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– Ya iba siendo hora de que regresaras a casa, Vanessa -le dijo cuando hubo terminado-. ¿Vas a quedarte?

– Bueno, no he…

– Ya iba siendo hora de que le prestaras un poco de atención a tu madre -la interrumpió la anciana, lo que dejó a Vanessa sin saber qué decir-. Te oí tocar cuando fui ayer al banco, pero no pude detenerme.

Vanessa se esforzó por aguantar el pesado paraguas y sus modales.

– ¿Le gustaría entrar a tomar una taza de té?

– Tengo mucho que hacer. Sigues tocando muy bien, Vanessa.

– Gracias.

Cuando la señora Driscoll volvió a tomar su paraguas, Vanessa pensó que su breve conversación había terminado. Tendría que haberse imaginado que no era sí.

– Tengo una sobrina nieta. Ha estado dando clases de piano en Hagerston, pero a su madre le cuesta mucho trabajo tener que llevarla hasta allí. Me imaginé que, ahora que estás aquí de nuevo, tú podrías hacerte cargo.

– Oh, pero yo…

– Lleva tomando lecciones casi un año, una hora a la semana. En Navidades nos tocó un villancico realmente bien.

– Me alegro mucho, pero, dado que ya tiene quien le dé clases, creo que es mejor que yo no me interponga.

– La niña vive enfrente de Lester. Podría venir andando a tu casa y, así, le daría a su madre un respiro. Lucy, que así se llama mi sobrina, que es la segunda hija de mi hermano pequeño, está esperando otro niño para el mes que viene. Esperamos que esta vez sea un niño, dado que ya tienen dos niñas. Parece que en nuestra familia sólo hay niñas.

– Ah…

– A ella le cuesta mucho tener que ir hasta Hagerston.

– Estoy segura, pero…

– Tienes una hora libre una vez a la semana, ¿verdad?

Completamente exasperada, Vanessa se pasó una mano por el cabello, que se le estaba empapando muy rápidamente.

– Supongo que sí, pero…

– ¿Qué te parece si empezáis hoy mismo? El autobús escolar la deja justo después de las tres y media. Puede estar en tu casa a las cuatro.

Vanessa se dijo que tenía que ser firme.

– Señora Driscoll, me encantaría ayudarla, pero yo nunca he dado clases.

– Pero sabes cómo tocar el piano, ¿verdad? -replicó la anciana.

– Bueno, sí, pero…

– En ese caso, estoy segura de que sabrás enseñarle a una niña a hacerlo, a menos que sea como Dory. Ésa es mi hija mayor. No pude enseñarle nunca a hacer ganchillo. Tiene las manos muy torpes. Sin embargo, Annie, mi sobrina nieta, es muy hábil. También es muy lista. No tendrás problema con ella.

– Estoy segura de que es muy lista, pero es que yo no…

– Te pagaré diez dólares por clase -le informó muy satisfecha la señora Driscoll mientras Vanessa trataba de encontrar alguna excusa-. A ti siempre se te dieron bien los estudios. Eras lista y te portabas bien. Nunca me diste problemas como Brady. Ese niño fue un diablo desde el principio, pero no pude evitar sentir una gran simpatía por él. Me encargaré de que Annie esté aquí a las cuatro.

Con eso, la anciana siguió andando, cobijada por su enorme paraguas. Vanessa se quedó con la sensación de haber sido atropellada por una vieja pero potente apisonadora.

¿Cómo había conseguido que le diera clases de piano a su sobrina nieta? Suponía que del mismo modo en el que la señora Driscoll siempre conseguía que ella se presentara «voluntaria» para limpiar la pizarra después de clase.

Se pasó una mano por el húmedo cabello y se dirigió a la casa. Estaba vacía y silenciosa, pero ella ya había descartado la idea de meterse en la cama. Si iba a tener que darle clase a una niña, era mejor que se preparara para ello. Al menos, así mantendría la mente ocupada.

Se dirigió a la sala de música, con la esperanza de que su madre hubiera guardado algunos de sus antiguos libros de música. Abrió un cajón del aparador, pero éste contenía unas partituras que le parecieron a Vanessa demasiado avanzadas. Sin embargo, sus propios dedos se morían de ganas por tocar aquellas notas.

Encontró lo que estaba buscando en el último cajón. Allí estaban todos sus libros desde el primer hasta el sexto nivel. La nostalgia se apoderó de ella y tuvo que sentarse en el suelo para hojearlos.

Recordaba muy bien los primeros días de clase, los ejercicios, las primeras sencillas melodías. Sentía la misma emoción que había experimentado cuando supo que era capaz de convertir las notas escritas en música.

Habían pasado más de veinte años desde aquel día. Entonces, su padre era su profesor y, aunque había sido muy duro con ella. Vanessa se había mostrado dispuesta a aprender. ¡Se había sentido tan orgullosa la primera vez que él le dijo que lo había hecho bien! Aquellas sencillas y escasas palabras de alabanza la habían empujado a esforzarse más aún.

Cuando rebuscó una vez más en el cajón para tratar de encontrar más libros para Annie, halló un grueso álbum. Sabía que su madre lo había empezado hacía anos. Con una sonrisa, abrió la primera página.

Había fotografías de ella al piano. Verse con trenzas y calcetines blancos hasta la rodilla la hizo sonreír. Examinó las fotos de su primer recital. Allí estaban también sus primeros certificados y diplomas, recortes de periódico de cuando ganó la primera competición regional y la primera nacional.

Entonces, le sorprendió que los recortes de periódico no terminaran ahí. Había un artículo de The Times, publicado un año después de que ella se hubiera marchado de Hyattown. Una fotografía suya en Fort Worth, después de haber ganado el Van Cliburn.

En realidad, había docenas, cientos de recortes, fotografías, artículos de revistas, incluso muchos que ni siquiera había visto. Parecía que todo lo que había salido publicado sobre ella estaba contenido en aquel álbum.

Recordó las cartas que su madre le había enviado, el álbum que tenía sobre las piernas… ¿Qué podía pensar? ¿Qué debía sentir? La madre que ella creía que la había olvidado por completo le había escrito religiosamente, a pesar de no recibir nunca respuesta, y había seguido todos los pasos de su carrera, aunque nunca había formado parte de ella. Además, le había abierto la puerta a su hija sin hacer ninguna pregunta.

Sin embargo, nada de aquello explicaba por qué Loretta la había dejado marchar sin oponer resistencia. No lograba explicar los años que habían pasado…

«No tuve elección».

Recordó las palabras de su madre. ¿Qué habría querido decir con ellas? No había duda de que su infidelidad había destruido su matrimonio. El padre de Vanessa jamás la había perdonado. ¿Por qué había cortado también la relación de madre e hija?

Tenía que saberlo. Se levantó sin preocuparse de recoger los libros que tenía extendidos por la alfombra. Lo averiguaría aquel mismo día.

La lluvia había cesado y unos débiles rayos de sol luchaban por abrirse camino entre las nubes. A pesar de que estaba tan sólo a unas pocas manzanas de distancia, tomó el coche para ir a la tienda de antigüedades de su madre. En otras circunstancias, habría preferido realizar el paseo, pero no quería interrupción alguna de amigos o conocidos.

Aparcó enfrente de la tienda. Cuando abrió la puerta, tintineó una campanilla.

– Es más o menos de 1860 -oyó que decía su madre-. Es uno de los mejores conjuntos de muebles que tengo. Hice que lo restaurara un hombre que trabaja mucho para mí. Ya ve el magnífico trabajo que ha hecho con estos tiradores. El acabado es como si fuera cristal.

Vanessa escuchó el intercambio que se estaba produciendo desde el otro lado de la tienda. Aunque la molestó el hecho de encontrar a su madre con un cuente, la tienda resultó ser una revelación para ella.

No era una tienda de antigüedades repleta de objetos y llena de polvo. Unos exquisitos aparadores mostraban porcelana, estatuillas, elaborados frascos de perfume y esbeltas copas. El cristal brillaba. A pesar de que no había ni un sólo centímetro sin utilizar, resultaba muy acogedor.

– Va a quedar usted muy satisfecho con esos muebles -decía su madre mientras regresaba con el cliente a la parte frontal de la tienda-. Si cuando llegue a casa descubre que no le va bien, estaré más que dispuesta a recomprárselo. ¡Oh, Vanessa! -exclamó al ver a su hija. Entonces, tras un segundo de azoramiento, se volvió al joven ejecutivo que la acompañaba-. Ésta es mi hija Vanessa. Te presento al señor Peterson. Es del condado de Montgomery.

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