– Me lo callaré. Además, hoy en día ¿qué son las distancias? ¿Ni el tiempo?
– ¡Cierto! Bueno, mamá, adiós. Ya puedes estar segura de que te veré antes de que nos vayamos, ¡si es que vamos!
Se asieron de las manos y ella se aferró un momento a las de su hija.
– Y de ser, ¿cuándo sería?
– Pensamos que a fin de mes, a tiempo para pasar la Navidad en el nuevo sitio.
Su hija se había ido y de nuevo estaba sola. ¿Navidad? Significaba que la casa estaría vacía. La esposa de Tony quería que los niños tuvieran una Navidad en su propio hogar. La muerte de Arnold suponía un cambio tras otro en su vida. La casa seguía como si todo fuera igual. Pero en ella todo había cambiado. Así que después de todo había sido la casa de él. Por lo menos, sin él, todas las costumbres y hábitos perdían significado. Si seguía viviendo en aquella casa viviría en una melancolía creciente que al final le ahogaría. Descolgó el teléfono.
– ¿Inmobiliaria Wilton? ¿Si? ¿Puedo hablar con el señor Robert Wilton hijo? ¿Unos minutos? De acuerdo. Esperaré…
Esperó hasta que oyó una animada voz.
– ¡Sí, señora Chardman! ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Desea vender su casa? Le conseguiría una buena venta…
– ¡Todavía no, gracias! Al contrario, quiero comprar.
– ¡Vaya! ¿Piensa cambiar de sitio?
– Quiero ser propietaria de un terreno. Quizá levante algún tipo de vivienda sólo para mí. Está junto al mar…
– Se comprende, se comprende muy bien… junto al mar. Ya me parece recordar que siempre lo había querido… pero no creo que al señor Chardman la idea… de todas formas, ahora no hay razón por la que no pueda usted tener lo que quiere.
– Ninguna.
– ¿Dónde está el terreno?
– En Nueva Jersey, cerca de una ciudad, pero no en ella. Forma parte de una gran propiedad, creo, en un acantilado con un bosquecillo. Se pasa junto a varias de esas grandes y antiguas mansiones…
Le dio la dirección exacta, mientras le oía respirar fuerte al tiempo que tomaba notas.
– ¿Qué precio había pensado, señora Chardman?
– Sólo… lo quiero, eso es todo.
– ¡Entonces supongo que tiene que conseguirlo! -rió el hombre-.¿Por qué no?
– ¿Por qué no? -concedió de nuevo.
Los leves copos de la nevada matinal volaban en el aire. El cielo era gris, un gris de noviembre, cuando aquella mañana abrió la pesada puerta delantera. Incluso la puerta le pareció más pesada que de costumbre y más de una vez se había quejado a Arnold por aquella puerta que se sujetaba con enormes goznes de latón. Weston se la sujetó un momento.
– Me alegro, señora, que haya decidido dejarse conducir. Parece como si fuera a caer una auténtica nevada… con este silencio y demás.
– Por favor, diga a Agnes que cuando limpie mi despacho no toque los papeles que hay sobre el escritorio.
– Sí, señora.
– Me pararé a comer en algún sitio, pero vendré para la cena.
– ¿Sola, señora?
Vaciló.
– Creo que esta noche invitaré a cenar a la señorita Darwent.
Acudió al teléfono del vestíbulo y marcó el número.
– ¿Amelia? Si, Edith. Tengo algo que hacer en Jersey, pero volveré para cenar. ¿Quieres cenar conmigo?
A las ocho… así tendré mucho tiempo. Oh, muy bien… Colgó y se volvió a Weston, que esperaba paciente.
– Vendrá y le gusta la langosta fresca, ¡recuérdelo!
– Si, señora.
Salió y la pesada puerta se cerró a su espalda. La avenida que llevaba a la casa formaba un círculo y desde la ventanilla del auto, a través de la nieve que flotaba, vio por un instante la impresionante casa de piedra gris parecida a un castillo alemán de algún barón en medio de oscuras y altas coníferas. Tenía que conseguir escapar del castillo como fuera, pero no sabía de qué lado quedaba la salida. ¿Y por qué depositaba su fe en una casa? El terreno estaba sin embargo a punto de convertirse en suyo, el emplazamiento, el lugar, la vista sobre el océano, el acantilado, los pequeños peldaños semicirculares que llevaban a la playa. El señor Wilton lo había conseguido. La propiedad completa estaba en manos de unos herederos deseosos de vender por lo que, al enterarse, ella había ofrecido comprarles el triple de terreno de lo que al principio pensara. Y ahora se veía dueña de sesenta acres, mucho más de lo que necesitaba, pero así tenía espacio y vistas más amplias. Lo dejaría en estado silvestre. No habría jardines formales, recortes ni podas.
La mañana transcurría en silencio. El conductor manejaba el coche de prisa y con suavidad. Arnold le había hecho ir siempre a una velocidad moderada, pero ella había aumentado el límite en los últimos meses y, sin dar muestras de protesta o sorpresa, él había aceptado el cambio como si comprendiera por qué deseaba ella ir ahora más de prisa. Edith no sabía cuáles eran los pensamientos de su chofer, un hombre silencioso, todavía joven, quizá de unos cuarenta años. Nada sabía de él y jamás se le había ocurrido preguntarle. Pero ahora, encerrada por la nieve, sintió que el silencio se volvía opresivo y lo quebró.
– William, ¿está usted casado… hijos, y demás?
– No, señora, vivo con mi anciana madre.
– ¿Anciana, qué edad tiene?
– Sesenta y tres años, señora.
– ¿En Filadelfia?
– Ahora sí, señora. Solíamos vivir en Nueva Jersey. Mi madre era ama de llaves de una de las grandes mansiones. Por eso sé adónde ir, señora; me crié por allí.
– Oh, ¿conoció usted a los Medhurst?
– Si, señora. Allí era donde trabajaba mi madre.
– ¡Qué curioso! Yo he comprado parte de la tierra de los Medhurst.
– Así he oído, señora.
Sorprendida, guardó silencio. Nada en su vida podía ser privado, suponía, pues Arnold había sido bien conocido en los círculos financieros. Pero ¿qué podía importarle? Ella misma era hija de un hombre famoso, viuda de otro hombre próspero. No necesitaba secretos y no tendría ninguno, decidió con firmeza. No tener secretos era ser verdaderamente libre. Y así, con deseos de libertad, llegó a su destino, donde encontró al señor Wilton que la esperaba en su vehículo. Al punto acudió donde ella.
– He traído todos los papeles necesarios para la firma, señora Chardman. Creo que todo está en orden, siempre y cuando usted se sienta satisfecha.
– Déjeme contemplar la vista para ver si es como la recordaba.
Por el momento había cesado de nevar, así que se dirigió al borde del acantilado a mirar el gris oleaje. No había viento que rizara las olas en blanca espuma, pero abajo la rompiente resonaba en las rocas que rodeaban la playita. También el chofer acudió a su lado.
– Yo solía correr escalera abajo de crío, señora, por la mañana muy temprano, antes de que la familia se levantara…, todos menos el señorito Robert, Bob, como le llamaban. No era mucho mayor que yo. Cuando baja la marea se pueden coger muchos cangrejos.
– Los escalones no parecen muy seguros ahora -observó ella.
– No, señora. Pero yo podría fijarlos muy fácil. Tengo buena mano para cosas así.
– Quizá le pida que lo haga.
– Sí, señora.
Cuando ella no dijo una palabra más, el hombre se apartó y Edith siguió mirando al mar. Tanto si construía la casa como si no, el terreno ya era suyo. La casa podría o no existir, pero sus pies se apoyaban firmes en su propia tierra. Volvía a nevar. Sintió los fríos copos en su cara, como el roce de las yemas de unos dedos helados y se volvió al señor Wilton.
– Estoy dispuesta a firmar los papeles.
¿Qué pasó con la casa que ibas a levantar? -le preguntaba Amelia durante la cena.
Había estado absorta en la langosta y hasta aquel momento no había hecho preguntas. La verdad es que no había habido tiempo, pues Edith había llegado tarde. La nieve se había convertido en una pequeña tormenta, así que cuando Weston le abrió la puerta le anunció al punto que la señorita Darwent ya había llegado y que la esperaba en la biblioteca, pues la salita estaba demasiado fría, ya que el viento del Norte soplaba en aquel lado de la casa.