«No, claro que no», respondió tío Vili, un tanto desconcertado. Después siguió diciendo que estaba seguro de que mi padre regresaría a casa muy pronto. «Estamos llegando a la hora doce -dijo, frotándose las manos sin parar-. ¡Ojalá hubiera hecho yo apuestas tan seguras antes! Ahora no sería un pobretón.»
Le habría gustado seguir hablando, pero la madre de mi madrastra acababa de terminar con la mochila de mi padre, y éste se levantó para pesarla.
Por último llegó el hermano mayor de mi madrastra, el tío Lajos, quien ocupa un lugar importante en la familia, aunque no podría decir bien por qué. Enseguida quiso hablar con mi padre a solas. Observé que mi padre estaba nervioso y trataba de evitarlo aunque sin ofenderlo. Entonces, inesperadamente se dirigió a mí para decirme que quería «intercambiar unas palabras conmigo». Me arrastró a un rincón apartado del salón, junto a un armario, y se paró frente a mí. Empezó diciéndome que, como yo sabía, mi padre se marcharía al día siguiente. Le dije que estaba al corriente de todo. Entonces, quiso saber si iba a echar de menos a mi padre. Su pregunta me enervó un poco. «Naturalmente -contesté, y como me pareció una respuesta insuficiente, añadí-: lo echaré mucho de menos.» El tío Lajos empezó a mover la cabeza, con una expresión muy triste.
Después, me enteré de unas cuantas cosas interesantes y sorprendentes, como el hecho de que una etapa de mi vida que él llamaba «los años felices y despreocupados de la infancia» habían terminado para mí ese día tan aciago. Estaba convencido de que yo no había considerado la cuestión de esa forma. Reconocí que tenía razón. Sin embargo, continuó, sus palabras seguramente no me sorprendían. Le volví a dar la razón. Entonces me aclaró que con la ausencia de mi padre mi madrastra se quedaría sin apoyo; aunque la familia nos «echaría siempre una mano», de ahora en adelante yo sería su principal apoyo. Por ese motivo yo tendría que aprender antes de tiempo qué eran «la preocupación y la renuncia». A partir de ahora, no viviríamos tan desahogadamente como antes, y eso no me lo quería ocultar, puesto que hablaba conmigo «de adulto a adulto». «De ahora en adelante -dijo-, tú también serás partícipe del destino común de los judíos.»
Me explicó entonces que ese destino era «una persecución constante desde hacía milenios, que los judíos teníamos que aceptar con paciencia y resignación», puesto que Dios nos lo había impuesto por los pecados que habíamos cometido en tiempos pasados; así pues, sólo de Él podíamos esperar la gracia, mientras Él esperaba que en esos momentos difíciles nosotros, «acorde con nuestras fuerzas y capacidades», nos mantuviéramos firmes en el lugar que Él nos había designado. En mi caso, por ejemplo, como pude enterarme por mi tío, tendría que desempeñar en el futuro el papel de cabeza de familia. Me preguntó si sería lo bastante fuerte para ese papel. Yo había comprendido perfectamente el hilo de sus pensamientos en todo lo que había dicho sobre los judíos, su pecado y su Dios, pero sus palabras me emocionaron. Así pues, respondí afirmativamente. Él parecía contento. «Muy bien -dijo-, sabía que eras un muchacho inteligente, de sentimientos profundos y gran sentido de la responsabilidad.» Tras añadir que eso le consolaba en medio de tanta desgracia, me agarró la mandíbula con sus dedos peludos y húmedos de sudor y levantó mi cara para decirme en tono tembloroso: «Tu padre se está preparando para un largo viaje. ¿Has rezado por él?». Ante su expresión tan grave me invadió un sentimiento de culpa por haber descuidado algo relacionado con mi padre: no se me había ocurrido rezar por él. Inmediatamente ese sentimiento empezó a pesarme y, deseando cumplir con mi deber, le confesé que no lo había hecho. «Entonces, ven conmigo», me indicó. Lo seguí hasta una habitación exterior que daba al patio. Allí nos dispusimos a rezar, en medio de muebles destartalados, que no tenían uso alguno. El tío Lajos se puso una gorrita de tela negra reluciente sobre la calva. Yo tuve que ir al vestíbulo a buscar mi gorro. Después, sacó de un bolsillo de su abrigo un librito de tapa negra con bordes rojos, y de otro bolsillo, sus gafas. Comenzó a leer las oraciones, deteniéndose para que yo repitiera todo lo que él decía. Al principio, lo hice bien, pero terminé por cansarme; me molestaba no entender una palabra de lo que decíamos a Dios, lógicamente en hebreo, idioma que yo desconozco. Para poder seguir sus palabras, tenía que fijarme en los movimientos de su boca; eso es lo único que recuerdo de aquellos momentos: sus labios carnosos, húmedos y movedizos y el sonido de un idioma desconocido que yo mismo emitía. También recuerdo que, a través de la ventana, por encima de los hombros del tío Lajos, vi a la hermana mayor que iba deprisa por el pasillo, hacia su casa. Creo que entonces me equivoqué en el texto. Al final, el tío Lajos parecía contento, y la expresión de su rostro me hizo pensar que de verdad habíamos hecho algo por mi padre. Eso era preferible al sentimiento pesado y apremiante que me había embargado hacía unos instantes.
Cuando regresamos al salón, ya era de noche. Cerramos las ventanas cubiertas de papel para que no se vieran las luces en caso de ataque aéreo: la noche azul y húmeda de primavera había quedado fuera, y nosotros, allí encerrados. El ruido de las conversaciones me cansaba y el humo de los cigarrillos me molestaba en los ojos. Tuve que bostezar repetidas veces. La madre de mi madrastra puso la mesa. Ella misma había traído la cena en un gran bolso. En cuanto llegaron, nos dijo que había conseguido carne en el mercado negro. Mi padre le dio dinero de su cartera de cuero. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa, cuando llegó el señor Steiner junto con el señor Fleischmann, ellos también querían despedirse de mi padre. «Por favor, no se molesten. Me llamo Steiner -se presentó-. No se levanten, por favor.»
Llevaba las mismas pantuflas descosidas, el chaleco desabrochado que dejaba al descubierto su prominente vientre, y en la boca el eterno puro maloliente. Su cara roja y grande, contrastaba con el aspecto infantil que le daba su peinado con la raya en el medio.
Al señor Fleischmann casi no se le veía a su lado: es bajito, de aspecto muy cuidado, tiene el pelo blanco y la piel gris. Usa unas gafas como ojos de lechuza y una expresión ligeramente preocupada. Él no abrió la boca; se quedó al lado del señor Steiner, chasqueando los dedos, como disculpándose probablemente por su amigo, pero tampoco estoy muy seguro. Los dos viejos son inseparables, aunque estén siempre discutiendo, ya que nunca están de acuerdo en nada. Los dos estrecharon la mano de mi padre. El señor Steiner le dio además unas palmaditas en el hombro y lo llamó «muchacho». También soltó su chiste de costumbre: «Abajo esa moral, y no perdamos la desesperanza». Dijo luego que cuidarían de nosotros, de mí y de la «señora», o sea de mi madrastra; el señor Fleischmann asentía vivamente con la cabeza. El señor Steiner miraba a mi padre con ojos parpadeantes. De pronto lo atrajo hacia él y lo abrazó.
Cuando se marcharon, todo se ahogó en el ruido de los cubiertos, de las conversaciones y en el humo de la comida y de los cigarrillos. A mí me llegaban sólo fragmentos de imágenes entrecortadas e inconexas de una cara o un gesto que se desprendían del espeso humo alrededor. Veía la cara huesuda, amarillenta y temblorosa de la madre de mi madrastra, cuando iba sirviendo la comida en los platos; luego las dos manos del tío Lajos que rechazaban la carne porque era de cerdo y, por lo tanto, prohibida por la religión; los mofletes regordetes, la mandíbula movediza y los ojos húmedos de la hermana de mi madrastra. De repente, vi con claridad la cabeza calva y rosada del tío Vili bajo la luz de la lámpara y escuché hilachas de sus aseveraciones; recuerdo también las palabras del tío Lajos, pronunciadas en medio de un silencio profundo y solemne, con las cuales pedía que Dios nos ayudase, para que «podamos, lo más pronto posible, reunirnos otra vez alrededor de esta mesa, todos juntos, en paz, salud y amor».