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'Sube', dije yo, y abrí la puerta obligándola a apartarse de la ventanilla un momento. No sabía bien cómo dirigirme a ella, de modo que le dije lo que le habría dicho a Celia si me la hubiera encentrado sola en la calle a esas horas. Yo era el conductor o el hombre de manos tan grandes y dedos torpes y duros sobre el volante -mis dedos son como teclas- que la invitaba a subir al coche desde mi asiento con la puerta abierta, yo era el que decía lo que debía hacerse y el que daba las órdenes, no así con Celia. Pero aún no, aún la transacción no estaba hecha.

'Eh, espera, espera. ¿A dónde vamos y con qué cargamento?', dijo ella dando un paso atrás -arrastró el tacón- y apoyando un puño en la cadera. Oí ruido de pulseras cuando hizo ese gesto, Celia hacía ese ruido a veces, aunque más seco, no tantas pulseras o más ceñidas.

'Vamos a dar una vuelta por aquí cerca para empezar; y voy bien cargado, descuida. A ver, elige, así estarás más simpática', contesté yo, y saqué unos cuantos billetes variados del bolsillo del pantalón, llevaba bastante efectivo. No habría el menor problema en ese aspecto, eso es lo que quise decirle y así lo entendió ella. A la vez que extendía la mano con los billetes como una baraja pensé que estaba cometiendo una imprudencia si no era Celia: era como invitarla a robarme de alguna forma -quizá lo que llaman el beso del sueño-, queremos quedarnos con cuanto vemos que existe y está a nuestro alcance. Pero se parecía demasiado a Celia para desconfiar tan pronto y decidir que no era ella. Más bien era ella, incluso si no lo era.

'Bueno, te voy a pillar esto y esto de momento, por el paseíto, ¿te parece?', dijo cogiéndome dos billetes como dos naipes, con mucho cuidado y como pidiendo permiso. Se los metió en el bolso. 'Luego ya hablamos, si quieres que vayamos más lejos: una cosa es Barajas y otra Guadalajara. Y si quieres ir hasta Barcelona ya puedes pasar por un cajero automático.'

'Venga, sube', dije, y di una palmada sobre el asiento vacío de mi derecha. Salió polvo.

Ella subió y cerró la puerta, al arrancar vi que las otras dos putas se sentaban en los escalones, su oportunidad se esfumaba, tendrían frío sobre la piedra, esperando así sentadas con sus faldas tan cortas, había llovido antes y el suelo no estaba del todo seco. La falda de Celia era también tan corta que una vez a mi lado parecía que no llevara, vi la parte de sus muslos que no cubrían las medias negras elásticas -nada de ligas-, vi una franja de piel muy blanca, demasiado blanca para mi gusto, era otoño. Empecé a alejarme de la zona, Castellana arriba.

'Eh, ¿a dónde vas?', dijo ella. 'Es mejor que nos metamos por una de esas calles de ahí atrás.' Se refería a Fortuny y Marqués de Riscal y Monte Esquinza y Jenner y Fernando el Santo, calles retiradas y sin apenas tráfico, calles con embajadas de países ricos rodeadas de verjas negras y con jardines particulares de césped uniforme y muy bien cortado, calles muy arboladas y apacibles de noche y también de día, cerca de las cuales transcurrió mi infancia, cuando los dos autobuses que hoy son alargados y rojos, el 16 y el 61 junto a cuya parada había recogido a la falsa Celia o a Celia, eran respectivamente un autobús de dos pisos como los de Londres y un tranvía sobre sus rieles de los que aún se ven tramos como fósiles incompletos en el asfalto de su trayecto, ambos azules, el tranvía y el autobús de dos pisos en los que yo montaba para ir y volver del colegio: les queda el número, es decir, el nombre, el 16 y el 61. En esas calles puede detenerse un coche y apagar su motor un rato sin que los faros de otros deslumbren a sus ocupantes continuamente, puede inhalarse y hablarse y puede lamerse y los chicos fumar a escondidas antes de entrar en clase, son las calles más extranjeras y las más libres.

'No te preocupes, luego volvemos. Y te dejaré de nuevo en tu esquina o donde me digas, no tendrás que coger taxi. No siempre querrán llevaros, supongo.' Este fue un comentario anticuado, tal vez ofensivo si no era Celia. 'Me apetece primero conducir un poco sin tráfico'.

'Vale, tú mandas", contestó ella, 'avísame cuando te canses, pero no tardes mucho o me voy a sentir como la novia de un taxista dando vueltas, sólo que sin bajar bandera.'

Su última frase me hizo reír un poco como me hacía reír Celia cuando acabó mi acceso de entusiasmo o debilidad por ella y pasó a hacerme tan sólo gracia. Era cierto, hay unos taxistas jóvenes que las noches de viernes y sábado llevan a su novia al lado, ellos tienen que trabajar y es la única manera de que puedan salir y verse, ellas tienen enorme paciencia, o están muy enamoradas o desesperadas. Ni siquiera pueden decirse mucho, con un viajero siempre a sus espaldas, mirándoles las nucas y tal vez escuchando, mirando sobre todo la nuca de ella si el viajero es un hombre desesperado o solo.

Conduje en silencio por la Castellana bien conocida, algunos lugares siguen en su sitio, no muchos, el Castellana Hilton ya no se llama así pero para mí es el Hilton, el cartel muy visible de House of Ming, un lugar y un nombre prohibidos y misteriosos durante la infancia, y luego Chamartin, el estadio del Real Madrid que también trae a la memoria nombres que no se han borrado ni se borrarán ya nunca, alineaciones enteras que aún me sé de corrido, y a veces los rostros que conocí en los cromos y trasladé a las chapas a las que jugaba a diario con uno de mis hermanos: Molowny, Lesmes, Rial y Kopa, el gordo Puskas, Velázquez, Santisteban y Zárraga, jugadores cuyas caras no reconocería ahora si tuviera oportunidad de verlas, sus apellidos persisten y Velázquez fue un genio.

Conduje en silencio porque miraba a la puta con el rabillo del ojo para ver si tenía la misma sensación de antaño, de llevar a Celia cansada a mi lado como tantas noches al regresar juntos a casa. Quería verla más de frente y con detenimiento y fijarme bien en sus rasgos, pero para eso habría tiempo y las caras engañan, a veces son más de fiar las emociones y sensaciones propias ante esos rostros y los detalles involuntarios del otro, el ritmo de la respiración, un carraspeo o un gesto, un defecto de pronunciación, un latiguillo del habla, el olor -queda el olor de los muertos cuando nada más queda de ellos-, los andares o la forma de cruzar las piernas, los dedos que tamborilean con impaciencia o el pulgar que se frota bajo los labios; y la risa, la risa delata a quien finge y niega su nombre y es casi inconfundible en cada persona, y me pregunté si debía correr el riesgo de intentar hacer reír a la puta que había recogido en mi coche, porque tal vez eso me obligara a tener certeza.

Conduje en silencio también porque me preguntaba el motivo de que Celia estuviera haciendo la calle si se trataba de Celia, no podía tener necesidad de dinero, quizá sí tenía frivolidad suficiente y las suficientes dosis de aventurerísmo, una palabra eminentemente soviética, aventurerísmo, aquello que permite decir 'yo he probado'; o sería acaso venganza, una represalia que habría empezado a cumplirse cuando la vieron los amigos de Ruibérriz que la habían visto en dos locales distintos o el propio Ruibérriz que la habría contratado para esa noche en que la hubiera visto, y que ahora se podía cumplir cabalmente si yo era yo y ella era ella, ella también podría tener respecto a mí sus dudas, cada uno es poco consciente de sus propios cambios, yo no lo soy de los míos que quizá son graves y decisivos. Y esa venganza en qué consistía, me dije en silencio, sino en emparentarme tumultuosamente con desconocidos de los que nunca sabría -no sabría quiénes ni cuántos-, de los que ni siquiera sabría bien ella a menos que llevara la cuenta y los anotara en su diario y les preguntase sus nombres que no le darían.

'¿Cómo te llamas?', le pregunté yo a la puta al final de la Castellana, cuando daba la vuelta para recorrerla de nuevo en sentido inverso.

'Victoria', mintió si era Celia, y quizá también si no lo era. Pero si lo era mintió con intención e ironía y malicia o incluso burla, porque esa es la versión femenina de mi propio nombre. Sacó un chicle de su bolso, el coche olió a menta. '¿Tú?'

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