En ese momento, un joven de aspecto listo que estaba sentado en medio del aula se puso en pie y dijo pausadamente:
– ¡Basta ya!, ¿quieres?… ¡Deja de quejarte!
El ambiente duro y espinoso que crecía en toda la clase desapareció al instante, como si hubiera sido un espejismo. En su lugar cobró vida una excitación divertida, y los alumnos hablaron a viva voz y soltaron carcajadas. Era el momento oportuno. Bird puso el libro sobre la caja de tizas y se dirigió hacia la puerta. Cuando salía, volvió a escuchar gritos y se dio la vuelta: el alumno de la arenga estaba a cuatro patas en el suelo, en idéntica posición a la de Bird vomitando, y olisqueaba el charco de vómito.
– ¡Apesta a alcohol! -gritó el muchacho-. ¡Es una resaca! ¡Hijoputa! ¡Apelaré al director y te denunciaré para que te echen de una patada en el culo!
¿Una denuncia?, se preguntó Bird, y de pronto comprendió: ¡Ah! ¡Una denuncia! El joven apaciguador se puso en pie nuevamente.
– ¡Oye, tú, no pensarás comértelo! -dijo con un tono de voz que provocó una carcajada general.
A salvo de su acusador, Bird bajó por la escalera de caracol. Quizá Himiko tenía razón
y efectivamente existía un grupo de jóvenes dispuestos a acudir en su ayuda en cuanto se metiera en líos o problemas. Durante los minutos que tardó en descender los escalones, aunque de vez en cuando frunciera el entrecejo ante la acidez que sentía en la boca y la garganta, durante esos escasos minutos, Bird se sintió feliz.
CAPITULO VI
Bird se detuvo, indeciso, en el cruce de corredores que conducían a los diversos servicios del hospital. Un paciente joven que avanzaba en silla de ruedas le obligó a hacerse a un lado con una mirada poco amistosa; donde se suponía que debían estar sus pies llevaba una radio anticuada de gran tamaño. Bird se pegó a la pared, desconcertado. El paciente volvió a mirarlo con hostilidad, como si Bird simbolizara a todos los que llevaban su cuerpo sobre dos pies, y luego avanzó por el corredor a toda velocidad. Bird lo vio alejarse y suspiró. Si su bebé todavía estaba vivo, debía ir inmediatamente a la unidad de cuidados intensivos, en caso contrario tendría que dirigirse a las oficinas de pediatría y hacer los arreglos necesarios para la autopsia y la cremación. Tenia que decidir. Comenzó a caminar hacia las oficinas: había apostado por la muerte del bebé, y lo tuvo presente. En este momento, él era el gran enemigo de su bebé, el primer enemigo que tenía en la vida, el peor. Si la vida fuera eterna y existiera un dios que juzgase, pensó, le declararían culpable. Pero ahora su culpabilidad, al igual que la pena que había sentido en la ambulancia cuando comparó al bebé con Apollinaire, tenía el sabor de la miel.
Apresuró el paso, como si fuera a reunirse con una amante. Buscaba una voz que le anunciara la muerte del bebé, para luego hacer los trámites necesarios (la autopsia sería sencilla porque el hospital cooperaría en las formalidades; la cremación resultaría más problemática). Hoy rezaré sólo yo por el alma del bebé; mañana informaré a mi esposa. El bebé ha muerto de una herida en la cabeza y ahora se ha convertido en un lazo de carne entre nosotros…, le diré algo así. Nos las arreglaremos para que nuestra vida familiar se normalice. Y entonces, una vez más, las mismas insatisfacciones, los mismos deseos postergados, África tan lejos como siempre…
A través de la ventanilla de recepción, Bird le explicó el caso a una enfermera.
– ¡Ah, sí! Usted quiere ver al bebé de la hernia cerebral -dijo ella alegremente. Era una mujer de mediana edad. Alrededor de los labios le crecían algunos pelos oscuros-. Vaya directamente a la unidad de cuidados intensivos. ¿Sabe dónde está?
– Sí, pero… -respondió Bird con voz ronca y débil-. El bebé… ¿no ha muerto?
– Desde luego que no. Se alimenta bien y tiene brazos y piernas sanos y fuertes. ¡Enhorabuena!
– Pero… la hernia cerebral…
– Sí, tiene una hernia cerebral. -La enfermera le sonrió-. ¿Es su primer hijo?
Bird asintió con la cabeza y se dirigió a toda prisa hacia la unidad de cuidados intensivos. De modo que había perdido la apuesta. ¿Cuánto tendría que pagar? En un recodo del corredor volvió a encontrarse con el paciente de la silla de ruedas, pero esta vez siguió adelante con decisión y el inválido tuvo que apartarse de su camino. Bird ni siquiera se percató de sus padecimientos y frustraciones por no tener pies. Bird estaba tan vacío por dentro como un depósito sin mercancías. En lo más profundo de su cabeza y su estómago, la resaca seguía entonando una canción venenosa. Avanzando irregularmente, Bird continuó por el corredor a toda prisa. El pasillo que enlazaba las distintas salas internas se elevaba como un puente colgante, lo cual acrecentó la sensación de desequilibrio en Bird. Y el corredor que atravesaba las salas parecía una alcantarilla oscura que se prolongaba hacia una luz débil y distante. Con el rostro ceniciento, Bird aceleró el paso hasta casi correr.
La puerta de la unidad de cuidados intensivos, como la entrada a una cámara frigorífica, estaba recubierta por placas metálicas. Bird susurró su nombre a una enfermera, como si estuviera diciendo algo vergonzoso. Otra vez se sentía incómodo por tener un cuerpo, al igual que cuando se había enterado de que el bebé era anormal. La enfermera lo condujo al interior de la sala. Mientras ella cerraba la puerta, Bird se miró en un espejo y su cara desencajada le pareció la de un maníaco sexual. Asqueado repentinamente, apartó la mirada, pero el rostro ya le había quedado grabado en la mente. Tuvo el presentimiento de que a partir de entonces sufriría mucho cada vez que recordara ese rostro.
– ¿Sabe cuál es el suyo?
De pie junto a Bird, la enfermera le hablaba como si él fuera el padre del bebé más sano y hermoso de todo el hospital. Pero no sonreía, ni siquiera tenía aspecto compasivo. Bird pensó que esa pregunta constituía el interrogatorio habitual en la unidad de cuidados intensivos. Y advirtió que el resto de enfermeras y doctores que se hallaban en la sala habían interrumpido sus quehaceres y le miraban silenciosos y expectantes.
Bird recorrió con la mirada la habitación de los bebés, al otro lado del enorme cristal. La presencia de las demás personas en la sala desapareció de su conciencia. Como un puma que recorre la planicie con ojos secos y feroces en busca de una presa débil, Bird observó a cada uno de los bebés. La sala estaba iluminada chillonamente: ya estaban en verano, en el vientre del verano. Había veinte cunas y cinco incubadoras. Los bebés que estaban en estas últimas sólo se veían como formas desdibujadas envueltas en niebla. Los que estaban en las cunas parecían demasiado desnudos. El veneno de la luz fulgurante los había marchitado a todos. Parecían un rebaño del ganado más dócil del mundo. Algunos apenas movían los brazos y las piernas, pero incluso en ellos los pañales y las batas de algodón parecían tan pesados como trajes de buzo. Todos daban la impresión de personas encadenadas. Algunos tenían las muñecas atadas a la cuna o los tobillos sujetos con tiras de gasa, y de esa manera presentaban un aspecto más nítido de prisioneros débiles y diminutos. Los bebés guardaban un silencio uniforme. Bird se preguntó si el cristal apagaría sus voces. Pero no, como tortugas afligidas y sin apetito, todos mantenían la boca cerrada. La mirada de Bird buscaba. Ya no recordaba la cara de su hijo, pero la cabeza tenía una marca inconfundible. ¿Cómo había dicho el director del hospital?: «¿Apariencia? ¡Parece que tiene dos cabezas! En cierta ocasión escuché algo de Wagner, Bajo la doble águila…». Seguro que el hijoputa era fanático de la música clásica.
Bird seguía sin encontrar al bebé con la cabeza adecuada. Una y otra vez examinó la fila de cunas. De pronto, todos los bebés abrieron la boca y comenzaron a llorar y a moverse. Bird titubeó. Se dio la vuelta hacia la enfermera, como preguntando qué sucedía. Pero nadie en la sala prestaba la menor atención al jaleo de los bebés. Todos observaban a Bird, en silencio y expectantes.