelota. Entonces, empezaste a flirtear conmigo.

– Eso no es cierto.

– Empezaste a pestañear.

– Yo nunca he hecho nada semejante -replicó ella, tratando de contener la risa.

– Te aseguro que entonces sí que pestañeaste -comentó Brady, con un suspiro-. Fue estupendo.

– Tal y como yo lo recuerdo, tú estabas presumiendo en la cancha, haciendo ganchos y canastas, lo que fuera. Cosas de machos. Entonces, me agarraste.

– Me acuerdo de eso. Me gustó.

– Olías como la taquilla de un gimnasio.

– Supongo que sí. A pesar de todo, fue el primer beso más memorable.

«Y el mío», pensó Vanessa. No se había dado cuenta de que se había recostado sobre el hombro de Brady.

– Éramos tan jóvenes -comentó, con una sonrisa-. Todo era tan intenso, tan fácil…

– Algunas cosas no tienen por qué ser difíciles. ¿Amigos?

– Supongo que sí.

– Todavía no he tenido oportunidad de preguntarte cuánto tiempo te vas a quedar.

– Todavía no he tenido oportunidad de decidirlo.

– Tu agenda debe de estar repleta.

– Me he tomado unos meses de descanso. Tal vez me vaya a París durante unas semanas.

Brady volvió a tomarle la mano. Las manos de Vanessa siempre le habían fascinado. Aquellos largos dedos, las suaves palmas, las cortas y prácticas uñas. No llevaba anillos. El le había regalado uno una vez. Se había gastado el dinero que había ganado cortando el césped durante todo el verano y le había comprado un anillo de oro con una minúscula esmeralda. Ella le había besado hasta dejarlo sin sentido. Había jurado que nunca se lo quitaría.

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