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– ¿Y aquella novia que tenías? ¿Y tu socio, o lo que fuera?

– Charo me abandonó hace unos tres años. Quizá cuatro. Vive en Andorra. Ha dejado la prostitución y trabaja de recepcionista de hotel. Biscuter trata de emanciparse, de encontrar sus razones para vivir al margen de ser mi ayudante para todo. Sólo mi vecino Fuster sigue siendo Fuster, pero está muy asustado porque todos sus amigos van teniendo infartos de miocardio. Es imposible emborracharse con él. Ni siquiera mi ciudad es mi ciudad. Los Juegos Olímpicos la han convertido en una desconocida para mí. Es como si sobre ella hubieran pasado aviones fumigadores que han matado todas las bacterias que rae permitían sobrevivir.

– ¿Y por qué no te quedas tú en Madrid?

– Madrid fue la capital de un imperio por casualidad. Ahora es la capital de un inmenso cansancio. En Barcelona en el fondo nunca nos pasa nada. Todo lo que nos pasa es por culpa de Madrid. Esta ciudad vuestra siempre está llena de un millón de personas raras. En 1945 de un millón de cadáveres. En 1980 de un millón de chalecos. Ahora de un millón de nuevos ricos.

– Pues qué quieres que te diga, a mí Barcelona me parece una ciudad sosa y en Madrid se ven mucho más claras las contradicciones del capitalismo salvaje. Además mañana tengo mucho que hacer. Trabajo en la sección de refugiados de la ONU por las mañanas. Por la tarde tengo reunión en SOS Racismo y luego debo coordinar un grupo sobre la ayuda a Chiapas. Yo, como ayer. Mientras haya hijodeputas en el mundo, yo, como ayer.

– El avión es casi tan bonito como este coche y lo viviremos para ti y para mí solos.

– Qué quieres que te diga, este coche me da corte. ¿De qué raza es?

– Un Jaguar.

– Pues será un Jaguar o lo que tú quieras, pero a mí me da corte.

Apoyada sobre el respaldo del asiento, Carmela estudiaba a aquel antiguo desconocido y Carvalho leyó en sus ojos un sorprendido diagnóstico comparativo con el que sin duda ella había establecido quince años antes.

– Estás cansado.

– La noche ha sido larga.

– No rae refiero a la noche. Estás cansado. Sea de noche o sea de día. Mañana por la mañana seguirás estando cansado.

– Es probable.

– Quédate.

– También estoy cansado para quedarme. Siento haberte presionado. Si quieres el chófer te lleva a casa antes de acercarme al aeropuerto.

– Me gusta despedirte en los aeropuertos.

Carmela tenía cuarenta años y de pronto a Carvalho le pareció casi una muchacha, una muchacha que le regalaba su compañía hasta el momento de una despedida que la liberaría de una querencia enquistada. Ella seguía estudiándole y él no fue capaz de devolverle la investigación, recorriendo uno por uno los detalles de su anatomía sazonada. Había conseguido reunir los quilos de más que Carvalho le había exigido, pero cada despedida tiene su melodía secreta y así como había sonado para él quince años antes, esta vez la despedida sólo convocaba el silencio de los deseos y finalmente el de la memoria. Hace quince años ella habría secundado la locura de subirse a un avión para dos, de madrugada, casi de amanecida, porque las claridades se colaban por los cielos altos de Madrid.

– ¿De quién es el coche? ¿Y el avión?

– De Lázaro Conesal.

– ¿Del muerto? ¡Qué grima! ¿Trabajabas para él?

– Hoy. Sólo hoy.

– Pues vaya día para empezar a trabajar para Lázaro Conesal. A esto se llama trabajo precario.

– Estoy cansado, tienes razón. De mí mismo en parte. Además este país cansa. Esta gente cansa. No sé por qué, pero supongo que ser suizo u holandés o francés debe de ser mucho más relajado. Tengo ganas de irme una temporada y he aceptado un encargo en Buenos Aires. Te gustaría la historia. Encontrar a un desaparecido.

– ¿Todavía quedan desaparecidos?

– Un desaparecido residual, voluntario. Alguien que ha querido desaparecer, pero cuya historia se relaciona con la de los desaparecidos bajo la Junta Militar.

Carmela le observaba atentamente.

– Es curioso. Me estás hablando como si nunca se hubiera interrumpido nuestra conversación y a mí me parece lo más natural de este mundo.

– ¿No te gustaría ir a Buenos Aires conmigo?

– Pero bueno, ¡tú eres una agencia de viajes!

El chófer enseñó sus credenciales y los guardianes del aeropuerto le permitieron seguir hasta el pie del Père Lachaise. Para Carvalho era un pájaro familiar que le esperaba para el último viaje. El chófer le entregó una carpeta y un sobre en el momento de despedirse.

– Me lo ha dado el señorito Álvaro para usted.

Se cuadró el chófer barman hispanista falsamente negro.

– Aquí tiene a su disposición a Simplemente José.

Carmela le siguió maquinalmente hasta la escalerilla, pero tanto Carvalho como ella tenían ganas de concluir la escena. Se besaron las dos mejillas y en el viaje de las caras los labios se rozaron, pero ni el hombre ni la mujer hicieron ningún esfuerzo para ultimar el encuentro de las bocas.

– Que no pasen quince años.

– No. No pasarán quince años.

A punto de meterse en el avión se volvió para despedirse de ella, pero Carmela le daba la espalda avanzando hacia el Jaguar que la devolvería a casa, a Dios nos pille confesados, a sus militancias altruistas, a todas las militancias altruistas necesarias en el final del segundo milenio y Carvalho no esperó a que se volviera antes de subir al coche, se metió en el avión y recibió un saludo relajado del mismo piloto de la madrugada anterior. Las azafatas avanzaban majestuosas por el pasillo central, irreales, como si fueran hologramas de sí mismas, pero no le tentaron esta vez los canapés ni la carta de vinos excelentes, ni siquiera el whisky. Se sentía saturado de alcohol, palabras y sensaciones y cuando el avión empezó a remontarse abrió el sobre que le había hecho llegar Álvaro a través de Simplemente José, el hombre para todo. Era un cheque. El resto del dinero acordado. Una azafata le dejó a mano la edición de un diario recién cocido.

Lázaro Conesal asesinado antes de poder fallar
el premio Venice.
La policía ha detenido al escritor Oriol Sagalés
como sospechoso del crimen.
Fallece de la impresión uno de los invitados:
el naviero Justo Jorge Sagazarraz.

El tercer titular le llenó el alma de compasión hacia sí mismo y pidió a una de las azafatas que le sirviera un whisky doble.

– In memoriam -añadió enigmáticamente. Pero le atraía sobre todo abrir la carpeta adjunta y al hacerlo se encontró con el original de una novela. Empezó a leerla. Apenas tres páginas. Hasta que se dio cuenta de que ya la había vivido:

Ouroboros. Novela. Barón d'Orcy.

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