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– La señora Leary prepara los mejores pasteles del pueblo -comentó él. Estaba cortando unas gruesas porciones de pastel de chocolate.

– Veo que aún le sigue pagando con lo que prepara en su horno.

– Y te aseguro que vale su peso en oro -afirmó, tras sentarse frente a Vanessa-. Supongo que no tengo que decirte lo orgullosos que estamos todos de ti.

– No. Ojalá hubiera regresado mucho antes. Ni siquiera sabía que Joanie estaba casada. Ni lo de la niña… Lara es una niña preciosa.

– Y también es muy lista. Por supuesto, tal vez yo no sea del todo objetivo, pero no recuerdo un niño más listo y te aseguro que he visto muchos.

– Espero verla con frecuencia mientras esté aquí. A todos.

– Esperamos que te quedes mucho tiempo.

– No lo sé… -susurró, mientras observaba el té-. No lo he pensado.

– Tu madre no ha hablado de otra cosa desde hace semanas.

– Parece estar bien -comentó Vanessa tras tomar una cucharada de pastel.

– Lo está. Loretta es una mujer muy fuerte. Tiene que serlo.

Vanessa miró al doctor Tucker. Como el estómago empezó a dolerle de nuevo, habló con mucho cuidado.

– Sé que es la dueña de una tienda de antigüedades. Me resulta difícil imaginármela como empresaria.

– A ella también le resultó difícil, pero está haciéndolo muy bien. Sé que perdiste a tu padre hace unos meses.

– Murió de cáncer. Fue muy difícil para él.

– Y para ti.

– No había mucho que yo pudiera hacer… en realidad, él no me permitía hacer mucho. Básicamente, se negó a admitir que estaba enfermo. Odiaba las debilidades.

– Lo sé -dijo Tucker cubriéndole una mano con la suya-. Espero que hayas aprendido a ser más tolerante con ellos -añadió. No tuvo que explicar a qué se refería.

– Yo no odio a mi madre -suspiró Vanessa-. Simplemente no la conozco.

– Yo sí la conozco. Ha tenido una vida muy difícil, Van. Cualquier error que haya podido cometer, lo ha pagado más veces de lo que debería hacerlo una persona. Te quiere mucho. Siempre te ha querido.

– Entonces, ¿por qué me dejó marchar?

– Ésa es una pregunta que le tendrás que hacer a ella. Es tu madre la que te tiene que responder.

Con un suspiro, Vanessa se recostó en la butaca.

– Siempre venía a llorar encima de su hombro, doctor Tucker.

– Para eso están los hombros. Además, yo fui tan tonto como para creer que tenía dos hijas.

– Y las tenía -susurró ella. Parpadeó para hacer desaparecer las lágrimas y tomó un sorbo de té para tranquilizarse-. Doctor Tucker, ¿está usted enamorado de mi madre?

– Sí. ¿Te molesta?

– No debería.

– ¿Pero?

– Me resulta difícil aceptarlo. Siempre me he imaginado a la señora Tucker y a usted juntos. Era una de las constantes durante mi infancia. Mis padres, tan infelices como eran juntos desde que tengo memoria…

– Eran tus padres de todos modos. Otra pareja a la que siempre te imaginabas juntos.

– Sí. Sé que no es razonable. Ni siquiera se acerca a la realidad, pero…

– Debería serlo. Querida niña, hay muchas cosas en esta vida que son injustas. Yo pasé veintiocho años de mi vida con Emily y pensaba pasarme otros veintiocho. No pudo ser. Durante el tiempo que estuve con ella, la amé de todo corazón. Tuvimos suerte de convertirnos en personas que cada uno de nosotros pudiera amar. Cuando ella murió, yo creí que una parte de mi vida se había terminado. Tu madre era la mejor y más íntima amiga de Emily y así seguí viéndola durante varios años. Entonces, se convirtió en mi mejor y más íntima amiga. Creo que Emily se habría alegrado.

– Me hace sentirme como una niña.

– En lo que se refiere a los padres, uno siempre es un niño -comentó él. Entonces, miró el plato-. ¿Ya no te gustan los dulces?

– Sí, pero no tengo mucho apetito.

– No quería sonar como un viejo gruñón, pero he de decirte que estás demasiado delgada. Loretta mencionó que no comías ni dormías bien.

Vanessa levantó una ceja. No se había dado cuenta de que su madre se hubiera percatado.

– Supongo que estoy algo nerviosa. Los últimos dos años han sido muy ajetreados.

– ¿Cuándo fue la última vez que te hicieron un reconocimiento médico?

– Parece usted Brady -contestó ella, riendo-. Estoy bien, doctor Tucker. Las giras de conciertos hacen fuerte a una mujer. Sólo son nervios.

Tucker asintió, pero se prometió que estaría pendiente de ella.

– Espero que toques para mí muy pronto.

– Estoy domando el nuevo piano de mi madre. De hecho, debería volver a casa. Me he estado saltando las sesiones de práctica demasiado frecuentemente últimamente.

Justo cuando ella se levantaba, Brady entró por la puerta. Lo molestó verla allí. Además de estar todo el día metida en su pensamiento, Vanessa estaba también en aquella casa. Saludó con una breve inclinación de cabeza y miró al pastel.

– La cumplidora señora Leary -comentó, con una sonrisa-. ¿Me ibas a dejar algo, papá?

– Es mi paciente.

– Siempre se queda con lo mejor -le dijo Brady a Vanessa mientras tomaba con el dedo un poco de la crema de chocolate que ella tenía en su plato-. ¿Querías verme antes de que me marchara, papá?

– Quería que examinaras el expediente Crampton. He hecho algunas notas -respondió Ham, señalando una carpeta que había sobre la encimera.

– Gracias.

– Tengo algunas cosas de las que ocuparme -dijo Ham. Entonces, dio un beso a Vanessa y se levantó-. Vuelve pronto a verme.

– Lo haré.

– Tenemos una barbacoa dentro de dos semanas. Espero que vengas.

– No me la perdería por nada del mundo.

– Brady -le recomendó a su hijo mientras se marchaba-. Compórtate bien con esa chica.

Brady sonrió mientras la puerta se cerraba.

– Aún sigue pensando que voy a convencerte para que te vengas conmigo al asiento trasero de mi coche.

– Ya me convenciste una vez.

– Sí -susurró Brady. El recuerdo lo inquietaba-. ¿Es café lo que tomas?

– Té. Con limón.

Con un gruñido, Brady sacó la leche del frigorífico y se sirvió un enorme vaso.

– Me alegra que hayas venido a verlo. Te quiere mucho.

– El sentimiento es mutuo.

– ¿Te vas a comer ese pastel?

– No. En realidad yo… ya me marchaba -dijo, al tiempo que Brady tomaba asiento y empezaba a comerse el dulce.

– ¿A qué viene tanta prisa?

– No tengo prisa, pero… -contestó ella al tiempo que se levantaba.

– Siéntate.

– Veo que sigues teniendo un saludable apetito.

– Vida sana.

Vanessa sabía que debía marcharse, pero Brady parecía tan relajado y tan relajante a la vez… Él había dicho que fueran amigos. Tal vez pudieran serlo.

– ¿Dónde está el perro?

– Lo he dejado en casa. Mi padre lo sorprendió ayer comiéndose los tulipanes, así que no quiere que venga.

– ¿Ya no vives aquí?

– No. Yo… Me compré una parcela a las afueras. La casa se está levantando muy lentamente, pero ya tiene tejado.

– ¿Te estás construyendo tu propia casa?

– Yo no diría tanto. No me puedo escapar de aquí como para emplear demasiado tiempo, pero tengo un par de tipos trabajando. Ya te llevaré para que puedas echarle un vistazo.

– Tal vez.

– ¿Qué te parece ahora mismo? -le preguntó Brady, mientras se levantaba y colocaba los platos en el fregadero.

– Oh, bueno… En realidad tengo que regresar a casa…

– ¿Para qué?

– Para practicar.

– Ya practicarás más tarde.

Era un desafió. Los dos lo sabían y lo comprendían. Los dos estaban decididos a demostrar que podían estar en la compañía del otro sin despertar viejos anhelos.

– Muy bien, pero te seguiré en mi coche. Así no tendrás que volver a traerme.

– De acuerdo.

Brady la agarró por el brazo y la acompañó al exterior. Cuando Vanessa se marchó del pueblo, él tenía un Chevrolet de segunda mano. En aquellos momentos, conducía un todoterreno. Después de conducir durante varios kilómetros, cuando llegaron a una empinada colina, Vanessa comprendió el porqué. El camino estaba lleno de baches y la grava salía disparada de debajo de las ruedas. Tras tomar una pronunciada curva, se detuvo en seco detrás de Brady.

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