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Ese día también reflexioné sobre otro hecho: ese sitio, esa «institución», existía ya hacía varios años, nos explicaron, funcionando día a día. Tuve la sensación, a lo mejor exagerada, de que de cierta manera me habían estado esperando. En realidad, como nos habían dicho varias personas con una mezcla de reconocimiento y de miedo, nuestro comandante llevaba allí exactamente cuatro años. Entonces reparé en lo importante que había sido para mí aquel período de cuatro años, en el que cursé los estudios de secundaria. Me acordé de la ceremonia de apertura del primer curso. Allí estaba yo, vestido con mi uniforme azul marino, decorado con alamares estilo húngaro, el uniforme «a lo Bocskai». Evoqué las palabras del director, un hombre respetable que de algún modo parecía también un comandante: llevaba unas gafas que añadían seriedad a su rostro y lucía un hermoso bigote blanco. Para terminar su discurso citó las palabras de un sabio de la antigüedad: «Non scolae sed vitae discimus», es decir, «No estudiamos para la escuela sino para la vida». Pero entonces, según veo ahora, habría tenido que aprender únicamente cosas sobre Auschwitz. Me tendrían que haber explicado todo, con inteligencia, honradez y transparencia. Sin embargo, durante los cuatro años de colegio no me habían dicho ni una palabra al respecto. Claro, habría resultado embarazoso y, en realidad, no formaba parte de la cultura general. La desventaja era que tenía que enterarme de todo sobre la marcha, aprender por ejemplo que estábamos en un Konzentrationslager o, lo que es lo mismo, un «campo de concentración».

Estos campos no eran todos iguales, según nos explicaron. El nuestro era un Vernichtungslager, o sea, un «campo de exterminio». Otra cosa totalmente distinta era un Arbeitslager, un «campo de trabajo»: allí la vida es fácil, las circunstancias y la alimentación son incomparablemente mejores, claro, es natural, puesto que aquellos campos están destinados a otros fines. Nosotros iríamos a uno de esos campos, si entretanto no ocurría nada inesperado, lo que en Auschwitz -así me dijeron- era bastante frecuente. De ninguna manera era aconsejable -nos decían- ponerse enfermos. El hospital se encontraba cerca de una de las chimeneas, la que los entendidos denominaban simplemente «la número dos». El principal peligro para la salud era el agua sin hervir, como aquella que yo había bebido al salir de la estación; entonces yo no sabía nada, pero claro, estaba el letrero, eso nadie podía negarlo, aunque también el soldado podía habernos dicho algo. «Bueno -pensé-, hay que esperar para ver qué pasa: yo me sentía bien, gracias a Dios, y tampoco los muchachos se habían quejado de nada.»

Aquel mismo día me enteré de más cosas: otros detalles, otras costumbres típicas del lugar. En general, puedo decir que aquella tarde se habló más de nuestras perspectivas, nuestras posibilidades para el futuro y de lo que nos esperaba que de las chimeneas. A ratos, casi nos olvidábamos de ellas y ni siquiera recordábamos su existencia, todo dependía de la dirección del viento. También vimos desde lejos a las mujeres; los hombres, al verlas, se acercaron a la valla y, muy alborotados, comenzaron a señalarlas con los dedos: allá estaban, efectivamente, aunque al principio era difícil distinguirlas, puesto que estaban lejos, al otro lado de la explanada, ese campo de tierra arcillosa que se extendía delante de nosotros. Me asusté un poco al verlas y advertí que la actitud de los hombres había cambiado. El entusiasmo y la alegría de los primeros momentos se transformaron en un silencio interrumpido por una sola voz, apagada y temblorosa: «Les han afeitado la cabeza». En medio de aquel silencio oí por primera vez unos leves acordes de música que traía la ligera brisa de aquella tarde de verano: eran sonidos apenas audibles pero allí estaban, sin duda evocándonos la paz y la alegría, sorprendiéndonos a todos, junto con el espectáculo de las mujeres. También por primera vez tuve que ponerme en fila -todavía no sabía para qué-, en una de las últimas filas de diez que tuvimos que formar delante de nuestro barracón, al igual que todos los demás presos delante de todos los demás barracones, por delante y por detrás, a izquierda y derecha, en todas partes donde mirara. También por primera vez me quité el gorro, obedeciendo las órdenes recibidas. Por el camino principal divisé tres soldados en bicicleta, que se acercaban sin apenas hacer ruido en aquella tarde tan pacífica; era un espectáculo bello y austero, tuve que reconocer. Entonces me dije: «Vaya, hace mucho rato que no vemos a ningún soldado». Me sorprendió la actitud rígida, fría y altiva con que los tres soldados escucharon (y uno de ellos anotaba) lo que nuestro comandante, que también llevaba el gorro en la mano, les decía desde el otro lado de la valla. Me resultó difícil reconocer en aquellos soldados, que siguieron su camino sin decir palabra y con una expresión casi siniestra, a los miembros del Comité de recepción que aquella misma mañana nos habían estado esperando en la estación. Oí una voz suave, la del oficial de rostro decidido y pecho erguido, que me susurraba, casi sin mover los labios: «Recuento de efectivos vespertino» dijo, asintiendo con la cabeza. Su sonrisa y la expresión de su rostro parecían indicar que todo estaba ocurriendo según estaba previsto, como él lo tenía calculado.

En ese momento observé por primera vez cómo era el color de la noche allí, porque durante la espera había anochecido. El color era mágico: el espectáculo de los fuegos artificiales con las llamas que se elevaban al cielo a lo largo de todo el horizonte. Alrededor se susurraba, se murmuraba, se repetía: «¡Los crematorios…!», pero ya con el tono de admiración que suele emplearse ante la contemplación de los fenómenos naturales.

A continuación recibimos la orden de abtreten (romper filas), y nos informaron que la cena consistiría en un pan igual al que habíamos comido por la mañana. «Vaya -pensé-, con el hambre que tengo.»

Cuando entramos en el barracón, en nuestro «bloque», comprobamos que estaba completamente vacío; no había ni rastros de muebles ni siquiera luz, sólo un suelo de cemento. Tendríamos que acomodarnos de la misma forma que lo habíamos hecho en el cuartel militar; apoyé la espalda en las piernas del muchacho que estaba sentado detrás de mí, y el que se sentó delante hizo lo propio en las mías. Estaba tan cansado después de tantas experiencias, tantas impresiones, tantas novedades que me dormí enseguida.

En cuanto a los días siguientes, al igual que me ocurrió en la fábrica de ladrillos, sólo conservo una impresión general menos detallada, un sentimiento o sensación que sería difícil definir. No es extraño, pues cada día había algo nuevo que ver, experimentar y aprender. En un par de ocasiones volví a sentir la misma sensación fría, extraña y desconocida que había experimentado al ver por primera vez a las mujeres. También me resultaba extraño encontrarme en medio de los hombres, con aquellos rostros aturdidos, que se preguntaban sin cesar los unos a los otros: «¿Qué os parece?, ¿qué os parece?». Generalmente no había respuesta, o había una sola, siempre la misma: «Es horrible». Sin embargo, no es esa palabra, no es esa experiencia -por lo menos para mí- la que mejor define la situación en Auschwitz. Entre los cientos de personas de nuestro bloque estaba también el hombre desafortunado. Tenía un aspecto extraño con su uniforme demasiado grande, el gorro que se le escurría sobre la frente. «¿Qué os parece? -preguntaba-, ¿qué os parece?…» Aquello no nos podía parecer nada en especial. Apenas podía yo seguir sus frases confusas, pronunciadas siempre con mucha prisa. Él decía que no debía pensar pero terminaba haciéndolo, pensaba siempre en una sola cosa: en los que había dejado en casa, en los que lo estaban esperando y por quienes él tenía que «hacerse fuerte»: su mujer y sus dos hijos pequeños.

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