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El viento cesó como por encanto y los siete molinos quedaron inmóviles.

En gran manera sorprendido ante un fenómeno que no me parecía natural, díjele al hombre:

– ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Tienes los diablos en el cuerpo o eres tú el mismo diablo?

– Perdonadme, excelentísimo señor -me contestó-; hago un poco de viento para mi amo el molinero, y temiendo que los molinos trabajaran con demasiada fuerza, me he tapado una ventana de la nariz.

– ¡Pardiez! -exclamé para mí-. He aquí un precioso recurso. Este hombre te servirá a las mil maravillas, cuando de regreso a tu casa te falte aliento para referir las extraordinarias aventuras que has corrido en este viaje.

Muy pronto nos entendimos, y el famoso soplador abandonó los molinos y me siguió igualmente.

Tiempo era ya de llegar a El Cairo. Luego que hube desempeñado mi misión, según mis deseos, resolví deshacerme de mi séquito, ya inútil, salvo mis recientes adquisiciones, y volverme sólo con estas últimas, como caballero particular.

Como el tiempo era magnífico y el Nilo más admirable de lo que puede decirse, tuve el capricho de alquilar una barca y subir hasta Alejandría.

Todo fue a pedir de boca hasta mediado el tercer día.

Sin duda habéis oído hablar de las inundaciones anuales del Nilo. El tercer día, como acabo de deciros, comenzó el Nilo a crecer con extremada rapidez, y el día siguiente todo el campo estaba inundado en muchas millas de extensión. El quinto día, después de puesto el sol, se embarazó mi barca en algo que yo tomé por un cañaveral. Pero el día siguiente por la mañana nos encontramos rodeados de almendros cargados de fruto perfectamente maduro y excelente para comer. La sonda nos indicó sesenta pies de fondo; y no había medio de avanzar ni retroceder. A cosa de las ocho o las nueve, según pude juzgar por la altura del sol, sobrevino una ráfaga que volcó nuestra barca, y cargada de agua, la echó a pique inmediatamente.

Afortunadamente, ninguno de nosotros, que éramos ocho hombres y dos niños, pereció en el naufragio, agarrándonos a las ramas de los árboles, bastante fuertes para sostenernos, aunque no para soportar el peso de nuestra barca.

En esta situación permanecimos tres días, viviendo exclusivamente de almendras: no hay que decir que teníamos en abundancia con qué apagar la sed.

Veintitrés días después de este accidente, comenzó el agua a decrecer con la misma rapidez con que había crecido y el veintiséis pudimos poner el pie en tierra.

El primer objeto que se ofreció a nuestra vista fue nuestra barca, la cual yacía a unas cien toesas del sitio en que se hundiera. Después de haber secado al sol nuestros objetos, tomamos de las provisiones de la barca lo que nos era necesario, y nos pusimos en marcha para seguir nuestro camino.

Según los cálculos más exactos nos habíamos desviado de nuestra dirección más de cincuenta millas. Al cabo de siete días llegamos al río, que había entrado ya en su lecho, y contamos nuestra aventura a un bey, que proveyó a todas nuestras necesidades con la mayor solicitud, poniendo su propia barca a nuestra disposición.

Seis jornadas de viaje nos llevaron a Alejandría, donde nos embarcamos para Constantinopla. Allí fui recibido con los brazos abiertos por el Gran Señor, y tuve el gusto de ver el harén, adonde el mismo sultán me condujo, llevando su generosidad hasta el extremo de permitirme que eligiera todas las mujeres que quisiera, sin exceptuar sus propias favoritas.

No teniendo costumbre de vanagloriarme de mis aventuras amorosas, termino aquí mi narración, deseándoos a todos una buena noche.

CAPITULO XI

SEXTA AVENTURA POR MAR

Tras terminar la narración de su viaje a Egipto, se dispuso el barón a irse a acostar, precisamente en el momento en que la atención, ligeramente fatigada, de su auditorio, se despertaba a la palabra harén. Bien se hubiera querido tener pormenores de esta parte de sus aventuras, pero el barón fue inflexible.

Sin embargo, para satisfacer a la porfiada insistencia de sus amigos, consintió en referirles algunos rasgos de sus singulares criados, y continuó en estos términos:

Desde mi vuelta a Egipto, estaba yo en la mayor confianza con el Gran Turco, hasta el punto de que su Sublime Majestad no podía vivir sin mí, teniéndome todos los días convidado a comer y a cenar.

Debo confesar que el emperador de los turcos es, entre todos los potentados del mundo, el que se da mejor trato, a lo menos en cuanto a comer, pues en de beber, ya sabéis que Mahoma prohíbe el vino a los fieles.

No hay, pues, que esperar, cuando se come en casa de un turco, beber ni siquiera un trago del licor divino; pero por no practicarse a ojos vistas, no es menos frecuente en secreto lo de empinar el codo; pues mal que pese a Mahoma y al incomunicable Allah, más de un turco entiende tanto como un prelado alemán en esto de destripar botellas. En este número podía contarse al sultán.

A estas comidas, a que asistía ordinariamente el capellán mayor de palacio, esto es, el rnuftí in partem salutarii, que recitaba el Benedicite y las gracias al principio y al fin de la comida, no se veía en la mesa ni una gota de vino; pero cuando nos levantábamos de la mesa, ya esperaba al sultán un buen frasco de lo mejor en su gabinete privado.

Una vez tuvo el Gran Señor la dignación de hacerme una seña para que lo siguiera; y dándome yo por entendido, seguí sin demora sus huellas.

Luego que estuvimos a puerta cerrada, sacó de un armario una botella y me dijo:

– Münchhausen, sé que vosotros los cristianos sois muy competentes en vinos: he aquí una botella de tokay, única que poseo; pero estoy seguro de que en tu vida has probado cosa mejor ni parecida.

Y en diciendo esto, llenó su vaso y el mío y los apuramos.

– ¿Qué tal, amigo mío? -me preguntó sonriendo-. Es superfino ¿eh?

– Es bueno -le contesté-, pero con permiso de vuestra Sublime Majestad, que he bebido vinos mejores que ése en Viena, a la mesa del augusto emperador Carlos VI. ¡Oh! ¡Si vuestra Majestad probara aquellos vinos!…

– Mi querido Münchhausen -replicó el sultán-, no quiero desmentirte; pero no creo posible encontrar ya mejor tokay; me regaló esta única botella, como cosa inestimable, un señor húngaro que lo entendía.

– Se vanaglorió el tal húngaro, señor. Así como así, no fue tampoco muy generoso.

– Esto último sí es verdad; pero…

– Y lo otro también. ¿Qué apostáis a que dentro de una hora os procuro yo una botella de tokay auténtico de la bodega imperial de Viena y con otra figura muy diferente de ésta?

– Creo que deliras, Münchhausen

– Nada de eso, señor. Dentro de una hora os traeré una botella de tokay, de la bodega del emperador de Austria, y con otro número diferente.

– ¡Ah! ¡Münchhausen! Sin duda quieres chancearte de mí, y esto me desagrada. Siempre te he tenido por hombre serio y veraz, pero ahora estoy por creer que me he engañado.

– Enhorabuena, señor. Aceptad la apuesta y entonces veremos. Si no cumplo mi promesa, y bien sabéis que soy enemigo jurado de los habladores, ordenad sin contemplación ninguna que me corten la cabeza. Y mi cabeza, señor, no es una calabaza.

– Acepto, pues, la apuesta -dijo el sultán-. Si al punto de las cuatro no está aquí la botella que me has prometido, mandaré que te corten la cabeza sin misericordia, porque no gusto de dejarme burlar ni aun por mis mejores amigos. Al contrario, si cumples tu promesa, podrás tomar de mi imperial tesoro todo el oro, plata y piedras

– Eso es hablar en plata.

– Y en oro y pedrería.

Pedí recado de escribir y dirigí a la emperatriz María Teresa la carta siguiente:

«Vuestra majestad tiene, sin duda, como heredera universal del imperio, la bodega de su ilustre padre. Me tomo la libertad de suplicaros tengáis la bondad de entregar al portador de ésta una botella de aquel tokay de que tantas veces bebí con vuestro augusto padre. Pero que sea del mejor, porque se trata de una apuesta en que expongo la cabeza.

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