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Como disponía de tiempo, me dediqué a mirar, a observar todo para informarme. Comprobé entonces -no me había dado cuenta antes- que en la habitación también había otras personas. Sólo con verlos supe que eran enfermos como yo. Observé que el tono rojizo -tan cálido y agradable para los ojos- de la habitación se debía al color del parquet y a que las colchas de las camas eran del mismo tono. Había, más o menos, una docena de camas. Todas eran camas individuales, con excepción de tres literas: una situada al lado de un biombo blanco -y en cuyo piso inferior me encontraba yo- y otras dos en el extremo opuesto, junto a otro biombo. No podía creer lo que veía: una habitación tan amplia y espaciosa, en la que las camas estaban separadas por más de un metro e incluso había espacios vacíos. Contemplé las ventanas de vidrio, todas divididas en cuadrados más pequeños, por los cuales entraba la luz, y observé que la funda de la almohada tenía un sello marrón que representaba un águila con el pico curvado, junto con la inscripción «Waffen SS» [Propiedad de las SS].

El examen de los rostros me resultó más difícil: no aprecié ni la mínima señal de un cambio producido por mi llegada; no percibí el menor interés, ni ninguna expresión de desengaño, de alegría, de disgusto, o de algo, ni siquiera una ligera curiosidad que descubrir; con el tiempo, eso resulta cada vez más incómodo, el silencio se hace más y más misterioso.

Entre las camas había una pequeña mesa cubierta con un paño blanco; en la pared de enfrente, otra mesa más grande con sillas alrededor, y junto a la puerta una estufa de hierro, en pleno funcionamiento, con un recipiente negro y brillante al lado, para guardar el carbón.

Aunque me rompiera la cabeza no hallaba explicación a esa broma: la habitación, la cama, la colcha, el silencio. Intentaba recordar, hacía deducciones, buscaba entre mis experiencias, tratando de escoger las apropiadas. Podía ser que se tratara de uno de los lugares que me habían mencionado en Auschwitz, donde los enfermos eran tratados de maravilla, hasta que empezaban, por ejemplo, a sacarles las tripas a cachitos para investigar en beneficio de la ciencia. Pero ésa era una sola y única suposición de las muchas posibles y, de momento, tampoco había más indicios que un trato excelente. Por el contrario -me acordé-, en otro lugar ya estarían repartiendo la sopa, y aquí no había ni rastro, auditivo u olfativo, que señalase su llegada. Aun así, tuve un pensamiento quizá dudoso, pero quién podría juzgar lo que era posible y creíble, quién podría dilucidar -aun con mucho conocimiento- entre aquella infinidad de ideas, hallazgos, juegos, burlas y pensamientos, la consideración de que pueden hacerse reales, de que pueden realizarse en un campo de concentración, transfiriéndose automáticamente del terreno de la fantasía al de la realidad. «Vamos a ver -pensé-, lo traen a uno a una hermosa habitación. Lo acuestan en una hermosa cama, con colcha y todo. Lo cuidan, lo miman, y satisfacen todos sus caprichos, pero hay un detalle: no le dan de comer.» Si se desea, pensé, es posible observar cómo muere de hambre una persona, al fin y al cabo, incluso puede tener interés científico. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que la idea era verosímil y posible. Pensé que si se me había ocurrido a mí, también se le habría podido ocurrir a cualquier otro más competente. Miré a mi vecino, el enfermo que estaba a mi izquierda, a un metro aproximado de distancia. Era mayor, calvo, y su cara conservaba todavía algo de los rasgos de antaño e incluso parte de su carne. Sin embargo, observé que sus orejas se parecían a los pétalos encerados de las flores de papel, y que el color amarillento de su nariz y los contornos de sus ojos eran también bastante significativos para mí. Estaba echado boca arriba, y su colcha subía y bajaba rítmicamente: parecía estar dormido. De todas formas, ¿por qué no intentarlo? Le pregunté susurrando si comprendía el húngaro. Nada, no sólo parecía no comprender sino que tampoco parecía haber oído. Ya me daba la vuelta, para pensar más en ello, cuando mis oídos se percataron de una palabra pronunciada en voz muy baja. «Sí.» Había sido él, sin duda, aunque no había abierto los ojos ni cambiado de postura. Me puse tan contento que, de una manera idiota, hasta se me olvidó por unos momentos lo que quería preguntarle. Le pregunté de dónde venía. Tras un silencio que me pareció infinito, me contestó: «Budapest». Le pregunté cuándo, y me respondió que en noviembre. Entonces, por fin le pregunté: «¿Dan aquí de comer?», y tras una pausa que parecía necesitar cada vez que respondía, me dijo: «No…». Yo le iba a preguntar si…

Pero en aquel momento entró otra vez el Pfleger, que precisamente venía en su busca. Le quitó la colcha, lo envolvió en una manta y con una facilidad asombrosa lo cargó al hombro y se lo llevó fuera, aunque -como pude apreciar- era un cuerpo de considerable peso, con una venda de papel a la altura de la tripa que flotaba en el aire, como diciendo adiós. Al mismo tiempo oí un chasquido breve y un susurro eléctrico. La voz dijo: «Friseure zum Bad, Friseure zum Bad», o sea, «barberos a las duchas, barberos a las duchas». Era una voz que se tragaba las erres pero que por lo demás era agradable, insinuante, armoniosa, casi irresistiblemente melodiosa, de las que reflejan la expresión del emisor; al oír esa voz, por poco me tiré de la cama. Sin embargo, los demás enfermos habían acogido la noticia con la misma indiferencia con la que habían reaccionado ante mi llegada, así que deduje que debía de ser una cosa bastante usual. Descubrí una pequeña caja de madera marrón encima de la puerta, una especie de caja de resonancia, y adiviné que por aquel aparato llegaban las órdenes de los soldados. En breve regresó el Pfleger a la cama que había al lado de la mía. Estiró las sábanas, volvió a cubrirla con la colcha y arregló la paja del colchón, metiendo la mano por una abertura. Por sus gestos, comprendí que probablemente no volvería a ver al hombre de antes. No podía remediarlo, mi imaginación volvió a darle vueltas a la misma cuestión, preguntándome si no habría sido un castigo por haber revelado el secreto y que -¿por qué no?- habrían podido oírlo valiéndose de alguno de aquellos aparatos de allá arriba.

Escuché otra voz, la voz de un enfermo, en la tercera cama desde la mía, en dirección a la ventana. Era un enfermo joven, de cara blanca, que tenía el pelo largo, rubio y ondulado. Repitió la misma palabra dos o tres veces seguidas, gimiendo, alargando las vocales; al final comprendí que estaba diciendo un nombre: «¡Pietka!… ¡Pietka!…». El Pfleger contestó, alargando también su respuesta, y en un tono bastante simpático: «Co?» [¿Qué?]. El enfermo dijo entonces algo más largo, y Pietka -porque según eso así se llamaba el Pfleger- se acercó a su cama. Estuvo susurrándole frases largas, como si deseara convencerlo de algo, pidiéndole un poco más de paciencia, un poco más de firmeza. Al mismo tiempo, metió la mano debajo de su espalda para arreglarle la sábana, luego la colcha, y todo con simpatía, con gusto, con amor: en fin, de una manera que acabó por desmoronar, casi por destruir mis fantasías anteriores. El rostro del enfermo reflejaba placidez, serenidad, cierto alivio, al igual que sus palabras susurradas pero comprensibles: «Dinkuie, dinkuie bardzo» [Gracias, muchas gracias]. Lo que disipó totalmente mis dudas fue el ruido cada vez más cercano y cada vez más fuerte que ya se escuchaba desde el pasillo: el inconfundible tintineo que revolvió todo mi ser, llenándolo de un deseo cada vez más irrefrenable y que acabó confundiendo mi ser con ese deseo, con esa espera. Desde fuera se oían pasos de zuecos, y luego el impaciente grito de una voz profunda: «Zal zex! Esnhola!», es decir «Saal sechs! Essenholen!», es decir: «¡Sala seis! ¡La comida!». El Pfleger salió de la habitación y -ayudado por alguien cuyo brazo apareció en la puerta- volvió a entrar con una cazuela enorme y pesada, que, gracias a Dios, llenó la habitación de olor a sopa, aunque fuese la peor que podía haber: la sopa de ortigas, con lo cual concluí que había vuelto a equivocarme. Con el paso de las horas y de los días, tuve ocasión de observar otras cosas y aclarar más detalles. Al cabo de cierto tiempo tuve que admitir y acertar -con reservas y precaución- la realidad de los hechos: todo aquello era posible, real y agradable aunque extraño, si bien no más extraño que cualquier otra cosa que pudiera ser posible y real en un campo de concentración, el derecho y el revés, todo allí era posible. Era justamente eso lo que me molestaba, me preocupaba, me volvía inseguro: porque mirándolo bien, no podía encontrar ninguna razón aceptable, lógica o admisible para estar justamente allí y no en otro lugar. Poco a poco descubrí que todos los enfermos llevaban vendas, no como en el barracón anterior, y entonces llegué a la conclusión de que en aquél se encontraba la sección de patología interna, y en el nuestro la de cirugía. Pero naturalmente ni siquiera eso me pareció una razón o explicación suficiente para que toda aquella cadena de manos, hombros e intenciones me hubiese traído en la carretilla justamente hasta allí, a aquella cama. Traté también de calibrar a los enfermos, de conocerlos un poco mejor. Por lo que observé, la mayoría de ellos debían de ser presos muy antiguos. Ninguno parecía ser ningún dignatario, aunque dependía, por ejemplo, de si los comparaba con la gente que había en Zeitz. También me llamó la atención el hecho de que en el pecho de los que venían a visitarlos por la tarde, para acompañarlos un momento e intercambiar un par de frases, los triángulos eran todos rojos y -algo que no echaba en falta- ninguno verde, negro o -algo que ya me hubiese gustado más- amarillo. Eran, pues, distintos por su sangre, por su edad, su idioma y por más cosas, distintos a mí y a otras personas que yo había conocido, y eso me molestaba un poco. Por otra parte -intuí- en esa diferencia podía estar la explicación. Pietka, por ejemplo: por las noches nos dormíamos con su «dobrá noc» [buenas noches], y por las mañanas nos despertábamos con su «dobre ránó» [buenos días]. El orden impecable en la habitación, la limpieza con la ayuda de un trapo fijado al final de un palo, el transporte diario del carbón, el mantenimiento del fuego en la estufa, el reparto de las raciones y la limpieza de los correspondientes platos y cucharas, en caso necesario el transporte y cuidado de los enfermos, y quién sabe cuántas cosas más; todo, absolutamente todo dependía de él. No hablaba mucho, pero siempre tenía una sonrisa, siempre se mostraba bien dispuesto, en una palabra, no parecía una autoridad, sino una persona encargada del cuidado de los enfermos, un Pfleger, como en realidad se leía en su inscripción.

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