– Ahí tienes un best seller. Te lo ofrezco a ti porque tienes mucho futuro por delante. Te garantizo el premio Almansa.
Fue cuando el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas recuperó de pronto el fragmento de Oscar Wilde que había querido rememorar a lo largo de toda la noche y se lo recitó a Belmazán.
– Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama, sépanlo todos. Unos lo hacen con una mirada de odio. Otros con palabras que acarician. El cobarde con un beso. El valiente con una espada. Unos matan su amor cuando son jóvenes, otros cuando son viejos. Algunos lo estrangulan con las manos del deseo, otros con las del oro, los mejores utilizan un cuchillo, porque asilos muertos se enfrían en seguida…
Álvaro y Carvalho habían esperado la vaciedad total del comedor y lo atravesaron, así como el hall bajo las palmeras dormidas aunque muertas, para buscar refugio en el bar. Fue allí donde Carvalho vio al falso negro con los ojos llenos de telarañas y el tinte amenazado por el sustrato blanco. También estaban las dos mujeres. Una era Carmela que dormitaba en una esquina del sofá que marcaba el perímetro de toda la estancia, con los brazos cruzados sobre el bolso y la boca ligeramente abierta. La otra era la madre de Álvaro que se levantó para abrazarse a su hijo. Estaba conmovida y asustada.
– Álvaro. Tú estás a salvo. Eres lo único importante que me queda.
Él no estaba ni conmovido ni asustado y lo exteriorizó sacándosela de encima con enérgica suavidad. Parecía estar acostumbrada la mujer al distanciamiento de su hijo y volvió a dejarse caer en su asiento jugueteando con la mirada con los pocos asideros que le ofrecía el bar casi vacío.
– No puedo velar a tu padre. Me horroriza ese aspecto, esa horrible muerte, ese horrible cuerpo que le ha quedado. No me parece él.
– Es él, mamá, es él.
– Ha muerto tan horriblemente como ha vivido. Tan horriblemente como era. Sin saberlo. Nunca me pidió todo lo que yo podía darle.
Álvaro se había situado más allá de la barra y estaba sirviéndose, prescindiendo del falso camarero negro en pleno decoloramiento. Carvalho no quiso despertar a Carmela y se acodó en el mostrador para compartir lo que bebiera el muchacho. Ron, tónica, mucho hielo, lima. Estaba bueno y era refrescante. Carvalho distrajo la mirada sobre el camarero y éste le correspondió abriendo desmesuradamente los ojos para exagerar el contraste del blanco de sus ojos.
– ¿A qué hora le subió las pastillas de Prozac a don Lázaro?
Los ojos del falso camarero negro se abrieron hasta la desmesura, pero luego se cerraron, como tratando de consultar un reloj mental interior. No se apartaban de los de Carvalho como preguntándole: ¿Por qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué te he hecho yo para que me preguntes esto? ¿No te he dado conversación y buen whisky?
– ¿No era usted el jefe de intendencia? ¿No era usted el encargado de que no faltara el whisky ni el Prozac?
– A las once y media aproximadamente. Fue a causa de una llamada interior desde el teléfono directo que el señor Conesal tenía en su suite. Había observado que no estaba allí la caja de Prozac.
– Usted es su proveedor habitual.
– Sí.
Carvalho hizo un gesto como entregándole a Álvaro al culpable, pero al muchacho sólo le quedaba cansancio. Fue Carvalho quien le preguntó al barman:
– ¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Ha sido por lo de su hermana?
– Por lo de mi hermana, ¿qué?
– Las pastillas contenían veneno.
Los buenos barman deben acoger con frialdad la acusación indirecta de que pueden ser el asesino, pensó Carvalho, pero en el aplomo del falso negro había otro componente que se hizo sonrisa negra. Ahora Simplemente José le hablaba inplacablemente a su señorito:
– La caja de pastillas me la dio su madre, don Álvaro. Me dijo que había notado que su padre no las tenía en la mesilla de noche y me las dio para cuando él las reclamara. Si usted recuerda me acerqué a la mesa durante la cena abandonando mi habitual puesto de trabajo. Su madre me había hecho llamar.
Esta vez Carvalho se separó de la barra y pensó qué debía decir. El cansancio le caía encima como una catarata de relente y madrugada. No debía decir nada. Simplemente despedirse. Le tendió una mano a Álvaro que él le estrechó sin entender por qué se la tendía, ni por qué se la estrechaba.
– Asunto terminado. Me vuelvo a Barcelona. ¿Quién me acompaña al aeropuerto?
Simplemente José se estaba quitando la negritud con un delantal.
– Yo lo haré. El aire fresco me desvelará.
Carvalho removió el cuerpo de Carmela hasta despertarla. De reojo veía todas las heridas de la noche grabadas en el rostro hierático y arrugado de la madre de Álvaro y al muchacho con la cabeza entre las manos y los codos sobre la barra.
– Me llevan al aeropuerto. Vente conmigo, Carmela.
Había cara de susto en el rostro de Carmela, resucitado de entre los sueños.
– ¿A qué aeropuerto? ¿Qué pasa?
– ¿No recuerdas que nos despedimos en un aeropuerto hace quince años?
Carmela lo recordaba y se dejaba conducir por Carvalho hacia la salida donde se mezclaron con el último reguero de invitados a la desbandada. Se hablaba de un muerto, de dos muertos y vieron partir una ambulancia que Carvalho supuso llevaba los restos de Conesal. Al pie de la escalinata del Venice un coche de la policía esperaba a un huésped, el personaje de la noche y del día, Sagalés, el novelista desairado que asesinó a Conesal por despecho literario y sexual. El inspector Ramiro estaba junto a la portezuela con los brazos cruzados sobre el pecho y al ver que Carvalho y una acompañante femenina se situaban a unos metros, como a la espera de un taxi, hizo una señal amistosa hacia el detective y luego lo pensó mejor y fue a su encuentro.
– Sigo sin entender cómo Sagalés sustituyó el frasco de cápsulas normales por el de las cápsulas adulteradas. A no ser que mienta su mujer cuando dice que el frasco no estaba en la mesilla de la habitación cuando la compartió con Conesal.
– Hágame caso. No se encariñe con el detenido. Le va a durar poco. Déjele vivir por una noche el sueño de ser un falso culpable, el falso culpable más notorio de la Historia de la Literatura Española. Todos estos escritores son iguales. Gente normal que tiene más miedo que los demás a que nadie sepa lo que piensan y lo que sienten. Son exhibicionistas frustrados. Si tuvieran cojones se irían por los parques con la desnudez cubierta por una gabardina y enseñarían sus encantos a las muchachas o a los muchachos en flor. Pero como no se atreven, escriben para seducir. Seguro que dentro de unos años a Sagalés le saldrá una novela sobre lo que hoy le ha ocurrido. Pero mañana por la mañana usted lo verá todo más claro.
– ¿Me está usted diciendo que un detenido convicto y confeso no es el culpable?
– Le estoy diciendo que ya es de día.
El Jaguar frenó ante Carmela y Carvalho. Al volante iba el hombre para todo, fresco como una rosa marchita regenerada por una ducha rápida, impecable dentro de su uniforme de chófer almirante suizo y con la piel más blanca que nunca. Cuando Carmela se sintió dentro del coche exclamó:
– ¡Guai! ¡Qué cosa más guapa! Debuten. ¿Y adónde me llevas si se puede saber?
– A un avión particular que nos llevará hasta Barcelona. Te invito unos días en mi casa. Esta noche no hemos podido hablar y tenemos una conversación pendiente desde 1980.
– Pero bueno, ¿usted ha oído esto?
El chófer lo había oído pero como si nada.
– O sea que te vas hace quince años. Nos decimos cuatro cosas tristes al pie de un avión de Iberia y vuelves en un avión privado, ¿tuyo?
– No.
– Que ni siquiera es tuyo y me propones que me vaya a Barcelona, como si nuestra despedida hubiera ocurrido hace una hora y yo estuviera en condiciones de cambiar de ciudad, de vida porque te lo pide el cuerpo.
– Se cambia de vida así o no se cambia.