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– Piensen que viven una situación única en sus vidas.

Carvalho marchaba en pos de Ramiro, pero ante la puerta de la habitación destinada a los interrogatorios, el inspector le cortó el paso.

– Confío en sus dotes de observación, pero yo quiero presionar a los testigos. Vamos a dar por sentado que sus movimientos han sido registrados por el circuito cerrado de televisión. Usted y yo sabemos que no es así, pero casi nadie conoce la imprevisión cometida. Otro dato importante es el Prozac. Sólo alguien valedor de los hábitos de Conesal podía urdir la sustitución de las cápsulas de Prozac por otras llenas de estricnina. Pero tampoco podemos sistematizar la pregunta porque cada interrogado la divulgaría al salir y los siguientes estarían prevenidos.

Carvalho estuvo de acuerdo. El despacho del gerente del hotel se estaba transformando en comisaría de lujo cuando entraron Ramiro y Carvalho y el policía empezó a pegar palmadas para que se aceleraran los trámites de situar en su sitio la máquina de escribir, la grabadora y para que se ajustaran las luces que eran demasiado delimitadoras.

– No se puede interrogar con luz de quirófano. Quiero luz de puticlub.

Por más que se probaron distintas combinaciones no era posible conseguir luz de puticlub y Ramiro iba poniéndose de pésimo humor.

– Vamos a acabar jugando a la petanca. Esa luz cenital, ¿no hay manera de quitar esa bombilla?

Tuvo que venir el especialista en mantenimiento del hotel y tras una serie de extirpaciones consiguió una luz ambiental basada en el claroscuro, salvo una potente lámpara empotrada en el ángulo izquierdo del techo convertida en el ojo de Dios enviando sobre aquella habitación del Venice un rayo de gracia santificante. La bombilla se había enquistado en el techo y no se podía sacar. Ante los gestos de impotencia del electricista, Ramiro se subió a una silla armado de un martillo y le pegó un martillazo al ojo iluminado. Cayó al suelo una galaxia de cristalitos.

– Pasen la factura a la Jefatura Superior. Y ahora venga la lista.

El propio Ramiro llegó hasta la puerta guardada por dos policías donde esperaba Álvaro Conesal.

– Hagan llegar al salón la petición de una declaración voluntaria, de cara a despejar la situación y sin carácter vinculante. Si alguien quiere hacerlo en presencia de su abogado nos han jodido, pero hay que quitarle gravedad al asunto. Cuanto antes se presten, antes se irán. Usted que sabe traducir las metáforas de su detective puede ser el introductor.

Se dirigió severo a sus colegas.

– Y vosotros con amabilidad que estos que van a entrar no son unos piernas. Mejor que os calléis.

Volvió Ramiro al interior donde Carvalho se había sentado en la mesa, con una pierna apoyada en el suelo y la otra cabalgante. Los dos subalternos estaban ante la máquina de escribir y la grabadora con resignación acentuada por el presagio de una noche interminable. A Ramiro le gustaba la luz conseguida.

– Esto es otra cosa.

Un policía entró en la habitación, le entregó una tira de papel de fax y volvió a marcharse. Ramiro la leyó y se la metió en el bolsillo.

– He pedido los antecedentes de la lista de sospechosos y sólo el señor Oriol Sagalés tiene. Una chorrada.

Chasqueó los dedos en dirección a la puerta donde permanecía atento uno de los inspectores y éste transmitió a Álvaro Conesal que ya podían comenzar las citaciones. Tardaba en llegar el primero y Ramiro impaciente recuperó la puerta donde se dio casi de bruces con Lorenzo Altamirano. Hizo como si no le viera y exigió a Álvaro:

– Vaya usted preparando a los siguientes para que no haya tiempos muertos.

Luego invitó a Altamirano a pasar y a sentarse. El crítico sudaba y en cuanto ocupó la silla destinada comprobó que sobre su frente alta, blanca, perlada caía un molesto chorro de luz. Retrocedió el culo cuanto pudo para escapar al rayo de la muerte y consiguió que quedara más allá de su nariz, sobre su bragueta, pero aun así ofendía la luminosidad a unos ojos maltratados por veinte mil libros leídos. Miró al policía en demanda de auxilio, pero Ramiro sólo parecía solidario de palabra.

– Va a ser todo muy fácil, señor Altamirano.

El gordo que hablaba en verso, leyó Carvalho en sus notas mientras reproducía mentalmente pedazos de la conversación entre Altamirano y su compañera, que había captado durante los barridos de sonido de sus paseos de peripatético desconocido. Fue Carvalho quien preguntó.

– ¿Ha venido a la cena acompañado de Marga Segurola?

Altamirano adoptó una pose más de testigo de cargo que de colaborador de la voluntad de saber de aquel policía peripatético.

– No exactamente. De hecho hemos coincidido en la mesa por expresa voluntad de los organizadores, aunque nuestros oficios se parezcan. Yo soy crítico literario y Marga Segurola es en realidad una experta literaria que ejerce de consultora de editoriales, españolas y extranjeras, revistas literarias, programas culturales de radio y televisión. Es lo más parecido que hay a una posible conseguidora mediática y yo soy un crítico literario in sensu estricto.

Ramiro quiso recuperar el protagonismo.

– In sensu estricto. Muy bien. Creo haber leído algunas de sus críticas, con plena satisfacción, por cierto.

– Muy amable por su parte.

– ¿Qué le unía a usted con Lázaro Conesal y con esta convocatoria en concreto?

– Yo realizaba algunos servicios para Conesal.

No le había agradado confesarlo, como no le agradaba confesar que no le agradaba confesarlo.

– ¿Se ha de saber públicamente?

– ¿Por qué?

– No me gustaría. Aunque no tengo nada que esconder, en el medio no estaría bien visto que yo apareciera como una especie de mentor literario del señor Conesal. De hecho yo fui quien le recomendó a una serie de escritores para este premio, para que juzgara sobre seguro y le ayudé a montar la compleja mecánica de esta representación. También le organicé un jurado a la medida de lo que quería.

– ¿Qué quería?

– Ser el único juez del premio.

– ¿Usted ha leído las novelas presentadas?

– No. Ni siquiera sé quiénes son los finalistas, ni me consta que me hiciera caso en la selección de escritores que le aconsejé.

– ¿Conserva usted esa selección?

– No. Pero recuerdo algunos nombres.

– Por favor, ¿estaban sus elegidos en el salón esta noche?

– No. Ni uno de los cinco escritores premiables presentes en la sala. Alma Pondal, Ariel Remesal, Andrés Manzaneque, Oriol Sagalés, Sánchez Bolín eran de mis preferidos. En cuanto los he visto he comprendido que eran los escogidos por Lázaro. Mis otros recomendados habían saltado de la lista.

– ¿Cuántos había recomendado usted?

– Once. Siempre recomiendo once escritores, sea la selección que fuere.

– ¿Por qué?

La palidez de Altamirano se vio sustituida por una súbita coloración y tardó en poner en marcha las palabras.

– Por motivos complementarios y a veces sorprendentemente complementarios. Once son los jugadores de un equipo de fútbol, ¿no es cierto?

Ramiro se creyó en situación de pedir una asesoría irónica a Carvalho.

– Creo que es así, ¿no?

Carvalho asintió inapelablemente.

– Bien. Pero no es el único motivo. El once es un número cargado de significación simbólica. Según la simbología el diez es el número de la plenitud y el once implica exceso, desmesura, el desbordamiento de cualquier orden, también representa conflicto y la apertura a una nueva década. ¿Comprenden? Por eso san Agustín afirma que el número once es el escudo de armas del pecado. Según una concepción teosófica el once es un número inquietante, porque sumados los dos números que lo hacen posible, el uno y el uno… hacen dos. El dos.

– ¿Qué le pasa al dos?

– Es el número nefasto de la lucha y la oposición. El once es el símbolo de la lucha interior, de la disonancia, de la rebelión, del extravío, de la transgresión de la ley, del pecado humano, de la rebelión de los ángeles.

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