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– No te lo he envuelto.

– No importa. Lo veré en casa de Joanie, doctor Tucker.

– Tal vez, ahora que somos familia, me podrías llamar Ham.

– Sí, claro, supongo que sí. Eres una mujer muy afortunada -le dijo a su madre. Le costó menos trabajo del que había imaginado poder darle un beso.

– Lo sé -susurró Loretta, muy emocionada.

Cuando las campanillas anunciaron la partida de Vanessa, Ham se sacó un pañuelo.

– Lo siento -musitó Loretta mientras se sonaba la nariz.

– Tienes derecho a derramar unas cuantas lágrimas. Ya te dije que cambiaría de opinión.

– Tiene todas las razones del mundo para odiarme.

– Eres muy severa contigo misma, Loretta. No voy a consentirlo.

– Te aseguro, Ham, que daría cualquier cosa por volver a tener otra oportunidad con ella.

– Lo único que necesitas es tiempo -afirmó Ham. Entonces, le levantó la barbilla y la besó-. Dale tiempo.

Vanessa escuchó pacientemente la monotonía con la que Annie apretaba las teclas para tocar una sencilla cancioncilla infantil. Tal vez fuera muy hábil con las manos, pero, hasta aquel momento, Vanessa no había visto que les diera buen uso.

Annie era una niña muy delgada, de cabello rubio, actitud algo hosca y rodillas huesudas. Sin embargo, tenía las palmas de la mano anchas para ser una niña de doce años. Sus dedos no eran muy elegantes, pero eran tan robustos como pequeños arbustos.

«Tiene potencial», pensó Vanessa, mientras sonreía para darle ánimos. Estaba segura de que la niña tenía potencial por algún lado.

– ¿Cuántas horas a la semana practicas, Annie? -preguntó Vanessa cuando la niña terminó por fin.

– No sé.

– ¿Haces ejercicios de dedos todos los días?

– No sé.

Vanessa apretó los dientes. Había aprendido que Annie contestaba así a todas sus preguntas.

– Llevas un año dando clases.

– No…

– ¿Por qué no hacemos que eso sea más fácil? -le preguntó Vanessa impidiéndola así que le respondiera del modo habitual-. ¿Qué es lo que sabes?

Annie se limitó a encogerse de hombros. Vanessa se rindió por fin. Decidió sentarse sobre el taburete del piano al lado de la niña.

– Annie, quiero que seas sincera conmigo. ¿Quieres dar clases de piano?

– Supongo que sí.

– ¿Quieres porque tu madre quiere que aprendas a tocar el piano?

– Yo le pregunté si podía aprender. Pensé que me gustaría…

– Pero no te gusta.

– Más o menos. A veces, pero sólo consigo tocar canciones de bebés.

– Mmm -susurró Vanessa. Comprendía perfectamente lo que quería decir la pequeña-. ¿Qué te gustaría tocar?

– Canciones como las de Madonna. Ya sabes, canciones buenas, como las que se escuchan en la radio. Mi otro profesor decía que eso no es música de verdad -dijo la niña, mirando a Vanessa de reojo.

– Toda la música es música de verdad. Podríamos hacer un trato.

– ¿Qué clase de trato? -preguntó Annie, con la voz llena de sospecha.

– Si tú practicas una hora al día los ejercicios para los dedos y la lección que yo te dé, te compraré partituras de Madonna. Y te enseñaré a tocarlas.

Annie se quedó boquiabierta.

– ¿De verdad?

– De verdad, pero sólo si tú practicas todos los días para que, cuando vengas la próxima semana, yo vea alguna mejora.

– ¡Prometido! -exclamó la niña, sonriendo por primera vez en casi una hora-. Verás cuando se lo diga a Mary Ellen. Es mi mejor amiga.

– Pues te quedan quince minutos antes de que se lo puedas decir -dijo Vanessa. Se puso de pie muy satisfecha consigo misma-. Ahora, ¿por qué no vuelves a tocar esa canción?

La niña torció el gesto por la concentración y empezó a tocar. Mientras tanto, Vanessa pensaba que, con una pequeña recompensa, se podía llegar muy lejos.

Una hora más tarde, aún estaba congratulándose. Parecía que, después de todo, darle clases a la niña podría ser divertido. Así podía disfrutar también de la música popular, que tanto le gustaba.

Más tarde, en su dormitorio, Vanessa acarició con el dedo el joyero de Limoges que su madre le había regalado. La situación estaba cambiando mucho más rápido de lo que había esperado. Su madre no era la mujer que había esperado encontrar. Era mucho más humana. Aquella casa seguía siendo su hogar y sus amigos eran aún sus amigos.

Y Brady seguía siendo Brady.

Quería estar con él, dejar que su nombre estuviera vinculado al de él como lo había estado en el pasado. Con dieciséis años se había mostrado muy segura. En aquellos momentos, a pesar de que era toda una mujer, tenía miedo de cometer un error, de sufrir, de perder.

Comprendía que la gente no podía retomar el pasado por donde lo habían dejado. Ella no podía volver a empezar cuando aún tenía que resolver el pasado.

Se tomó su tiempo para vestirse para la cena familiar. Iba a ser una ocasión festiva, por lo que estaba decidida a formar parte de ella. Se puso un vestido azul muy sencillo, que llevaba unas cuentas multicolores sobre un hombro. Se dejó el cabello suelto y se colocó unos pendientes de zafiros.

Antes de cerrar el joyero, sacó un anillo con una pequeña esmeralda. Incapaz de resistirse, se lo puso también. Aún le servía. Sonrió al vérselo en el dedo. Entonces, sacudió la cabeza y se lo quitó. Aquélla era la clase de sentimiento que tenía que aprender a evitar, en particular si tenía que pasar aquella velada en compañía de Brady.

Iban a ser amigos. Sólo amigos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había podido abandonar al lujo de la amistad. Si se sentía aún atraída hacia él… Bueno, aquello añadiría tan sólo una pequeña excitación a sus encuentros. No podía arriesgar su corazón. Ni el de él.

Se apretó una mano contra el estómago maldiciendo la incomodidad que sentía. Sacó del cajón una caja nueva de antiácidos y se tomó uno. Por muy festiva que fuera a ser la noche, resultaría algo estresante.

Tras comprobar el reloj, salió del dormitorio y bajó la escalera. Vanessa Sexton nunca llegaba tarde a una actuación.

– Vaya, vaya -dijo Brady desde el vestíbulo-. Sigues siendo la sexy Vanessa Sexton.

«Justo lo que necesitaba», pensó ella. Los músculos del estómago se le tensaron un poco más. ¿Por qué tenía que estar tan guapo? Miró la puerta abierta y luego lo observó a él.

– Llevas puesto un traje.

– Eso parece -comentó él.

– Nunca te había visto con traje. ¿Por qué no estás ya en casa de Joanie?

– Porque voy a llevarte allí.

– Es una tontería. Yo tengo mi propio…

– Cállate -le ordenó él. Entonces, la agarró por los hombros y le dio un beso-. Cada vez que te beso sabes mejor.

– Mira, Brady -repuso ella, cuando consiguió que su corazón se tranquilizara-, creo que vamos a tener que establecer unas reglas básicas…

– Odio las reglas…

Volvió a besarla. Aquella vez se tomó un poco más de tiempo.

– Me va a encantar estar emparentado contigo -comentó, con una sonrisa-. Hermanita…

– Pues no te estás comportando como un hermano.

– Ya empezaré a darte órdenes más tarde. ¿Qué te parece lo de la boda?

– Siempre he apreciado mucho a tu padre.

– ¿Y?

– Y espero que no sea tan dura de corazón como para negarle a mi madre la felicidad de la que puede disfrutar a su lado.

– Con eso vale por el momento -afirmó él. Entonces, entornó los ojos cuando vio que ella se frotaba las sienes-. ¿Te duele la cabeza?

– Un poco.

– ¿Te has tomado algo?

– No, ya se me pasará. ¿Nos vamos?

– De acuerdo -contestó Brady. La tomó de la mano para acompañarla al exterior-. Estaba pensando… ¿por que no vamos al Molly's Hole como solíamos hacer entonces?

– Veo que sigues pensando en lo mismo -comentó ella, riendo.

– ¿Es eso un sí?

– Es un «lo pensaré».

– Tonta -bromeó él mientras le abría la puerta del coche.

Diez minutos más tarde, Joanie salía por la puerta principal de su casa para darles la bienvenida.

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