Tuvimos que esperar un par de minutos más. Había mucha gente haciendo cola para la revisión. En nuestro grupo éramos unos cuarenta, según mis cálculos; nos dijeron que nos fuéramos a duchar. Un soldado vino a nuestro lado, pero yo no pude saber de dónde había salido. Era un hombre bajito, más bien mayor y de aspecto pacífico que llevaba un enorme fusil, parecía un simple soldado sin rango. «Los, ge´ ma´ vorne!», nos dijo, o algo así, sin ningún respeto por las reglas gramaticales. Lo dijera como lo dijera, a mí me sonó agradable, puesto que ya nos estábamos impacientando no tanto por el jabón sino por el agua, claro está. Seguimos un camino que se extendía por debajo de un portón con alambres de púas, hacia un rincón donde debían de estar las duchas. Íbamos en grupos pequeños, sin prisas, hablando y mirando alrededor; detrás de nosotros iba el soldado, sin pronunciar palabra, indiferente. A nuestros pies, el camino era ancho e impecablemente blanco; delante de nosotros se extendía el llano infinito y abrumador en el aire caluroso que parecía temblar y ondear. A mí me inquietaba el hecho de que el lugar adonde nos dirigíamos estuviera muy alejado, pero resultó que el edificio de las duchas estaba tan sólo a diez minutos de la estación. Todo lo que vi durante el trayecto resultó de mi agrado. Sobre todo, un campo de fútbol que estaba en un claro, a la derecha, y que parecía estar en perfecto estado: con su prado verde, sus porterías, sus líneas debidamente trazadas; todo bien cuidado y ordenado. Enseguida nos pusimos a hacer planes: después del trabajo iríamos allí a jugar al fútbol. Aún me gustó más lo que vimos al otro lado: una de esas fuentes típicas que se encuentran en los campos. En ella, un letrero con letras rojas prevenía: «Kein Trinkwasser» [No potable], pero en aquel momento no nos importó en absoluto. El soldado esperó pacientemente; puedo decir que nunca me había causado tanto placer beber agua, aunque después me quedara un sabor fuerte y nauseabundo, como a residuos químicos. Seguimos andando y, más allá, divisamos algunas casas, las mismas que habíamos visto desde la estación. La verdad es que de cerca parecían edificios un poco raros, largos y bajos, de un color indefinido, con aparatos de aire o de luz que asomaban colgados del techo. Cada edificio estaba rodeado por un sendero de guijarros rojos y separado del camino principal por franjas de césped bien cuidado. Observé, divertido, que algunas de aquellas granjas eran como pequeñas huertas, con repollos plantados y con flores de todos los colores. Todo era pulcro, cuidado y hermoso. Tuve que reconocer que tenían razón los que en la fábrica de ladrillos nos habían hablado bien de los alemanes. Sólo faltaba un pequeño detalle: no había ninguna señal de vida. Pensé que eso era natural, al fin y al cabo, a esas horas la gente estaría trabajando.
Después de girar a la izquierda y de pasar por otro portón con alambres, llegamos a las duchas, que se encontraban en medio de un patio. Allí nos estaban esperando, y nos explicaron todo con paciencia y con amabilidad. Primero, entramos a un lugar con el suelo cubierto de baldosas, que era como una antesala. En el interior había mucha gente, algunos de ellos llegados en nuestro tren, por lo que comprendí que la rueda seguía girando sin cesar. De la estación llegaba más y más gente, en grupos, para ducharse. Dentro nos ayudaba un preso, un preso -tuve que reconocerlo- muy elegante; vestía el mismo uniforme a rayas pero con hombreras y un corte impecable, como si fuera a la última moda, bien planchado y todo; su cabello era negro y bien peinado, como el nuestro, las personas que estábamos en libertad. Nos recibió de pie, en el otro extremo de la sala, junto a un soldado que estaba sentado detrás de un pequeño escritorio. El soldado era bajito, de aspecto campechano y muy gordo; tenía una gran papada que casi se confundía con su enorme barriga; dos minúsculos y pícaros ojos apenas se reconocían en su rostro, bien afeitado, amarillento y lleno de arrugas: me recordó a los enanos que habían estado buscando entre nosotros en la estación. Sin embargo, llevaba el gorro del uniforme que inspiraba respeto y tenía ante sí una cartera nueva y brillante, y un látigo de cuero blanco -una verdadera pieza de artesanía, tuve que reconocer-, que sin lugar a dudas le pertenecía. Todo aquello pude verlo, entre las cabezas y los hombros de los demás, mientras entrábamos en la sala y nos uníamos a los que ya estaban dentro. El preso, entretanto, salió y volvió a entrar por una puerta que estaba en frente, y luego le dijo algo confidencial al soldado, inclinándose sobre su oreja. El soldado parecía satisfecho y, al responderle, pudimos oír su voz fina, aguda y entrecortada por suspiros, como la de un niño o una mujer. Después de ponerse erguido, levantó un brazo bien alto en el aire, mientras el preso se dirigía a nosotros, pidiéndonos «silencio y atención»; entonces experimenté por primera vez la agradable sensación, tantas veces recordada por los mayores, de oír palabras húngaras en el extranjero; el preso era, pues, un compatriota nuestro. Enseguida sentí pena por él, pues veía que se trataba de un hombre joven y a todas luces inteligente, distinguido aunque estuviera preso; me entraron ganas de preguntarle qué delito le había llevado allí. Nos dijo que nos comunicaría nuestros deberes y transmitiría los deseos de Herr Oberscharführer. Si, como era de esperar, nosotros colaborábamos, todo se arreglaría «de manera rápida y eficiente», lo que repercutiría en nuestro interés y satisfaría plenamente los deseos de Herr Ober, dijo dirigiéndose a él de una forma más familiar, como si descuidara las formas oficiales.
Después, nos explicó un par de detalles evidentes en esas situaciones; el soldado acompañaba sus palabras con movimientos de cabeza aprobatorios para afirmar la credibilidad de un hombre que, al fin y al cabo, era un preso, dirigiendo su rostro simpático y sus ojos alegres hacia él o hacia nosotros. Nos enteramos, por ejemplo, de que en la siguiente sala, a la que llamó «vestuario», nos tendríamos que quitar toda la ropa y colocarla de manera ordenada en unos percheros que tenían sus correspondientes números. Mientras nos estuviéramos duchando, desinfectarían nuestras ropas. Era necesario -lógicamente, como nos decía- que recordáramos nuestros respectivos números. También me pareció lógico que nos propusiera atar nuestros zapatos para «evitar extravíos o pérdidas». A continuación, unos barberos profesionales nos cortarían el pelo y, según nos prometía, después de todo eso llegaríamos a las duchas.
Antes de proceder con nuestro cometido solicitó que aquellos que todavía llevaran cualquier objeto de valor, como oro, joyas, piedras preciosas o simplemente dinero, se lo entregaran a Herr Ober de manera voluntaria, puesto que era la última ocasión para «deshacerse de ese tipo de pertenencias sin ninguna consecuencia penal». Según nos explicó, estaba «terminantemente prohibido» poseer objetos de valor o comerciar con ellos en todo el territorio del lager o sea campo; aquella expresión alemana me resultó del todo conocida. Después de la ducha, todos tendríamos que pasar por «un aparato de rayos X especial», según nos explicó; el soldado asintió con vehemencia y alegría al oír la palabra «rayos X», pues seguramente pudo reconocerla. Entonces me acordé del guardia armado del tren, quien, al fin de cuentas estaba bien informado. El preso añadió que el intento de delito de contrabando tendría como consecuencia una severa pena para el culpable y el riesgo de manchar nuestro honor frente a las autoridades alemanas y, por lo tanto, sería «absurdo e ilógico». Aunque yo no estuviera implicado, me pareció que tenía toda la razón. Un breve silencio, intenso y un tanto incómodo, siguió a sus palabras. Entonces, alguien entre la gente más cercana al escritorio, se abrió paso para acercarse y colocar algo delante del soldado, después regresó a su sitio. El soldado dijo algo que sonó como una aprobación y, tras un breve examen visual, colocó el pequeño objeto -desde donde yo estaba, no se veía muy bien qué era- en el cajón del escritorio. El soldado parecía contento. Hubo otro momento de silencio, más corto que el anterior, y alguien se movió, otro hombre, y luego otro y otro, y así muchos, de manera cada vez más rápida, más decidida; todos pasaban por delante del escritorio y colocaban sus objetos en el pequeño espacio que quedaba entre el látigo y la cartera. Con excepción del ruido de los pasos y de los objetos y las breves palabras aprobatorias o alentadoras del soldado, todo se desarrolló en el más absoluto silencio. También observé que el soldado procedía de la misma manera con todos los objetos. Aunque alguien pusiera dos objetos sobre la mesa, él siempre los examinaba uno por uno. Luego abría el cajón, colocaba uno de los dos objetos, cerraba el cajón, en la mayoría de las ocasiones, empujándolo con la barriga, para proceder a examinar la pieza siguiente, de la misma manera que había hecho con las anteriores.