Altamirano había ido elevando el tono de su voz y ahora parecía vaciado y satisfecho de sí mismo. Ramiro no sabía por dónde continuar. Carvalho pensaba en los esfuerzos intelectualistas que tienen que hacer algunos para disimular que les gusta el fútbol, pero acudió en ayuda del policía.
– ¿Le explicó su teoría del once al señor Conesal?
– Sí y estaba entusiasmado. Me dijo: Lorenzo, ésa ha de ser la tensión interna de la literatura. Y añadió: ¿Tú sabes que en las sociedades secretas de la masonería se clavan once banderas? Me explicó que se clavaban en dos grupos de cinco más una, en representación simbólica de las dos hornadas de fundadores: cinco y cinco.
– ¿Y el uno?
– Está clarísimo. El uno es la fusión de los dos grupos de cinco. Refleja la unidad, la síntesis masónica.
Carvalho parecía muy satisfecho por lo escuchado y reparó en si Ramiro había salido de su desconcierto. No había salido.
– Tenían ustedes conversaciones muy profundas.
– Lázaro era un hombre de plurales intereses culturales.
– Usted esta noche trató de hablar con él.
Era la pregunta que Altamirano temía y la que esperaba Ramiro para volver a meterse en situación.
– ¿Era tan urgente hablar con él?
Altamirano trató de cruzar las piernas, pero apenas si pudo montar una sobre la otra con la ayuda de las manos y la presión de un apéndice sobre otro se transmitió al bajo vientre y al estómago. No respiraba a sus anchas y devolvió las piernas a su sitio original. Sudaba más que al comienzo y se pasó una mano por la cara.
– Hay circuito cerrado de televisión, ¿no?
– Sí -se adelantó Carvalho.
– Bien. Entonces habrán comprobado que no pude hablar con Conesal.
– No pudo hablar, ¿de qué?
– Quise encarecerle que no hiciera ninguna tontería. No me gustaban los candidatos que había en la sala. Cualquiera de ellos como ganador era decepcionante, ni siquiera darle el premio al más consagrado, Sánchez Bolín, hubiera satisfecho los deseos del mecenas. Digamos que tenía una idea platónica de ganador, imposible de cumplir.
– ¿Quién era su candidato?
– Un escritor latinoamericano. No puedo decirle más.
– ¿Había concursado?
– No había conseguido acabar la novela a tiempo, pero eso no es un problema porque entre el fallo y la publicación median dos meses, quizá tres, tiempo más que suficiente para acabarla. De hecho Conesal me debía este consejo y mi observación. Yo le había ayudado hasta esta noche y en cierto sentido el premio era un desafío que me había obligado a tragarme muchos sapos. Cien millones de pesetas es una desvergüenza. No creo que ninguna novela del mundo valga esa cantidad. Ni cinco mil. Ni una peseta. El valor en literatura es emblemático, nunca monetario y puestos a buscar un valor emblemático a la altura de los deseos poéticos de Conesal, la novela ganadora debiera reunir unas características que yo tengo en el imaginario y que yo aconsejé a mi candidato. Me hizo una novela a la medida sobre la historia de un fracaso en la búsqueda de un yacimiento de oro en el Perú a fines del siglo dieciocho. Pero por lo visto, Conesal no me hizo caso.
– No le hizo caso y esta noche no pudo hablar con él. Resulta sorprendente que usted estuviera en contra de parte de los escritores que usted mismo había seleccionado.
– Un crítico con voluntad de universalidad, que se convierte en un referente de toda la sociedad literaria española, ha de seleccionar teniendo en cuenta hasta cierto punto a quién se lee. Siempre se filtra si has escogido a éste y rechazado a aquélla. Pero yo tengo mis gustos. Insobornablemente. Y es lo que trataba de decirle a Lázaro.
– No pudo verle. ¿Pudo hablar con el jurado?
Altamirano se echó a reír.
– El jurado era una simple representación. Era un jurado potemkiniano. Una fotografía de jurado. No decidía nada.
A Ramiro no se le ocurría nada más, el policía mecanógrafo tenía cara de tedio. Carvalho pensó que, efectivamente, Altamirano hablaba en verso y era posible que hubiera matado en verso. De momento el inspector dio el asunto por concluido y el crítico había alcanzado un extraño estado de paz que le permitió sacar una conclusión moral.
– Los ricos son diferentes.
– Sí. Tienen más dinero -opuso Carvalho desde la zona de sombra.
– Esa respuesta es de Hemingway -reconoció Altamirano, asombrado de aquella cita literaria que le llegaba desde la penumbra. Carvalho sin salir de las sombras contempló cómo Ramiro despedía al crítico y le encarecía que se animara.
– Hay que levantar ese ánimo, señor Altamirano. Tómese unas pastillitas de Prozac.
El crítico puso cara de asco.
– Yo me levanto el ánimo consiguiendo primeras ediciones en las librerías de viejo y tomándome un buen Rioja de vez en cuando.
Reentró Ramiro siguiendo a la novelista de las varices, mientras leía en el papel el nombre traducido por Álvaro Conesal de la metáfora de Carvalho.
– Señora Alma Pondal. He de confesarle que he leído una de sus novelas, A veces, mañana…
– A veces, por la mañana.
– Eso quería decir. Me ha gustado mucho. Mi esposa es una gran admiradora de su obra.
La dama blanca y ancha, de piel transparente surcada por venillas azules, especialmente reticuladas en las sienes, se había sentado con toda la majestad de sus faldas largas y no parecía afectada por la luz que le daba en pleno rostro. Ni siquiera parpadeaba.
– No necesitamos demasiadas respuestas porque no tenemos excesivas preguntas. Usted se ha entrevistado con el señor Conesal a lo largo de la noche. Nos consta. Y quisiéramos saber por qué.
La escritora contempló primero a los mecanógrafos, luego a Ramiro, finalmente a Carvalho como una madre joven consciente del apuro que pasan sus hijos y les dedicó una sonrisa propicia, confiad en mí que soy vuestra colaboradora, ¿quién os puede tratar mejor que una madre con las piernas llenas de varices secas y por secar, las cicatrices de su maternidad?
– Lázaro Conesal me reclamó. Un camarero me pidió que subiera a las dependencias de nuestro anfitrión y así lo hice. Pensé que me iba a anticipar el fallo, bien para felicitarme, bien para consolarme. Yo he participado en este premio.
– ¿Dónde está el original de su novela?
No asumió la pregunta con tranquilidad y respondió con otra pregunta.
– ¿No obra en su poder?
– No.
Carvalho fue más allá.
– La novela se ha esfumado. Usted podrá facilitarnos una copia.
La madre había aumentado de edad y de jerarquía biológica. Habló como una madre habla a sus hijos.
– He de ser sincera con ustedes. Mi novela no existe. Altamirano me pidió que me presentara al premio y pocos días después, hace de eso cinco meses, Lázaro Conesal me ofreció diez millones de pesetas por no escribir la novela, pero por fingir que me presentaba. Así lo hice. Me presenté con el lema «Cantores de Viena» y con un título no tan supuesto, puesto que será el de mi próxima novela: Triste es la noche.
Ramiro daba vueltas en torno a su madre adoptiva.
– Usted cobra, supongo, por no escribir una novela. Pero la noche del premio, Lázaro Conesal la llama. ¿Por qué? ¿Para qué?
Seguía subiendo la madre por la escala biológica, envejecía por momentos y desde la dignidad de una vieja madre con derecho a conservar su entidad respondió:
– Eso es cosa mía.
– Lamento decirle que está muy equivocada, aunque también le asiste el derecho de negarse a contestar y convertir esta conversación en un interrogatorio convencional en presencia de un abogado. De hecho queremos darles toda clase de facilidades para salir cuanto antes de aquí.
Ella tenía ya preparada la actitud y las palabras. Cruzó las manos sobre el halda, miró fijamente al inspector y dijo:
– Me propuso que me acostara con él.
Las miradas de los allí reunidos, sin excepción establecieron complejas asociaciones de ideas entre los diez millones que Conesal le había dado por no escribir una novela, su aspecto físico de dama guapa pero demasiado maltratada por la maternidad y la propuesta de fornicación a cargo de un hombre que podía pagar diez millones de pesetas a condición de que no escribiera una novela.