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«Demasiado rápido», se advirtió Brady. Sin embargo, no se había imaginado lo mucho que deseaba todo aquello hasta que no volvió a verla. La mujer que amaba, sus hijos… Mañanas de Navidad y tardes de domingo.

Se recostó en el asiento y cerró los ojos. Se lo imaginaba perfectamente. Sabía que quedaban muchas respuestas y problemas sin resolver. Ya no eran niños que podían vivir de sueños, pero estaba demasiado cansado para ser lógico. Demasiado necesitado para ser sensato.

Vanessa estaba de pie en la puerta, observándolo con una mezcla de sorpresa y asombro. Aquél era Brady, su Brady. En la consulta parecía tan diferente, tan profesional…Ya no era el salvaje adolescente que disfrutaba dando puñetazos al mundo. Era un hombre asentado, responsable, con cientos de personas que dependían de él. Ya se había hecho su sitio.

¿Cuál era el de ella? Brady había tomado sus decisiones y había encontrado su lugar. Ella seguía revoloteando. Sin embargo, siempre regresaba a él.

Con una débil sonrisa en el rostro, entró en la consulta.

– Tiene otra cita, doctor Tucker.

– ¿Qué?

Abrió los ojos súbitamente y la miró, como si los sueños se estuvieran mezclando con la realidad. Vanessa estaba al otro lado de su escritorio, observándolo.

– Iba a decir código azul o alerta roja o una de esas cosas que se oyen en televisión, pero no sabía cuál vendría bien -dijo. Dejó una cesta encima de la mesa.

– Me conformo con que me digas «Hola».

– Hola… He estado a punto de no entrar. Cuando llegué a la puerta, tenías un aspecto tan intimidante…

– ¿Intimidante?

– Como si fueras un médico de verdad, de los que utilizan agujas y escriben cosas en los informes.

– Sí quieres, me puedo quitar la bata.

– No, en realidad me gusta, mientras me prometas que no vas a sacar una de esas paletas para examinar la garganta. Vi a tu enfermera cuando se marchaba. Me dijo que ya habías terminado por hoy.

– Más o menos -respondió, aunque decidió que el papeleo tendría que esperar-. ¿Qué tienes en la cesta?

– Cena… Dado que no venías a mi casa, decidí venir aquí para ver si podías verme en el horario de tu consulta.

– Es una magnífica coincidencia, pero acabo de tener una cancelación -replicó Brady. Acababa de olvidarse de la fatiga que había sentido hacía unos minutos-. ¿Por qué no se sienta y me dice cuál es el problema?

– Bueno, verá, doctor. Llevo algunos días sintiéndome algo distraída. Se me olvida lo que estoy haciendo cuando todavía no lo he terminado y me sorprendo mirando al vacío.

– Mmm…

– Entonces, siento dolores. Aquí -indicó. Se puso una mano en el corazón.

– Ah.

– Son como palpitaciones y, por las noches, tengo sueños…

– ¿De verdad? -preguntó Brady. Se levantó y se sentó sobre el escritorio-. ¿Y qué clase de sueños?

– Son personales -respondió, mostrándose muy tímida.

– Soy médico.

– Eso es lo que usted dice -replicó ella, con una sonrisa-, pero ni siquiera me ha pedido que me quite la ropa.

– Tiene razón -dijo él. Se puso de pie y le tomó la mano-.Venga conmigo.

– ¿Adonde?

– Creo que su caso requiere una exploración completa.

– Brady…

– Doctor Brady para usted -le recordó. Encendió las luces de la sala de exploraciones-. Ahora, hábleme de ese dolor.

Vanessa lo miró atentamente.

– Doctor, creo que ha estado bebiéndose un poco del alcohol de dar friegas.

Brady simplemente la agarró por las caderas y la subió encima de la camilla de exploraciones.

– Relájate, cielo. No me llaman doctor Bueno por nada -dijo. Se sacó el oftalmoscopio y dirigió la luz a los ojos de Vanessa-. Sí, son verdes.

– Vaya, es un alivio.

– Ahora, quítate la blusa y comprobaremos qué tal tienes los reflejos.

– Bueno -susurró. Entonces, se pasó la lengua por los labios. Se desabrochó los botones de la blusa. Debajo, llevaba ropa interior de seda azul transparente-. No me voy a tener que poner una de esas cosas de plástico, ¿verdad?

Brady contuvo el aliento al ver que ella se quitaba la blusa.

– Creo que podremos prescindir de ese detalle. Me parece que tienes una salud excelente. De hecho, puedo decir sin reservas que estás estupenda.

– Pero tengo este dolor…-musitó. Agarró una mano a Brady y se la colocó encima de un seno-. En estos momentos, el corazón me late a toda velocidad. ¿Lo siente?

– Sí -dijo él. Suavemente, acarició la seda y la carne-. Creo que es contagioso.

– Tengo la piel muy caliente. Y las piernas se me doblan…

– Sí, creo que es algo contagioso -reiteró él. Con un dedo, le bajó un tirante del sujetador-. Tal vez tengas que pasar cuarentena.

– Con usted, espero…

– Ésa es la idea -replicó Brady mientras le desabrochaba los pantalones.

Cuando ella se quitó las sandalias de una patada, el otro tirante se le resbaló solo del hombro. Vanessa tenía la voz cada vez más ronca y agitada. Brady le bajó por completo los pantalones. Entonces, cuando empezó a besarle la clavícula suavemente, ella ronroneó:

– ¿Puede ayudarme, doctor?

– Voy a hacer todo lo que pueda.

Deslizó la boca sobre la de ella. El ligero suspiro que ella lanzó se mezcló con el de él. De repente, ella cambió el ángulo del beso para poder disfrutar más de su sabor. Fuera cual fuera la enfermedad que tenía, Brady era justamente la medicina que necesitaba.

– Creo que ya me siento mejor -musitó-. Más…

– Van…

Ella abrió los ojos. Mientras le mesaba el cabello con los dedos, sonrió. La luz le brillaba en los ojos, haciendo que Brady se viera atrapado en ellos. Todo lo que había deseado siempre, lo que había necesitado, estaba allí. Sin poder contenerse, lanzó una maldición y volvió a besarla.

Aquella vez no hubo paciencia. Aunque el cambio sorprendió a Vanessa, no la asustó. Brady era su amigo, su amante. Su desesperación y su efervescencia la excitaban, la poseían. Cuando empezaron a reflejarse en ella idénticas emociones, lo abrazó con más fuerza.

Decidió que nadie la podría desear tan apasionadamente. Sin dejar de besarlo, le quitó la bata y le arrancó prácticamente la camiseta casi antes de que la primera prenda cayera al suelo. Deseaba sentir su carne, su calor. Deseaba saborear aquella carne, su suculencia, con sus propios labios.

Hasta entonces, Brady le había demostrado lo tranquilo y dulce que podía ser el amor. Aquella vez, Vanessa ansiaba fuego, oscuridad, locura.

Brady ya había perdido por completo el control. La hizo tumbarse sobre la estrecha camilla y le quitó la ropa interior. En aquellos momentos, no podía tolerar que nada se interpusiera entre ellos. Necesitaba sentir carne contra carne, corazón contra corazón. Deseaba saborear cada centímetro de su piel.

Sin embargo, lo que Vanessa deseaba era tan poderoso como lo que deseaba él. Lo estrechó contra ella y se colocó hábilmente sobre él de modo que sus labios pudieron recorrerle garganta, torso y más allá. Duras y avariciosas, las manos de Brady la acariciaban por todas partes al tiempo que la indagadora boca de Vanessa lo volvía loco.

El sabor de Brady, cálido, oscuro y masculino, hizo que la cabeza le diera vueltas. Su cuerpo firme y musculoso la volvía loca. Como ya estaba húmeda, la piel se le deslizaba con facilidad sobre los dedos. Ella lo tocaba con habilidad, como si fuese el más apasionado concierto.

Temió que el corazón le fuera a explotar por la velocidad a la que le latía. El cuerpo le temblaba. A pesar de las vertiginosas sensaciones, sintió que algo se despertaba en ella. ¿Cómo iba ella a saber que podía dar tanto y recibir más a cambio?

El pulso de Brady le latía bajo las yemas de los dedos. Él murmuraba frenéticamente y tenía la respiración entrecortada. Vanessa vio el eco de su propia pasión reflejado en los ojos de su compañero, la saboreó cuando le besó los labios. Aquella pasión era por ella. Se dejó ahogar en aquel beso…

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