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No decía más. Durante las semanas siguientes llegaron otras cartas que revelaban diferentes estados de ánimo. Los sobres venían hasta nuestras casas traídos por las propias chicas en plena noche. Sólo pensar que salían a hurtadillas de su casa y pasaban por nuestra calle nos llenaba de excitación y hubo noches en que permanecimos despiertos hasta tarde tratando de sorprenderlas. Pero despertábamos por la mañana para descubrir que nos habíamos quedado dormidos junto al buzón, donde, igual que la moneda que el hada pone debajo de la almohada a cambio del diente, esperaba una carta. Hubo ocho en total. No todas las escribió Lux, aunque ninguna llevaba firma. Todas eran cortas. Una decía: «¿Nos recordáis?». Otra: «Abajo los chicos sosos». Otra más: «Vigilad las luces». Y la más larga: «En esta oscuridad habrá luz. ¿Nos ayudaréis?».

Durante el día la casa de los Lisbon parecía vacía. La basura que la familia sacaba una vez por semana (también en plena noche, puesto que nadie los vio nunca, ni siquiera el tío Tucker) se parecía cada vez más a los desechos de gente sometida a un largo asedio. Comían habichuelas de lata, sazonaban el arroz con salsas inmundas. Por la noche, cuando aparecían las señales luminosas, nos devanábamos los sesos para dar con la manera de ponernos en contacto con las chicas. A Tom Faheem se le ocurrió que podíamos hacer volar una cometa con algo escrito en ella y pasearla por delante de la casa, pero la idea fue rechazada por razones logísticas. El pequeño Johnny Buell dijo que se podía optar por escribir lo que fuera en una piedra y arrojarla a las ventanas de las chicas, pero teníamos miedo de que al romper el cristal pusiéramos en guardia a la señora Lisbon. La solución era tan sencilla que tardamos una semana en dar con ella.

Las llamaríamos por teléfono.

En el listín telefónico de los Larson, descolorido por el sol, justo entre Licker y Little, encontramos la inclusión «Lisbon, Ronald A.». Estaba hacia la mitad de la página de la derecha, no indicado por ningún código ni símbolo, ni siquiera un asterisco como referencia a un apéndice de dolor. Lo miramos fijamente durante un rato. Después, con tres índices diferentes preparados, marcamos el número.

El teléfono sonó once veces antes de que contestara el señor Lisbon.

– ¿Qué va a ser hoy? -dijo en seguida con voz cansada. Su manera de hablar era confusa. Tapamos el aparato con la mano y no dijimos nada-. Adelante, estoy esperando. Hoy pienso escuchar todas sus mierdas. -Se oyó otro chasquido a través del teléfono, como el de una puerta que se abriera en un pasillo vacío. Por fin, el señor Lisbon farfulló-: Mire, concédanos un descanso, ¿quiere?

Hubo una pausa. Una respiración regular, reformulada mecánicamente, se introdujo en el espacio electrónico. Entonces el señor Lisbon habló con voz distinta de la suya, un agudo chillido… la señora Lisbon se había apoderado del aparato.

– ¿Por qué no nos dejan en paz? -gritó, antes de golpear ruidosamente el teléfono.

Nosotros seguimos a la escucha. Durante cinco segundos más nos llegó su respiración furiosa a través del hilo pero, tal como esperábamos, la comunicación no se interrumpió. En el otro extremo del hilo una presencia oscura esperaba.

Pronunciamos un intento de saludo. Pasado un momento, una voz débil y desgarrada contestó:

– Hola.

Hacía mucho tiempo que no oíamos hablar a ninguna de las hermanas Lisbon, pero la voz no removió ningún recuerdo. Sonó -quizá porque la persona apenas susurraba- de forma irreparablemente alterada, disminuida, como la voz de un niño caído en un pozo. No sabíamos cuál de ellas era, no sabíamos qué decirle. Pese a todo, continuamos juntos -ella, ellas, nosotros- y en algún lugar adyacente del sistema telefónico de Bell hubo una conexión de otra línea. Un hombre comenzó a hablar bajo el agua a una mujer. Oíamos a medias lo que decían («He pensado que tal vez una ensalada…» «¿Una ensalada? Me matas con tus ensaladas»), pero entonces debió de liberarse otro circuito porque la pareja fue repentinamente eliminada y nos dejó en un rumoroso silencio mientras la voz, destemplada pero ahora más potente, dijo:

– Mierda. Hasta luego. -Y colgó.

El día siguiente volvimos a llamar a la misma hora y contestaron a la primera llamada. Esperamos un momento por razones de seguridad y procedimos de acuerdo con el plan que habíamos ideado la noche anterior. Sostuvimos el teléfono delante de uno de los altavoces del señor Larson y pusimos la canción que de manera más directa transmitía los sentimientos que nos inspiraban las hermanas Lisbon. No recordamos ahora el título de la canción y la búsqueda exhaustiva en los discos de la época ha resultado infructuosa. Sin embargo, recordamos los sentimientos esenciales que evocaba, sabemos que hablaba de días difíciles, de largas noches, de un hombre aguardando fuera de una cabina de teléfonos rota esperando que suene el teléfono, de lluvia y del arco iris. Predominaban las guitarras, aparte de un intervalo con el suave zumbido de un violoncelo. La transmitimos por teléfono, después Chase Buell dio nuestro número y colgamos.

El día siguiente, a la misma hora, sonó nuestro teléfono y, después de una cierta confusión (se nos cayó el teléfono), oímos el golpe de una aguja al caer sobre un disco y la voz de Gilbert O'Sullivan que cantaba desde un disco rayado. Es posible que recuerden la canción; se trata de una balada que describe las desventuras de la vida de un joven (mueren sus padres, su novia lo deja plantado ante el altar), que tras cada línea va quedándose cada vez más solo. Era la canción favorita de la señora Eugene y nosotros lo sabíamos muy bien, porque se la habíamos oído cantar junto a sus ollas humeantes. La canción nunca tuvo mucho sentido para nosotros, debido a que hablaba de una época que no habíamos conocido, pero oída de aquella manera tan queda a través del teléfono y saliendo como salía de casa de las hermanas Lisbon, nos impactó. La voz mágica de Gilbert O'Sullivan era tan aguda que casi parecía la de una chica. La letra también podría haber estado compuesta por fragmentos de un diario que las hermanas Lisbon musitasen en nuestros oídos. Aunque no eran sus voces las que oíamos, la canción conjuraba sus imágenes con más fuerza que nunca. Las sentíamos, al otro extremo del hilo, soplando el polvo de la aguja, sosteniendo el teléfono sobre el negro disco que iba girando, poniendo el volumen muy bajo para que no lo oyeran en la casa. Al terminar la canción, la aguja patinó por el círculo interior y produjo un chasquido que fue repitiéndose (como un momento vivido una y otra vez). Joe Larson ya tenía preparada nuestra respuesta y, apenas la transmitimos, las chicas Lisbon volvieron a transmitir la suya, y de esta manera fue transcurriendo la noche. Hemos olvidado el nombre de muchas de las canciones, pero una parte de aquel intercambio musical ha sobrevivido en el dorso del Tea for the Tillerman de Demo Karafilis, anotada a lápiz por él mismo. La damos a continuación:

las hermanas Lisbon «Otra vez solo, naturalmente», Gilbert O'Sullivan

nosotros «Tienes un amigo», James Taylor

las hermanas Lisbon «¿Dónde juegan los niños?», Cat Stevens

nosotros «Querida Prudence», The Beatles

las hermanas Lisbon «Una candela al viento», Elton John

nosotros «Caballos salvajes», The Rolling Stones

las hermanas Lisbon «A los diecisiete», Janice lan

nosotros «El tiempo en una botella», Jim Croce

nosotros «Tan lejos», Carole King

En realidad, no estamos muy seguros del orden. Demo Karafilis garrapateó los títulos un poco al azar. De todos modos, el orden presentado ofrece la progresión básica de nuestra conversación musical. Como Lux había quemado sus discos de rock duro, las canciones de las chicas eran en su mayor parte de música folk. Se trataba de voces plañideras que pedían justicia e igualdad. Algún ocasional violín country evocaba tiempos pasados. Los cantantes eran hombres de piel curtida o llevaban botas. Todas las canciones, una tras otra, palpitaban con secreto dolor. Hacíamos circular el pegajoso teléfono de oreja a oreja, los redobles de tambor eran tan regulares que parecía como si tuviésemos la oreja pegada al pecho de las hermanas Lisbon. A veces teníamos la impresión de que las oíamos cantar y era casi como estar con ellas en un concierto. Nuestras canciones eran en su mayor parte canciones de amor. Cada selección intentaba dirigir la conversación hacia terrenos más íntimos. Pero las hermanas Lisbon se atenían a cuestiones más impersonales. (Agachamos la cabeza e hicimos un comentario sobre su perfume. Dijeron que probablemente era de magnolia.) Poco después nuestras canciones se volvieron más tristes y sensibleras y entonces fue cuando ellas pusieron «Tan lejos». Advertimos el cambio de inmediato (habían dejado la mano en nuestra muñeca y se demoraban en ella) y continuamos con «Puente sobre aguas turbulentas». Con ésta subimos el volumen porque la canción expresaba mejor que ninguna lo que nos inspiraban las chicas, lo mucho que queríamos ayudarlas. Al terminar, esperamos su respuesta. Después de una larga pausa, volvió a rechinar su tocadiscos y entonces oímos aquella canción que incluso ahora, cuando la escuchamos a través del hilo musical de unas galerías comerciales, hace que detengamos nuestros pasos y que volvamos la vista atrás, hacia un tiempo perdido:

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