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– Así suele ser el insomnio -contesté yo al cabo de la calle-, cuando pesa más el pensamiento que el cansancio y el sueño, y cuando más que soñar se piensa, si uno logra dormirse pese a todo.

– Pues a mí no me ha pasado nunca -dijo Anita. En verdad era sana, no me extrañaba que a Only the Lonely le gustara tenerla a su lado.

– Pero algo tomará su jefe, hay somníferos, tendrá un batallón de médicos para recetárselos.

– Intentó con Oasín, ¿lo conoce? Oasín Relajo, debe venir de oasis. -Conocía Oasil Relax, supuse que se refería a ese tranquilizante-. Pero es muy flojo y no le hacía nada. Ahora le han traído unas gotas de Italia que le van mejor, EN o NE se llaman, no sé lo que significa, le hacen dormirse pronto pero en cambio se despierta antes de su hora. Así que no se sabe lo que le va a durar esto-. 'Antes de su hora' me pareció una expresión demasiado maternal acaso.

– Ya comentó algo, creo, el día que estuve con él -dije-. ¿Y en qué piensa? ¿Se lo ha comentado? No es que le falten preocupaciones, pero las habrá tenido siempre.

– Dice que piensa en sí mismo. Que tiene dudas. Andamos todos un poco nerviosos con eso.

– ¿Dudas? ¿De qué?

La señorita Anita se impacientó de nuevo, tenía genio:

– Dudas, joder, dudas, ¿qué más dará de qué sean? ¿Le parece poco?

– No, me parece bastante, sobre todo en su caso. ¿Y qué hace durante el insomnio? ¿Aprovecha para trabajar más? Es mejor que se lo tome con calma, se lo digo porque yo lo padezco a veces, desde hace años.

– Sí hombre, encima va a trabajar a deshoras. -Esto lo dijo en el mismo tono que empleaba Only You con el pintor Seguróla, Anita era víctima del mimetismo, no era sino natural que lo fuese-. No, intenta descansar aunque no duerma, se está tumbado y así descansa las piernas, lee, ve la tele, aunque no todas las cadenas emiten de madrugada; tira los dados a ver si se aburre y le viene el sueño.

– ¿Los dados?

– Sí, los dados. -Y la señorita Anita hizo el gesto de agitarlos primero y soplarlos luego en la mano, como si estuviera en Las Vegas, debía de ver mucho cine, Las Vegas, Ascot-. Ande, déme el sombrero -añadió-. Voy a darle con un poco de agua, qué putada. -Si se permitió esta expresión fue seguramente porque ya había olvidado que la putada era mía.

Se lo devolví para deshacerme de él, pero no hubo lugar a que pidiera el agua:

– Se le estropeará si lo moja -dije.

– Eh, vamos ya al paddock, que los caballos han salido hace rato -dijo Ruibérriz interrumpiendo un momento la cascada incontinente de Lali.

No nos dio apenas tiempo a verlos desfilar, tuvimos que correr para hacer las apuestas, había cola en todas las ventanillas, el hipódromo ya muy lleno como todo en Madrid a todas horas, una ciudad de tumultos. Las dos mujeres miraban estupefactas las pantallas con las cotizaciones sin entender ni un número.

– Oye, Ani -le dijo su amiga-, ¿no era en la cuarta en la que tenías que hacerle la apuesta gorda?

– Ay sí, es verdad, menos mal que me lo recuerdas, esta es ya la cuarta, ¿no? -respondió Anita. Abrió el bolso con súbito apuro (sus uñas pintadas), sacó un papel con unos pocos números anotados y también un fajo de billetes considerable. Parecían billetes nuevos, recién salidos de la Casa de la Moneda, aún llevaban su faja (antes de nuestra guerra se fabricaban en Inglaterra: Bradbury, Wilkinson de Londres eran los encargados, he visto billetes de la República y eran perfectos; antes de nuestra guerra el hipódromo estaba en la Castellana, no fuera de la ciudad como ahora y desde hace decenios, es ya antiguo y noble, el de La Zarzuela). Allí habría una suma enorme, es difícil calcular a ojo cuando los billetes no han sido ni siquiera doblados. Aquella no era ya una apuesta de aficionado, sino de alguien que ha recibido un soplo de muy buena tinta y quiere arreglarse un poco el año. Me sentí ridículo con mis dos billetes previstos para mi apuesta, ahora Ruibérriz y yo parecíamos los principiantes. La dejé pasar delante, como es costumbre, además me convenía hacerlo.

– Todo esto al nueve, ganador -le dijo Anita al de la taquilla-. Y esto también al nueve, lo mismo. -Y le entregó, aparte, un grande suelto, sin duda su propia apuesta.

Miré la cotización del caballo o más bien la yegua: Condesa de Montoro, no figuraba entre los favoritos y aún pagaba muy alto, pero a este paso la haríamos bajar nosotros. En todo caso Anita, inexperta, debía haber hecho primero su propia apuesta. Saqué un tercer billete y aposté una gemela en la que no estaba el nueve, para no ser muy flagrante. Pero con los que tenía listos imité a la señorita sin pensármelo dos veces.

– La voy a imitar -le dije.

A Ruibérriz no se le escapó nada de esto, pese al torrente continuo en su oído. Dejó que Lali la expósita continuara la tendencia y él siguió nuestro ejemplo, cuatro billetes, me dobló la suma, la cotización ya se resentía tras nuestras inyecciones de confianza.

Estos boletos los guardaron las jóvenes con mucho cuidado en el bolso, se miraron, se rieron de ilusión tapándose un poco la boca, Anita me dijo:

– Se fía usted de mí, por lo que veo.

– Desde luego, o me fío más bien de ese amigo por quien ha hecho la apuesta, cantidades así no se arriesgan a lo tonto. ¿Qué es, un entendido?

– Muy entendido -contestó ella.

– ¿Y cómo es que no viene al hipódromo?

– Es que no siempre puede. Pero a veces sí viene.

Dados solitarios, apuestas osadas, no quise poner en relación ambas cosas: si ganábamos, allí tenía que haber soplo, es decir, un gran amaño del que ni Ruibérriz estaba al tanto. Prefería no asociar al Único con prácticas fraudulentas. Pero qué billetes tan nuevos.

Volvimos a perder los prismáticos en favor de las jóvenes en cuanto pisamos las gradas. La niebla no había disminuido pero tampoco iba en aumento. La masa de espectadores se veía difuminada y parecía más masa, nadie tenía contornos, aún faltaban unos minutos para el inicio de la cuarta, los caballos iban entrando en los boxes, pude ver que el jinete de la Condesa era una mancha granate, también su gorra, eso me serviría para seguirle la pista, condenado como estaba a ojo limpio por la caballerosidad que no se acaba. Nos desharíamos de las mujeres para la quinta, ya estaba bien de no ver nada.

– ¿Le consiguió usted el vídeo? -le pregunté de pronto a la señorita Anita.

– ¿A quién? ¿Qué vídeo? -contestó ella, y su sorpresa o despiste parecieron sinceros.

– A su jefe. Aquella película de la que hablamos, ¿no se acuerda? Contó que había tenido insomnio ya una noche, un mes antes, había estado viendo en la televisión una película empezada, Campanadas a medianoche, fuí yo quien le dije el título. Había pillado sólo la segunda parte, dijo que le gustaría verla entera algún día, estaba muy impresionado por lo que había visto, se quedó hasta el final, nos la estuvo contando.

– Ah sí -cayó Anita en la cuenta-. Pues la verdad es que no me he ocupado, hemos estado inquietos con lo de su sueño, sin cabeza para caprichos, ya sabe lo que pasa, siempre hay mil cosas que atender, y si encima él anda alicaído, pues ya se imagina usted que nadie piensa en otra cosa. -De vez en cuando utilizaba un plural que no era mayestático, sino más bien modesto y en el que ella se diluía, debía de incluir a muchas personas, sin duda a la familia y a Seguróla y Segarra, quizá también a la mujer del plumero y la escoba que había atravesado el salón lentamente sobre sus paños canturreando, la vieja banshee-. Tampoco me la ha vuelto a reclamar, eso también es cierto -añadió como justificándose. Se quedó pensativa un momento y después dijo-: Aunque no se le debe haber olvidado, porque es curioso, ya me acuerdo: habló entonces del 'sueño parcial' por vez primera, y eso es algo que repite a menudo estos días, 'el sueño parcial tampoco me ha venido esta noche, Anita', me ha dicho un par de mañanas. ¿Cómo era la cosa en la película, usted se acuerda?

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