– Hombre, Lázaro, dichosos los ojos. Nos has de informar sobre si fallamos el Nadal o el premio Loewe de poesía.
Zumbón estaba Bastenier el presidente del jurado, pero había cierta acritud, el reproche de Fioreal Requesens, el prestigiado redactor de un Atlas de cuya sustancia Conesal no se acordaba.
– A medida que pasan las horas percibo en mayor mesura la incongruencia de formar parte de un jurado que ni siquiera sabe quién se presenta al premio.
– ¿Les han pasado los resúmenes de las obras finalistas y la valoración crítica?
– Eso sí.
– Aténganse a ello y ya tendrán qué contestar a los periodistas cuando les pregunten si ha sido muy dificultosa la elección. Además, al día siguiente, el único que interesa es el ganador.
Floreal no estaba conforme.
– Si son ciertos los rumores sobre los autores que se han presentado será inevitable hablar de los que no hayan ganado. Este premio será más famoso por los que no hayan ganado.
Conesal se encogió de hombros.
– Todo premio se concede contra alguien o contra algo.
De uno de los bolsillos interiores de su americana sacó tantos sobres como miembros del jurado y los fue entregando uno a uno, sin atender el gesto de extrañeza con el que todos asumían el pago de sus servicios, del que ya tenían constancia pero que tomaban con dedos ágiles y el cerebro distante: ¿Qué hace usted? No sé si debo. ¡Ah! Pero ¿esto se paga? Algunos llevaban la teatralidad hasta el punto de rechazar el sobre levemente pero si Lázaro hacía el gesto de devolverlo a su lugar de origen lanzaban las manos como garras para apoderarse del estipendio, sin que los ojos testimoniaran avaricia. La avaricia iba por dentro, desde la íntima convicción de que el pagano era un ladrón de guante blanco, con la fortuna cimentada sobre un millón de muertos.
– Francamente, Lázaro. Nos aturde cobrar por no actuar de jurados.
– Tomadlo como una situación literaria -contestó Conesal a Bastenier y antes de dejarles con sus canapés y sus copas de champán, les recordó-: Cuando tenga decidido el ganador, seréis los primeros en saberlo. Hemos hablado repetidamente de la especial lógica de este premio. De mi lógica. No creo humillaros. Sabíais a qué jugabais.
– Por descontado, señor Conesal -le tranquilizó otro jurado que ya había metido el ojo por la ranura que sus dedos conseguían establecer en el sobre abierto.
– Todo acto cultural tiene su liturgia -dijo Lázaro al salir y les cerró la puerta desde fuera.
Anduvo los escasos metros que le separaban de sus aposentos, pero antes de meterse en ellos se asomó a la cristalera que perpetuaba el acantilado alzado desde el hall forestal. Empezaban a llegar algunos invitados y a vista de pájaro era imposible distinguirlos, salvo por el bracear o por la carencia de brazos. Los que avanzaban abriéndose camino con los brazos eran sin duda sus compañeros de carnada y los que no sabían dónde poner las manos y generalmente las ocultaban en los bolsillos eran los intelectuales. Desde las alturas todos aquellos seres le parecían de su propiedad, convocados a una finalidad de la que él era el dueño absoluto, hasta un premio Nobel se había prestado a adornar su premio, un premio de Lázaro Conesal, el hijo de un fondista de Brihuega, de la mejor fonda de Brihuega, eso sí, y quizá de sus alrededores. ¡Briocenses! ¡Brihuegos! ¡Briocenses! ¡Todos! ¡Contemplad cómo maneja el mundo desde la cumbre de su pirámide de cristal el hijo del Inocencio y la Fermina! ¡Aquel joven estudiante que durante los veranos trabajaba de contable en las canteras de yeso y acabó dueño de todas las constructoras del lugar y de buena parte de la provincia de Guadalajara! Lo único importante que había pasado en Brihuega eran las batallas de la guerra de Secesión y de la Guerra Civil y el nacimiento de Lázaro Conesal.
Permaneció en su observatorio con la frente y las palmas de las manos adheridas al frío cristal, desoyendo la llamada interior de encerrarse a preparar el desenlace del premio, interesado por los andares de los recién llegados, por el juego de la adivinación de quién era cada andar. Y se dio cuenta que uno de aquellos andares pertenecía a Altamirano que ganaba el ascensor sin duda para remontarse y volver a presionarle. Lázaro Conesal se apartó del cristal y comprobó que el pretendido Altamirano venía a por él, retrocedió hasta la puerta de la suite, se metió dentro y oscureció la habitación. Se tendió en el sofá del living con el brazo doblado sobre los ojos y sonrió satisfecho cuando Altamirano ante la puerta realizó toda clase de llamadas.
– ¿Lázaro? ¿Estás ahí?
Sí, estoy aquí tío plasta, pero no para ti. Todo lo que teníamos que decirnos ya está dicho. De pronto sonó una nueva voz más allá de la puerta.
– ¿Qué está usted haciendo aquí?
Era la voz de Sánchez Ariño, de «Dillinger», y Conesal reparó en el tono amedrentado de la respuesta de Altamirano.
– Buscaba al señor Conesal.
– Si no le contesta es que no está. Además, yo voy a entrar en la habitación para unas diligencias.
– Lo siento.
– Si ya lo ha sentido del todo, váyase.
– Oiga, no es para ponerse así. ¿Quién es usted?
– El que puede decirle que se vaya.
Pasaron dos o tres minutos y Sánchez Ariño llamó con los nudillos y pronunció su nombre en voz queda.
– Don Lázaro, soy yo.
Conesal abrió la puerta.
– Le he alejado un moscón.
– Bien hecho.
Sánchez Ariño permaneció en el umbral sin atreverse a entrar, porque Conesal no había encendido la luz y había recuperado la posición horizontal sobre el sofá.
– Pase. Pase y cierre la puerta.
Así lo hizo el jefe de seguridad y permaneció en la penumbra hasta que sus ojos se acostumbraron a distinguir los volúmenes y sobre todo el de su yaciente patrón.
– Siéntese si distingue una silla o lo que sea, pero no encienda la luz. Lo que hemos de hablar prefiero hacerlo a oscuras.
– Estoy bien de pie, don Lázaro.
– Sea. De esto no ha de enterarse nadie, ni siquiera mi hijo. Álvaro desconoce las funciones reales que usted ejerce en mi organigrama. Necesito que usted deje de ser Sánchez Ariño y vuelva a ser «Dillinger» en los años en que estuvo adscrito a los Servicios de Información y le llamaban «El Radioyente». Recuerde que almacenamos montones de dossiers de los que ustedes componían a través de las escuchas y de los seguimientos de políticos, financieros, periodistas, escuchas y seguimientos de cintura para arriba y de cintura para abajo.
– Lo tengo todo a buen recaudo, don Lázaro.
– Pues ha llegado el momento de filtrarlo. Monte usted una operación de camuflaje para que los dossiers, tal como yo los seleccione, lleguen a los medios de comunicación según el plan establecido en su día.
– Lo tengo todo en clave, don Lázaro. En veinticuatro horas lo puedo tener todo a punto y los enlaces en cuarenta y ocho.
– Pues eso era todo. Bueno. Todo no. Quiero basura, mucha basura sobre Regueiro Souza. Caiga quien caiga. Quiero que salgan todos sus líos de pederasta y muy fotografiado. Quiero que toda España recuerde esa cara de mona quemada.
– ¿Se encuentra usted mal, don Lázaro?
– ¿Por qué lo dice?
– Lo veo muy en caliente, don Lázaro, y usted no es así.
– Mal no es la palabra. Gracias por su interés. Váyase.
– ¿Quiere que le monte un servicio de seguridad en la puerta?
– No. Son muy pocos los que conocen la función de esta suite y he de bajar en seguida para recibir al presidente de la Comunidad Autónoma y a la señora ministra de Cultura.
Cuando «Dillinger» o «El Radioyente» se hubo marchado, Conesal recuperó la horizontal y la luz, pero la revelación de los objetos y de él mismo entre ellos le acentuó la depresión. Volvió a apagar la luz, a encenderla definitivamente y se fue hacia un sol burlón de hojalata situado a media pared que una vez desplazado dejó a la vista la puerta de una caja fuerte. Pulsó la combinación y la puerta se abrió como un tapón que liberara la presión ejercida por un montón de folios desde el interior, ni siquiera apilados regularmente. Cogió los papeles con las dos manos, leyó la primera hoja donde constaba el seudónimo del autor y el título provisional: Ouroboros y se disponía a sentarse en compañía del original cuando sonó el teléfono: La señora ministra estaba a punto de llegar, acompañada del todavía presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, Joaquín Leguina. Conesal se cambió de traje, recuperó una cierta compostura ante el espejo de un gran cuarto de baño lleno de bombillitas de camerino de superestrella y se fue hacia el ascensor para ganar el hall y la puerta donde apenas se apostaban periodistas y cámaras de televisión para captar la llegada de un presidente de la Comunidad Autónoma que acababa de perder las elecciones y de una ministra que las perdería en la próxima convocatoria de elecciones generales. Acogió a Leguina con inteligencia y respeto, debido a su condición de intelectual y a la ministra con la efusión que ella misma le demostró al besarle las dos mejillas.