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Adriano calló. Caí en la cuenta de que había hablado todo ese tiempo sin mirarme, con la mirada fija en la desolación de su propia memoria. Había en sus labios un rictus de pena y en sus ojos un brillo de dolor migráñico.

– Creo que voy a dormirme ahora -dijo-. Ha sido una larga jornada.

Me acerqué a ayudarle pero pudo levantarse solo. Caminó hacia la puerta del estudio como si yo me hubiera ido ya. Antes de salir, se detuvo y me dijo:

– Llámeme la semana siguiente a ver si podemos vernos en otra parte. La verdad, extraño nuestro restaurante suizo.

Nuestro regreso al restaurante del Club Suizo fue un acontecimiento. Celebraron a Adriano como si volviera no de una enfermedad reciente sino de una tumba fresca. La cigarrera lloró al verlo, las meseras lo escoltaron abrazándolo a la mesa, el barman abrió un vino blanco que sólo se escanciaba por botella, para servirle su copa ritual.

– Así debieron festejar a Lázaro cuando volvió de su mortaja -dijo Adriano, sonriendo, cuando nos quedamos solos-. Me percato ahora de que estuve gravísimo. A juzgar por su euforia, toda esta gente no esperaba volverme a ver.

– Leve no estuvo -dije yo. Había perdido peso, el saco le bailaba sobre los hombros lo mismo que el cuello de la camisa bajo el gaznate descarnado. Sus facciones se habían afilado, el pelo, siempre abundante, había perdido lustre y disciplina, parecía a la vez ralo, alborotado y seco. La voz había perdido fuerza también. Adriano tenía una voz gutural, trabajada por infinitos cigarrillos negros; conservaba aquella resonancia de caverna pero había perdido fuelle y se diluía a veces, al final de alguna frase larga, en una penosa falta de aliento. Me interrogó a fondo durante la mitad de la comida sobre el "acontecer nacional", como llamaba la prensa a las noticias políticas locales. Cuando terminé mi resumen, dijo:

– Entiendo que llamen a todo eso "acontecer nacional", no sólo por razones de pomposidad, también por algún dejo de precisión involuntaria. En todo lo que usted me cuenta, las cosas efectivamente "acontecen". No tienen origen, dirección ni sentido alguno. No parecen responder a una voluntad pública que las gobierne. Nuestros políticos son víctimas, más que actores, de su política. No hay que culparlos demasiado. Nosotros mismos somos más víctimas que arquitectos de nuestra propia vida y nuestra propia muerte.

– Salvo Carlota Besares -dije.

– Carlota fue el ser humano más libre que yo haya conocido -dijo Adriano-. Aun así, la enfermedad cayó sobre ella como las catástrofes naturales sobre nuestra indigencia pública. Yo fui la encarnación misma de esa indigencia frente a su muerte. ¿Quiere que hablemos de eso? ¿En eso se quedó nuestro relato?

Asentí.

– Pues indigencia es una buena palabra-dijo Adriano-. Durante mi lamento por la muerte de Carlota, pensé mucho en la privación adicional de no tener a nadie con quien llorarla. Ella no tenía hijos ni familia. Yo no tenía testigos de nuestra extraña vida juntos. Carlota me había conocido siendo casi un niño, me dejaba siendo casi un viejo, envejecido doblemente por su muerte. Pensé que nuestros cuerpos habían sido gemelos, cómplices en todo, empezando con la invariable felicidad de sus encuentros. Habían sido a su manera dos cuerpos felices, estériles para todo lo que no fuera su placer. Me dolió sin embargo nuestra falta de progenie y de testigos. Pensé para consolarme que la esterilidad me había emparentado profundamente con Carlota. Las mujeres que no paren y los varones que no engendran son como anomalías de la naturaleza. Hay algo raro y esencial en nosotros los estériles, una falla que sólo la civilización oculta o disculpa pero que, al final, de algún modo cobra su precio. A mí, por ejemplo, pienso que me trajo desde muy joven las ganas de morir. Supongo que el mensaje de la naturaleza era: ya que no puedes dar vida, vale poco que la tengas. Quiero decir que desde los catorce años he sido un suicida tímido pero persistente, por temporadas agobiante. Casi no recuerdo año en que no me acariciara la idea de quitarme la vida. Acariciara digo, como una promesa más que como una amenaza. Aquella libertad del límite volvió durante mi duelo de Carlota. Había perdido todo lo que me importaba, y a Carlota para siempre. No había nada ante mí salvo la vida seca de los libros, la absoluta falta de otras ilusiones que no fuera poner los ojos sobre aquellos vestigios de mundos pasados, tan fantásticos como los que pudiera inventar la más desbordada imaginación, tangibles sin embargo, audibles en antiguas tipografías, en la silenciosa voz de cientos de autores desaparecidos, sin rostro ni cuerpo, convertidos por el tiempo sólo en una inmensa biblioteca de libros sin lectores, polvo de especialistas.

«Estaba a medio camino del libro sobre el reino milenario de los franciscanos en el Nuevo Mundo. Empezaba a leer, como el niño que husmea el postre antes de la comida, las primeras crónicas de la aventura jesuita en estas tierras. Se configuraba ante mí algo de lo que sería después la obra sobre las órdenes misioneras en la América hispana, asunto que habría de consolidar mi fama de reaccionario en las izquierdas, tan ciegas al hecho de que, si alguna utopía igualitaria hubo entre nosotros parecida a la que ellas buscan, son las evangelizaciones de los frailes y sus órdenes. Los frailes creían en un Dios imperioso y tenían una fe ciega en la bondad de su causa. Las utopías igualitarias de la izquierda creen en tiranos divinos y tienen una fe de carboneros en su catecismo progresista. Me es cada vez más difícil encontrar una diferencia entre ambas cruzadas, salvo que de los frailes quedaron muchas cosas buenas y de las revoluciones no quedará sino un crespón de luto y un muro de vergüenza. Pero ya estoy haciendo un artículo de periódico. Lo importante aquí es que la frialdad del gabinete me rescató de la desolación, del mismo modo que la certidumbre de que podía quitarme la vida en cualquier momento me dio fuerzas para seguir viviendo. Fue así como otra vez, poco a poco, en medio de aquel oficio sin ventanas, de aquella concentración sin esperanza, algo en mí empezó nuevamente a no querer la soledad, a necesitar la piel del mundo. Tuve en esos días un sueño como un manantial de agua fresca. Me soñé dormido boca arriba, con los labios secos de anciano pegados por su propia resequedad. Había una luz tenue al fondo, en la tranquilidad de un cuarto oscuro. Hubo de pronto una brisa como si alguien hubiera abierto gentilmente una ventana. Luego, con los ojos cerrados, sentí sobre mi rostro los labios de María Angélica, sólo sus labios, sonriendo dulcemente como ante una travesura. Me besó sin dejar de reír. Sus labios estaban húmedos, frescos, con la humedad y el frescor que le urgían a los míos, húmedos con un agua delgada que corría por su lengua como por una canaleta y mojaba mi boca, que se volvía a secar y era mojada nuevamente con la dosis exacta de humedad o rocío, porque había en esa humedad una aspersión de agua del alba. Desperté bañado por una dicha que no recordaba haber tenido, reconciliado conmigo mismo, feliz por tener dentro de mi el recuerdo casi físico de ese sueño. Tuve primero el placer de recordarlo, luego, a fuerza de recordar, tuve urgencia de María Angélica. Decidí buscarla, atraerla de nuevo, convencerla. No fue ella, sin embargo, quien oyó primero mi llamado, el llamado de mi salida al mundo, sino Cecilia Miramón. Cecilia se presentó una noche en la puerta de mi casa y pasó hasta mi recámara sin preguntar. Lo había hecho otras veces, no me sorprendió. Fue como si la genuina necesidad de María Angélica atrajera a otra, como si lo potente fuese el llamado de compañía, no el destinatario. Algo tienen que ver esas convocatorias erráticas con la universalidad del deseo. Vestimos al deseo de nombres propios y lo llamamos amor. Pero el deseo tiene su propia lista de convocados, no repara en los nombres sino en los cuerpos, y cuando es genuino los atrae, los busca, los encuentra, los persuade con la fuerza misma de su impulso. No quiere fundirse con alguien en especial, quiere sólo fundirse. Cecilia oyó la onda larga de mi deseo, sintonizó con ella porque ella misma había empezado a emitir su propia señal, luego de un año y medio de tener la antena apagada.

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