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Puse el coche en marcha y me dispuse a cruzar la ciudad. Era una tarde agradable y las viviendas de protección oficial parecían habitables. Los jardines yermos de delante de las casas desprendían un optimismo que sugería que tal vez este año creciera en ellos algo de hierba. A lo mejor los contenedores de la acera dejaban de rezumar aceite. A lo mejor caía un billete de lotería con un premio grande. Pero, claro, a lo mejor no.

Aparqué delante de la casa de Bender y me quedé observando un rato. A falta de una expresión más acertada, esta parte del suburbio podría describirse como de apartamentos con jardín. Bender vivía en el bajo. Con su esposa maltratada y, afortunadamente, sin hijos.

Una especie de bazar al aire libre, por llamarlo de alguna manera, ofrecía sus mercancías a poca distancia. El bazar estaba formado por dos coches, un viejo Cadillac y un Oldsmobile nuevo. Los dueños los habían aparcado en la acera y vendían bolsos, camisetas, DVD y Dios sabe qué más, expuestos en los maleteros. Unas cuantas personas deambulaban a su alrededor.

Rebusqué en el bolso y encontré el cilindro de tamaño mini del spray de pimienta. Lo agité para asegurarme de que estuviera en buenas condiciones y me lo guardé en el bolsillo del pantalón para tenerlo a mano. Saqué un par de esposas de la guantera y me las coloqué por la parte trasera de los vaqueros, bajo la pretina del pantalón. Muy bien; ya estaba equipada como una auténtica cazarrecompensas. Me acerqué a la puerta de Bender, inspiré profundamente y llamé.

La puerta se abrió y Bender me miró a la cara.

– ¿Qué?

– ¿Andy Bender?

Se inclinó hacia mí entornando los ojos.

– ¿La conozco de algo?

No pierdas el tiempo, me dije mientras buscaba las esposas a mi espalda. Muévete rápido y cógele por sorpresa.

– Stephanie Plum -dije sacando las esposas y cerrándole una alrededor de la muñeca izquierda-. Agente de fianzas. Tenemos que ir a la comisaría y que le den una nueva fecha para el juicio.

Le puse una mano en el hombro y le hice girar para ponerle la otra esposa en la muñeca derecha.

– Eh, espera un momento -dijo él, dando un tirón-. ¿Qué coño es esto? No voy a ir a ningún sitio.

Hizo un movimiento para alejarse de mí, perdió el equilibrio, se escoró hacia un lado y se dio contra una mesa auxiliar. Una lámpara y un cenicero se estrellaron contra el suelo. Bender los miró pasmado.

– Me has roto la lámpara -dijo, con la cara enrojecida y los ojos achinados-. No me hace ninguna gracia que me hayas roto la lámpara.

– ¡Yo no he roto la lámpara!

– He dicho que la has roto. ¿Eres dura de oído?

Levantó la lámpara del suelo y la tiró contra mí. Yo me aparté y la lámpara pasó por mi lado y fue a dar contra la pared.

Metí rápidamente la mano en el bolsillo, pero Bender me inmovilizó antes de que pudiera hacerme con el spray. Era unos centímetros más alto que yo, delgado y nervudo. No es que fuera especialmente fuerte, pero era peligroso como una serpiente. Y estaba enardecido por el odio y la cerveza. Rodamos por el suelo unos instantes, dándonos patadas y arañazos. Él intentaba hacerme daño y yo intentaba librarme de él, pero ninguno de los dos estábamos teniendo mucho éxito.

La habitación era un batiburrillo de cosas, con montones de periódicos, platos sucios y latas de cerveza vacías. Nos golpeábamos contra sillas y mesas, tirando platos y latas al suelo y rodando luego por encima de ellos. Una lámpara de pie cayó al suelo, seguida de una caja de pizza.

Logré escapar de su abrazo y ponerme en pie. Él se lanzó tras de mí, blandiendo un cuchillo de cocina. Supongo que debía de estar entre el montón de basura que cubría el suelo de la sala. Solté un grito y me di la vuelta. No tenía tiempo de sacar el spray de pimienta.

Se movía con una rapidez sorprendente, teniendo en cuenta que llevaba una cogorza de cuidado. Salí corriendo a la calle. Y él me siguió pisándome los talones. Dejé de correr cuando He gamos al mercadillo de objetos robados y puse el Cadillac entre Bender y yo, mientras recuperaba el aliento.

Uno de los vendedores se me acercó.

– Tengo unas camisetas muy bonitas -me dijo-. Exactamente iguales que las que venden en Gap. Y las tengo en todas las tallas.

– No me interesa -dije.

– Las llevo a muy buen precio.

Bender y yo bailábamos alrededor del coche. Primero se movía él y luego me movía yo, luego se movía él, y luego me movía yo. Mientras, intentaba sacar el spray de pimienta del bolsillo. El problema era que los pantalones eran demasiado ajustados, el spray estaba en el fondo del bolsillo y las manos me sudaban y me temblaban.

Había un sujeto sentado en el capó del Oldsmobile.

– Andy -gritó-, ¿por qué persigues a esa chica con un cuchillo?

– Porque me ha fastidiado el almuerzo. Yo estaba tan tranquilo comiendo mi pizza y viene ella y me la destroza entera.

– Ya lo veo -dijo el tipo del Oldsmobile-. Tiene pizza por todas partes. Parece que se ha revolcado en ella.

Había otro fulano sentado en el Oldsmobile.

– Pervertida -dijo éste.

– Chicos, ¿por qué no me echáis una mano? -pedí-. Haced que tire el cuchillo. Llamad a la policía. ¡Haced algo!

– Oye, Andy -dijo uno de los hombres-, que quiere que tires el cuchillo.

– La voy a destripar como a un pescado -aulló Bender-. Voy a hacerla filetes como si fuera una trucha. Ninguna zorra va a entrar en mi casa y fastidiarme la comida sin más.

Los dos tíos del Oldsmobile sonreían.

– Andy necesita un cursillo de control de la ira -dijo uno de ellos.

El de las camisetas seguía a mi lado.

– Sí, y tampoco sabe mucho de pesca. Ese cuchillo no es de cortar pescado.

Por fin logré sacar el spray de pimienta del bolsillo. Lo agité y lo dirigí hacia Bender.

Los tres hombres se movilizaron de inmediato, cerrando los maleteros de golpe y alejándose de nosotros.

– Oye, haz el favor de tener presente para dónde sopla el viento -dijo uno de ellos-. No necesito que me limpien las fosas nasales. Y tampoco quiero que se me estropee la mercancía. Soy un hombre de negocios, ¿entiendes lo que te digo? Y éstas son mis existencias.

– Esa mierda no me asusta -dijo Bender, siguiéndome alrededor del Cadillac, cuchillo en ristre-. Me encanta. Échamelo. Me han echado tanto spray de pimienta que me he hecho adicto.

– ¿Qué llevas en la muñeca? -preguntó a Bender uno de los hombres-. Parece un grillete. ¿Os habéis metido tú y tu señora en el rollo del sadomasoquismo?

– Son mis esposas -dije-. Ha violado su compromiso de libertad bajo fianza.

– Oye, yo te conozco -me dijo uno de ellos-. Recuerdo que vi tu foto en un periódico. Tú incendiaste una funeraria y ardió hasta las cejas.

– ¡No fue culpa mía!

Otra vez sonreían todos.

– ¿No te siguió Andy el año pasado con una sierra mecánica? ¿Y ahora todo lo que llevas es ese spray de pimienta de nena? ¿Dónde tienes la pistola? Probablemente seas la única en todo el barrio que no lleva pistola.

– Dame las llaves -dijo Bender al tío de las camisetas-. Me largo de aquí. Esto se está convirtiendo en un auténtico muermo.

– No he acabado las ventas.

– Ya venderás en otro momento.

– Mierda -dijo el fulano, y le lanzó las llaves.

Bender se metió en el coche y salió disparado.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Por qué le has dado las llaves?

El de las camisetas se encogió de hombros.

– El coche es suyo.

– No consta ningún coche en el inventario de la fianza -dije.

– Supongo que Andy no lo cuenta todo. Además, es de reciente adquisición.

Reciente adquisición. Probablemente lo robó la noche anterior, al mismo tiempo que las camisetas.

– ¿Estás segura de que no quieres una camiseta? Tenemos más en el Oldsmobile -dijo. Abrió el maletero y sacó un par de camisetas-. Mira. Éste es el modelo con escote en pico. Incluso tienen un poco de lycra. Estarías guapísima con esta camiseta. Te marcaría las tetas.

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