– No me gusta molestar a la gente cuando duerme -se disculpó Bird.
– ¡Qué remilgado estás hoy, Bird! No estaba durmiendo. Si duermo durante el día ya no puedo hacerlo por la noche. Estaba meditando sobre el universo pluralista.
¿El universo pluralista? De acuerdo, pensó Bird, podremos discutirlo con un whisky de por medio. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, olfateó a su alrededor como un sabueso, y siguió a Himiko al interior de la casa. En la sala de estar parecía de noche: la penumbra era profunda y estática; y el aire, húmedo y turbio como el lecho de paja donde reposa el ganado enfermo. Bird miró de soslayo la vieja pero firme silla de caña en la que siempre se sentaba, y se ubicó en ella con cuidado tras apartar algunas revistas. Hasta después de ducharse, vestirse y maquillarse, Himiko no encendería las luces ni, desde luego, abriría las cortinas. Habría que esperar con paciencia, a oscuras. En su última visita, un año atrás, Bird había pisado un bol de cristal y se había cortado el dedo gordo de un pie. Al recordar el dolor y el pánico que había sentido, se estremeció.
Le resultó difícil poner la botella en algún sitio: una elaborada confusión de libros y revistas, cajas y botellas vacías, conchillas, cuchillos, tijeras, flores marchitas y ramas secas, especímenes de insectos, cartas viejas y recientes, cubrían no sólo el suelo y la mesa, sino también la estantería baja para libros junto a la ventana, el gramófono y el televisor. Bird titubeó. Luego hizo un poco de espacio en el suelo y depositó el Johnny Walker entre sus tobillos. Desde la puerta, Himiko dijo a modo de saludo:
– Todavía no he aprendido a ser ordenada, Bird. ¿Estaba todo así la última vez que estuviste aquí?
– Claro que sí. ¡Si hasta me corté el dedo gordo de un pie!
– Sí, ahora lo recuerdo. Alrededor de la silla todo el suelo estaba manchado de sangre. Ocurrió hace siglos, Bird. Pero todo sigue igual por aquí. Y tú, ¿qué tal?
– Pues, verás, he sufrido una especie de accidente.
– ¿Accidente?
Bird titubeó. No había pensado en soltarlo tan de repente.
– Tuvimos un niño… pero murió casi enseguida -simplificó.
– ¿De verdad? Conozco a dos personas que les ha sucedido lo mismo. Contigo ahora son tres. ¿Crees que la precipitación radiactiva en la atmósfera pueda tener algo que ver?
Bird trató de comparar al bebé, que parecía de dos cabezas, con las imágenes que recordaba sobre las mutaciones producidas por la radiactividad. Pero sólo de pensar en la anormalidad de su hijo, sentía en la garganta el calor de una extrema vergüenza personal. ¡Cómo iba a discutir su desgracia con otras personas si le era inherente a sí mismo! Le parecía que nunca podría compartir su problema con el resto de la humanidad.
– En el caso de mi hijo, aparentemente sólo fue un accidente.
– ¡Qué experiencia terrible, Bird! -exclamó Himiko, y lo miró con una expresión en los ojos que parecía nublar sus párpados con tinta negra.
Bird no hizo caso del mensaje oculto en esos ojos. Por el contrario, levantó la botella de Johnny Walker.
– Buscaba un sitio en donde beber y pensé que no te importaría, aunque fuese en pleno día. ¿Bebes conmigo?
Bird advirtió que estaba lisonjeando a su amiga como cualquier joven y desvergonzado chulo. Pero así solían comportarse con Himiko los hombres que ella conocía. Su esposo, más abiertamente que Bird o sus demás amigos, se comportaba con ella como si fuese su hermano menor. Y de pronto, una mañana, se había ahorcado.
– Veo que la tragedia todavía está contigo, Bird. Aún no te has recuperado. Está bien, no preguntaré nada más al respecto.
– Supongo que es lo mejor. De todas maneras, hay poco más que contar.
– ¿Tomamos una copa?
– De acuerdo.
– Quiero ducharme; pero empieza tú, Bird. En la cocina encontrarás vasos.
Himiko desapareció en el cuarto de baño y Bird se puso de pie. La cocina y el baño compartían un espacio retorcido al final del vestíbulo, estrecho como un compartimiento de cochecama en un tren. Saltó por encima de la bata y la ropa interior que Himiko acababa de tirar en el suelo, y entró en la cocina. Al regresar con una jarra de agua y vasos, se le ocurrió fisgonear por la puerta de cristal abierta del cuarto de baño, más oscuro aún que el vestíbulo. Vio a Himiko duchándose: con la mano izquierda levantada como queriendo detener el agua de la ducha, y la derecha apoyada en el vientre, la chica se miraba por sobre el hombro derecho las nalgas y la pantorrilla derecha ligeramente arqueada. Bird le vio la espalda, las nalgas y las piernas. La imagen le provocó una repugnancia irreprimible: se le puso carne de gallina. De puntillas, escapó hacia su silla de caña. No sabía desde cuándo, pero había logrado dominar el asco juvenil y la angustia que le producía la visión de un cuerpo desnudo. Sin embargo, ahora volvía a despertar en él. Y tenía la sensación de que el pulpo de la repugnancia extendería sus tentáculos incluso cuando regresara junto a su mujer, que ahora yacía en la cama de un hospital y pensaba que el bebé se había ido con su padre a otro hospital porque tenía el corazón débil. Esa sensación, ¿duraría mucho?, ¿se agudizaría?
Bird se sirvió una copa. El brazo le temblaba: el vaso castañeteó contra la botella como una rata enfadada. Frunció el entrecejo y bebió. ¡Cómo quemaba! La tos lo sacudió y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero la flecha del placer ardiente traspasó de inmediato su estómago, y Bird dejó de temblar. Eructó con sabor a fresas salvajes, se secó los labios con el dorso de la mano y volvió a llenar el vaso, esta vez con pulso firme. ¿Durante cuántos miles de horas había evitado el whisky? Sintiendo una animosidad general, vació su segundo vaso. En esta ocasión no le quemó la garganta, ni tosió, ni sus ojos lagrimearon. Levantó la botella y observó la imagen de la etiqueta. Suspiró extasiado y bebió un tercer vaso.
Cuando Himiko regresó, Bird comenzaba a sentirse borracho. Ante el cuerpo de Himiko, el asco renació pero el veneno del alcohol amortiguó sus efectos. Además, el vestido de punto negro que llevaba reducía la amenaza de la carne que ocultaba. Después de peinarse, Himiko encendió las luces. Bird hizo sitio en la mesa y le sirvió whisky y un vaso con agua. Himiko se sentó en una gran silla de madera tallada y se arregló el vestido para no dejar su piel al descubierto más de lo necesario. Bird lo agradeció mentalmente. Aunque la iba superando poco a poco, su repugnancia todavía persistía.
– De todos modos -dijo Bird y vació su vaso.
– De todos modos.
Himiko frunció el labio inferior, como un orangután que prueba un sabor nuevo, y bebió un sorbito de whisky.
Permanecieron sentados, entretejiendo el aire con sus alientos alcohólicos, y se miraron por primera vez a los ojos. Recién salida de la ducha, Himiko no era fea. Se apreciaba tanta diferencia entre la Himiko que le recibiera en la puerta y ésta, como entre una madre y una hija. Bird se sentía contento. A la edad de Himiko todavía se producían estos renacimientos tan sorprendentes.
– Mientras me duchaba recordé un poema. ¿Lo recuerdas?
Himiko susurró un verso de un poema inglés como si fuera un hechizo. Bird escuchó y le pidió que volviera a recitarlo.
– Sooner murder an infant in its cradle than nurse unacted desires.
– Pero no es posible asesinar a todos los bebés en la cuna -dijo Bird-. ¿Quién es el autor?
– William Blake. ¿Recuerdas que mi tesis fue sobre él?
– Tienes razón.
Bird giró la cabeza y descubrió una reproducción de Blake en la pared contigua a la habitación. Había visto la pintura muchas veces pero nunca le había prestado atención. Ahora observó lo extraña que era. Una plaza pública rodeada de edificios estilo Oriente Medio. A lo lejos se elevaban un par de pirámides estilizadas: debía de ser en Egipto. La tenue luz del amanecer bañaba la escena. ¿O sería el crepúsculo? Tendido en la plaza, como un pez con el vientre desgarrado, estaba el cadáver de un hombre joven. Junto a él, angustiada, estaba su madre rodeada de un grupo de ancianos con lámparas y mujeres meciendo bebés. Pero lo más impresionante del cuadro era la presencia dominante de un ser gigantesco que, por encima de las cabezas, arremetía contra la plaza con los brazos extendidos. ¿Sería una presencia humana? El cuerpo musculoso estaba recubierto de escamas; los ojos, llenos de dolor y amargura; la boca, hundida en el rostro tan profundamente como una boca de salamandra. ¿Sería un demonio? ¿Un dios? La criatura parecía elevarse hasta la turbulencia del cielo nocturno, mientras ardía en las llamas de sus propias escamas.