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Inclinándose, la besó en la boca, muy de prisa, muy levemente, de forma que ella no pudo apartarse ni volver la cabeza para evitarle. En un momento él se había ido.

…Detrás quedó su efecto. Su ausencia se hacia notar con tanta fuerza que se había convertido en presencia. El silencio de la casa, su voz firme que ya no se oía, su inquietud, siempre moviendo una silla, levantándose a mirar por la ventana, a tocar el piano durante cinco minutos, sacando un libro de la biblioteca para echarle un vistazo mientras hablaba y volverlo a meter sin comentarlo, mientras discutía de otra cosa… la infinita inquietud de la mente que invadía el cuerpo, toda su personalidad dominante, brillante, exigente que llenaba la casa, y de pronto ya no estaba allí y su ausencia era sólo una afirmación de sí mismo.

Cuando se hubo ido, Edith se sentó, temblándole aún los labios por el beso, y luego se levantó con brusquedad, negándose a reconocer la marea de anhelo físico en su cuerpo. ¡Reconocer su significado! En su vida con Arnold no había habido gran excitación personal, pero si satisfacción sexual. No le había resultado desagradable y él siempre se le había acercado con la comprensión de un hombre maduro por la necesidad de una esposa. Había sido considerado, apreciativo, y ella creía haber sido lo mismo hacia él. Desde luego no había pensado en buscarse una aventura extramatrimonial, como tantas otras, no sólo por reparo moral, sino porque no la necesitaba. Pero ahora tenía que hacer frente al hecho de que echaba de menos la regularidad de su vida un tanto plácida con Arnold que quizá la estimulación de las caricias de Edwin sus deseos naturales despiertos durante mucho tiempo y habitualmente satisfechos, le imponían sus exigencias.

No tenía por qué sentir vergüenza, ni siquiera reparo, pues la situación era de lo más común, se decía, cuando una mujer perdía a su marido o a un amante. Sencillamente, tenía que enfrentarse a la vida como era ahora y elegir. Y había elegido vivir sola y explorar su libertad. Por ello tenía que alejar la mente, la imaginación, de Jared en tanto que macho. Así de franca tenía que ser, para considerarle sólo como a un ser humano, un amigo, nada más. Así se reconvenía. Nada de pensar en lo guapo que era, se repetía con firmeza; tenía que pensar en cambio en su inteligencia, sus intereses, su carrera, todos los demás aspectos de su fuerte personalidad. No había razón por la que no pudiera disfrutar con ello, libre, en vez de permitir que una emoción se apoderara de ella.

Me prepararé para ser amiga suya, se decía, y al recordar la admiración del joven hacia su padre, se puso a recordar los tiempos en que fuera hija de su padre, la única de la casa que comprendía de lo que hablaba cuando mencionaba su trabajo con rayos cósmicos, la única que quería comprender. Y había querido comprenderle porque le quería y sabía que, pese a ser un científico de éxito y famoso en todo el mundo, se sentía solo en su propia casa.

– Tu madre es una mujer encantadora -solía decirle-, y yo no he sido muy buen marido, pensando siempre en otras cosas cuando me habla. No es de extrañar que se impaciente conmigo. No se lo reprocho lo más mínimo.

Ella sólo le había respondido con silencio, luego le había rodeado con sus brazos; y con Arnold había demostrado una paciencia infinita cuando deseaba hablarle, aunque su trabajo de abogado era aburridamente monótono, le parecía; pero si se impacientaba, cosa que le sucedía a menudo, no tenía sino acordarse de su solitario padre y también de su madre, impaciente y solitaria asimismo, que llenaba sus días con detalles domésticos. Así su impaciencia desaparecía. Si, su padre se había sentido solitario como sólo los científicos pueden sentirse, trabajando como lo hacen en las vastas empresas del Universo.

De pronto se le ocurrió que también Jared tenía que sentirse solo, aunque era joven, pero tanto más brillante que sus compañeros y viviendo solo con un viejo tío. Ella bien podía rellenar aquella soledad, sin hacerlo con una relación amorosa, que era lo último que deseaba. Una vez durante su matrimonio se había sentido fuertemente atraída por un atractivo hombre de su edad. Habían sido unos días muy amargos y odiaba hasta el recuerdo de aquello, pues la atracción había sido meramente física, cosa de la que se alegraba, pues de haber sido capaz de respetar al hombre no habría podido resistirle. Le había resistido, pero recordaba, y siempre lo haría, el aterrador poder de sus propios impulsos que la empujaban a someterse, hasta que el impulso, resistido, se había convertido en un dolor real y tan intolerable que le había suplicado a Arnold que se la llevara a Europa aquel verano. Nunca supo si él había sabido la razón de que tanto le importunara y no quería saberlo ni aun ahora. Su marido había escuchado sus ruegos y nunca le había preguntado por qué lloraba mientras hablaba, ni ella había podido explicárselo.

– Pues claro, querida -le había dicho-. También a mí me gustaría tomarme unas vacaciones. Vamos… estás muy nerviosa… ya me he dado cuenta últimamente. Trabajas demasiado… demasiadas caridades y los niños, que están en mala edad. No me gusta nada la forma en que Millicent te contesta cuando le hablas.

¡Millicent! Su hija, ahora una reposada esposa y madre, ¿se habría dado cuenta de por qué su madre se había mostrado tan impaciente y abstraída aquellos días? Quizá les hubiera visto juntos a su madre y al hombre, bello hasta la extravagancia, con ojos azules y pelo oscuro plateado en las sienes… Millicent, que era por entonces una adolescente delgada, agresiva, muy bonita, celosa de su madre y criticona del afecto de su padre…

Alejó sus recuerdos y pensó en Jared de otra forma. Aprendería a conocerle por dentro, sus pensamientos, para así poder aliviar en cierto modo su soledad y también la propia.

– …Pero si tienes un aspecto estupendo -exclamó su hija.

– ¿Acaso no deberla?

Se dijo que era Millicent la que no tenía buena facha. La joven se había dejado engordar y el pelo, oscuro como el de Arnold, parecía sin cepillar, incluso sucio. Iba vestida con un traje azul apagado que necesitaba un planchazo.

– Pero es que estás rejuvenecida -insistió Millicent en tono tan acusador que su madre se echó a reír.

– ¿Acaso es un pecado?

Estaban en la sala de arriba, donde Millicent le había encontrado quince minutos antes. Pero su hija tenía por costumbre dejar pasar meses sin mandar noticias y un buen día aparecer sin aviso.

– No -concedió de mala gana-. No es eso. Miró los papeles que había en la mesa ante la que se sentaba su madre, inclinándose y estirando el cuello.

– ¿Qué dibujas?

– Planos para una casa imaginaria.

– Casa… para eso he venido. El verte tan radiante me había hecho olvidar. Tom quiere pasar una semana en Vermont para cazar venado y yo pensaba que si nos prestaras la casa podría acompañarle con los niños.

– Pues claro. -De pronto, movida por un inexplicable impulso, le dijo-: Mira, si quieres te la regalo.

– ¿Por qué?

– No lo sé con exactitud… -titubeó- sólo que allí me siento más sola.

– Te comprendo. Nadie puede ocupar el puesto de papá en este mundo.

– No. Ni yo tampoco lo querría.

– Pues claro que no.

Se cruzaron sus miradas, la de ella sonriente, un tanto triste; la de Millicent casi de curiosidad. Luego su hija se le acercó para besarle en la mejilla.

– No puedo quedarme más, mamá.

– Necesitas un traje nuevo -le dijo su madre con dulzura.

– ¿Tú crees? ¡Bueno, pues tendré que esperar! Tom está pensando en buscar un nuevo empleo. Pero tendríamos que irnos a San Francisco.

– Oh… ¿tan lejos?

– Está lejos, pero ¿qué puedo hacer?

– Ir con él, por supuesto, ¿qué otra cosa? Pero ¿cuándo?

– Esa es la cuestión. Tom me había dicho que no te lo dijera hasta estar seguro. Pero se me ha escapado.

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