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Amaneció sin que el teléfono sonara. Cuando la luz de la mañana empezó a filtrarse por las cortinas. Bird seguía sumergido en una tina de alquitrán de angustia, sin dormir, sudando. Y en sus oídos sonaba y sonaba un teléfono inexistente.

En silencio, Bird y el doctor miraron a través del cristal como si examinaran un pulpo en el estanque de un acuario.

Habían trasladado al bebé a una cama normal. Nada indicaba que se tomaran precauciones especiales debido a su anormalidad. Rojo brillante como un langostino hervido, a Bird no le pareció una criatura debilitada y al borde de la muerte. Incluso había aumentado de tamaño. Y la protuberancia de la cabeza parecía haber crecido también. El bebé intentaba tocarse el bulto infructuosamente y mantenía los ojos cerrados con fuerza.

– ¿Cree usted que la protuberancia le da comezón?

– ¿Cómo? -preguntó el doctor, pero enseguida comprendió-. En realidad, no lo sé. La piel del lado inferior de la protuberancia está muy inflamada. Quizá le dé comezón, sí. Le hemos inyectado antibióticos. Con todo, es probable que la protuberancia se abra muy pronto. En ese caso, el bebé tendrá dificultades respiratorias.

Bird observó al médico y se contuvo. Quería verificar si el doctor recordaba que él, el padre, deseaba la muerte del bebé. Tragó saliva.

– La crisis debería producirse entre hoy y mañana -dijo el doctor.

Bird contempló al bebé: se frotaba la cabeza con sus manos grandes y rojas por encima de las orejas. Eran orejas idénticas a las de Bird, pegadas a la cabeza.

– Agradezco su colaboración -susurró Bird, como si temiese que el bebé lo oyera.

Después saludó al doctor con una inclinación y, con las mejillas ardiendo, se marchó de la sala a toda prisa.

En cuanto estuvo fuera, Bird lamentó no haberle reiterado su deseo al doctor. Mientras avanzaba por el corredor se puso las manos detrás de las orejas y comenzó a frotarse la cabeza. Poco a poco fue inclinándose hacia atrás, como si llevara un gran peso sujeto a la cabeza. Momentos más tarde, se detuvo en seco. Estaba imitando los gestos del bebé. Miró a su alrededor con nerviosismo. En una esquina del corredor, de pie ante un surtidor de agua, dos mujeres embarazadas le observaban con caras inexpresivas. Bird sintió náuseas. Giró hacia el ala principal y echó a correr frenéticamente.

El amigo de Bird le vio conducir con lentitud, buscando sitio donde aparcar, y salió del restaurante a su encuentro. Cuando Bird logró aparcar, miró el reloj. Media hora de retraso. La cara de su amigo mostraba signos de aburrimiento e impaciencia, como si estuviera cubierta de moho.

– El coche es de una amiga -dijo Bird para justificar el MG-. Lamento llegar tarde. ¿Ya están todos aquí?

– Sólo nosotros. Los demás fueron a una concentración en Hibiya Park contra la reanudación soviética de las pruebas nucleares.

– Comprendo -dijo Bird.

Recordaba que durante el desayuno Himiko había leído algo en el periódico sobre la nueva bomba soviética. A Bird le importaba poco: en ese momento su única preocupación era el bebé monstruo. Está muy bien que ellos participen en el destino del mundo con sus concentraciones de protesta, pueden hacerlo mientras no les caiga encima un bebé con dos cabezas, pensó.

– Nadie quiere mezclarse en el asunto Delchef, por eso se han ido al parque.

Su amigo le observó como desaprobando que a Bird no le importara la ausencia de los demás.

– ¡Ninguno de los que protestan en Hibiya Park tendrá problemas personales con Jruschov! -dijo irritado.

Bird pensó en cada uno de los miembros del grupo de estudio. No cabía duda de que si se veían involucrados en el caso Delchef tendrían problemas. Varios trabajaban en importantes empresas dedicadas al comercio exterior, otros en el Ministerio de Asuntos Exteriores, o eran profesores auxiliares en la universidad. En caso de que los periódicos montaran un escándalo con el asunto Delchef, se verían en aprietos en sus respectivos trabajos. Ninguno de ellos era tan libre como Bird, profesor de una mediocre academia y con un pie en la calle.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Bird.

– Nada. Creo que tendremos que denegar la solicitud de ayuda que ha hecho la legación.

~¿Tú tampoco quieres verte involucrado en el asunto? -preguntó Bird sin otro interés que la curiosidad.

Los ojos de su amigo se encendieron y miró a Bird con evidente enfado. Bird comprendió que su amigo había esperado que él estuviera de acuerdo en denegar la solicitud de ayuda.

– Míralo desde el punto de vista del señor Delchef -intentó explicarse Bird-. Tal vez su última oportunidad es dejarse persuadir por nosotros. ¿No han dicho los de la legación que recurrirían a la policía si nuestro intento fracasaba? Siendo así, no me parece correcto rehusarnos a colaborar.

– Si Delchef aceptara nuestros planteamientos, ¡fantástico! Pero en caso contrario, si estalla un escándalo, nos veríamos metidos en un incidente internacional.

Sin mirar a Bird a la cara, su amigo habló con la mirada puesta en el vientre de oveja destripado que constituía el asiento del conductor del MG.

Era evidente que su amigo intentaba convencerle. Pero palabras tan imponentes como «escándalo» o «incidente internacional» no le impresionaban en absoluto. El incidente doméstico en que estaba hasta el cuello sobrepasaba con creces a cualquier otro. Bird no temía a ninguna de las trampas que, al parecer, rodeaban al señor Delchef. Por primera vez comprendió que el agigantamiento de su vida cotidiana y los problemas más inmediatos le permitía una amplitud mental y de comportamiento mucho más generosa que a los demás. Lo irónico de todo el asunto incluso le resultó divertido.

– Si el grupo de estudio rechaza la solicitud de ayuda, me gustaría ver al señor Delchef por mi cuenta y riesgo. Soy su amigo, y si el asunto saliera a luz y me viese involucrado en un escándalo, no me importaría demasiado.

Bird buscaba algo que lo mantuviera ocupado hoy y mañana, el nuevo plazo de espera dictaminado por el doctor. Además, era verdad que tenía deseos de conocer la nueva vida de Delchef.

Su amigo recobró el ánimo enseguida.

– Si lo quieres, adelante. No se me ocurre nada mejor -dijo con entusiasmo febril-. A decir verdad, esperaba esto de ti. Los demás se acobardaron nada más oír hablar de Delchef, pero tú manifestaste una actitud tan sosegada e imparcial que, de verdad, me provocaste admiración y respeto.

Bird sonrió. De momento, en todo lo ajeno al bebé se sentía con una infinita capacidad sosegada e imparcial. Pero ello no alcanzaba para que los habitantes de Tokio que no llevaban al cuello las cadenas de un bebé monstruo lo miraran con envidia, pensó Bird.

– Te invito a comer -propuso su amigo, entusiasmado-. Primero tomaremos una cerveza. Venga, hombre.

Bird asintió y regresaron juntos al restaurante. Cuando ya estaban sentados a la mesa y habían pedido cerveza, el alborozado amigo de Bird dijo:

– Esa costumbre de frotarte las orejas, ¿la tenías ya en nuestra etapa universitaria?

Mientras avanzaba por un callejón estrecho y semejante a una grieta, que se abría entre un restaurante coreano y un bar, Bird se preguntaba si ese laberinto tendría una salida secreta. Según el mapa que le dibujara su amigo, acababa de entrar en un callejón sin salida y en forma de estómago, un estómago con el duodeno obstruido. ¿Cómo un hombre que vivía una vida de fugitivo podía enclaustrarse en un sitio tan cerrado sin sentir una angustia insoportable? ¿Tan acosado se sentiría Delchef como para elegir aquel horroroso lugar? Probablemente ya no estaría oculto en ese callejón. Bird llegó a la última casa y se detuvo a la entrada de lo que podría haber sido un sendero secreto que llevase a una fortaleza en la montaña. Se secó el sudor de la cara, cerró los ojos y se frotó tras las orejas. De pronto escuchó el grito desquiciado de una muchacha.

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