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– ¿Cuánto? -pregunté.

– ¿Cuánto tienes?

Volví a meter la mano en el bolsillo del pantalón y saqué dos dólares.

– Hoy es tu día de suerte -dijo el tipo-, ya que la tengo rebajada a dos dólares.

Le entregué el dinero, pillé la camiseta y me encaminé fatigosamente a mi CR-V.

Aparcado justo enfrente del mío había un estilizado coche negro. Apoyado en él, un hombre me miraba y sonreía. Era Ranger. Llevaba el pelo negro retirado de la cara y recogido en una coleta. Vestía pantalones de trabajo negros, botas Bates negras y una camiseta negra que se amoldaba a los músculos que había desarrollado cuando estaba en las Fuerzas Especiales.

– Parece que has estado de compras -dijo.

Tiré la camiseta dentro del CR-V.

– Necesito ayuda.

– ¿Otra vez?

Tiempo atrás le había pedido a Ranger que me ayudara a atrapar a un sujeto llamado Eddie DeChooch. Estaba acusado de traficar con cigarrillos de contrabando y me estaba dando toda clase de problemas. Ranger, que tiene mentalidad de mercenario, había establecido como precio por ayudarme pasar una noche juntos, como él quisiera. Toda la noche. Y él podía decidir las actividades de esa noche. No es que fuera exactamente un sacrificio, puesto que Ranger me atrae como la luz a las polillas. Pero la idea me asustaba. A ver, es el Mago, ¿verdad? Prácticamente tengo un orgasmo con sólo estar a su lado. ¿Qué pasaría con una penetración real? Dios mío, mi vagina entera acabaría incendiándose. Eso sin mencionar que todavía no estoy muy segura de si continúo comprometida con Morelli o no.

Al final resultó que necesité la ayuda de Ranger para llevar cabo la captura. Y habría sido una captura perfecta, si no llega a ser por un par de detalles… como que DeChooch perdió una oreja de un disparo. Ranger se llevó a DeChooch al pabellón vigilado de presidiarios del hospital St. Francis y yo me retiré a mi apartamento y me metí en la cama, con ánimo de no pensar más en los duros acontecimientos del día.

Lo que ocurrió después aún sigue vivido en mi memoria. A la una de la mañana el cerrojo de la puerta de mi casa se deslizó y oí cómo la cadena de seguridad se descolgaba. Conocía a mucha gente capaz de abrir una cerradura. Pero sólo conocía a uno que supiera soltar una cadena de seguridad desde fuera.

Ranger se plantó en la puerta de mi dormitorio y golpeó suavemente en el quicio.

– ¿Estás despierta?

– Ahora sí. Me has dado un susto de muerte. ¿Nunca te has planteado llamar a un timbre?

– No quería sacarte de la cama.

– Bueno, ¿y qué pasa? -pregunté-. ¿Está bien DeChooch?

Ranger se soltó la funda de la pistola y la dejó caer en el suelo.

– DeChooch está perfectamente, pero tú y yo tenemos asuntos pendientes.

¿Asuntos pendientes? Oh, Dios mío, ¿se refería al precio que había fijado por la captura? La habitación daba vueltas delante de mis ojos e, involuntariamente, me apreté la sábana contra el pecho.

– Es algo repentino -dije-. Quiero decir que no esperaba que fuera esta noche. Ni siquiera sabía si iba a ser alguna noche. No estaba segura de que lo hubieras dicho en serio. No es que me vaya a echar atrás de lo que habíamos acordado, pero, hum, lo que intento decir es que…

Ranger levantó una ceja.

– ¿Te pongo nerviosa?

– Sí -maldita sea.

Se sentó en la mecedora del rincón. Se recostó ligeramente, puso los codos en los brazos de la mecedora con los dedos unidos por las puntas.

– ¿Y bien? -pregunté.

– Puedes relajarte. No he venido a cobrarme la deuda.

Parpadeé.

– ¿Ah, no? Y ¿por qué has tirado la funda de la pistola?

– Estoy cansado. Quería sentarme y el cinturón no me dejaría ponerme cómodo.

– Ah.

– ¿Desilusionada?

– No -mentirosa, mentirosa, cara de mariposa.

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Entonces, ¿cuáles son los asuntos pendientes?

– DeChooch va a pasar la noche en el hospital. Lo van a trasladar mañana a primera hora de la mañana. Hace falta que alguien esté presente durante la entrega para asegurarse de que hacen bien el papeleo.

– ¿Y tengo que ser yo?

Ranger me miró por encima de sus dedos entrelazados.

– Tienes que ser tú.

– Podías haberme llamado para decírmelo.

Recogió el cinturón del suelo y se puso de pie.

– Podría haberte llamado, pero no habría sido tan entretenido.

Me besó en los labios suavemente y se fue hacia la puerta.

– Oye -dije-, en cuanto al trato… Estabas de broma, ¿verdad?

Era la segunda vez que se lo preguntaba y obtuve la misma respuesta: una sonrisa.

Y allí estábamos, semanas después. Ranger todavía no se había cobrado la deuda y yo me encontraba en la incómoda situación de volver a pedirle ayuda.

– ¿Conoces las fianzas de custodia infantil? -pregunté.

Inclinó la cabeza una fracción de centímetro. Eso, para Ranger, era el equivalente a un asentimiento entusiasta.

– Sí.

– Estoy buscando a una madre y a su hija.

– ¿Qué edad tiene la niña?

– Siete años.

– ¿Del Burg?

– Sí.

– Una niña de siete años es difícil de esconder -dijo Ranger-. Se asoman por las ventanas y se escapan por cualquier puerta. Si la niña está en el Burg, se correrá la voz. El Burg no es un buen sitio para guardar un secreto.

– Yo no he oído nada. No tengo ni una pista. Connie está buscando con el ordenador, pero no empezará a obtener respuestas hasta dentro de uno o dos días.

– Dame toda la información que tengas y preguntaré por ahí.

Miré detrás de Ranger y vi el Cadillac a lo lejos, dirigiéndose hacia nosotros. Bender seguía al volante. Redujo la velocidad al llegar a nuestro lado, me mostró un dedo, y desapareció por la esquina.

– ¿Amigo tuyo? -preguntó Ranger.

Abrí la puerta izquierda de mi CR-V.

– Se supone que tengo que detenerle.

– ¿Y?

– Mañana.

– También podría ayudarte con ése. Podría abrirte una cuenta.

Le hice una mueca.

– ¿Conoces a Eddie Abruzzi?

Ranger me quitó una rodaja de pepperoni del pelo y me sacudió unas migas de patata frita de la camiseta.

– Abruzzi no es una buena persona. Será mejor que no te acerques a él.

Yo intentaba ignorar las manos de Ranger en mi pecho. Aparentemente, no era más que un inocente acto de limpieza. En la boca del estómago, yo lo sentía como un acto sexual.

– Deja ya de toquetearme -dije.

– Tal vez deberías acostumbrarte, teniendo en cuenta lo que me debes.

– ¡Estoy intentando mantener una conversación! La madre desaparecida tiene alquilada una casa propiedad de Abruzzi. Esta mañana me he tropezado con él.

– A ver si adivino… Te has caído en su almuerzo.

Bajé la vista hacia la camiseta.

– No. El almuerzo era del tío que me ha sacado el dedo.

– ¿Dónde te has encontrado con Abruzzi?

– En la casa de alquiler. Es una cosa muy rara… Abruzzi no quería verme por la casa y tampoco quería que investigara la desaparición de Evelyn. Vamos a ver, ¿a él que le importa? Ni siquiera es una propiedad importante para él. Y luego se puso muy raro con que esto era una campaña militar y un juego de guerra.

– La principal fuente de ingresos de Abruzzi son los préstamos leoninos -dijo Ranger-. Luego invierte en negocios legítimos como los inmuebles. Su pasatiempo son los juegos de guerra. ¿No sabes lo que son?

– No.

– El aficionado a los juegos de guerra estudia estrategia militar. Cuando empezaron no eran más que una pandilla de tíos en una habitación, moviendo soldaditos de juguete sobre un mapa extendido encima de la mesa. Un juego de mesa, como el Risk. Montan batallas imaginarias y las libran. Ahora muchos de estos jugadores compiten por ordenador. Es como Dragones y Mazmorras para adultos. Me han contado que Abruzzi se lo toma muy en serio.

– Está loco.

– Esa es la impresión generalizada. ¿Algo más? -preguntó Ranger.

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