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No, nada de esto sucedió, y pensar en lo que no sucedió ha de ser parte de mi encantamiento, no tengo por qué sacudirme estas voces y estos pensamientos sino que debo acostumbrarme a ellos mientras siga acechado o frecuentado o revisitado o haunted. Deán volvió a echarme una rápida ojeada impaciente a la vez que contestaba a Téllez con su voz herrumbrosa como espada o armadura o lanza:

– Bueno, creo que ya está bien de ventilar estos asuntos cuando no toca. Dejémoslo estar, ¿no os parece? -Y esta vez también hubo curiosidad en la ojeada, como si se hubiera parado a pensar un instante si en verdad no tocaba. Como si de pronto considerara hacer lo contrario de lo que estaba diciendo porque le conviniera amortiguar o frenar a sus interlocutores con la presencia del desconocido.

– Pero haz el favor de decirme algo, Eduardo. Yo tengo que saber a qué atenerme -dijo Luisa aún más impaciente-. No hay poca diferencia entre vivir sola y vivir con un niño, eso no se improvisa.

– Déjame un poco más de tiempo, unos días más no te van a hacer mucho daño. Quizá pueda arreglarme para no viajar o viajar menos, tengo que hablarlo más con Ferrán, no lo sé todavía. Tampoco sé si puedo vivir con el niño yo solo, el niño era de los dos, no sé si lo entiendes.

– Viajar, viajar: en mala hora -repitió Téllez con su mala voluntad hacia el yerno. Lo dijo levantando su dedo como si fuera un profeta.

– Mire, Juan -le respondió Deán entonces-, que yo no estuviera en casa no tuvo nada que ver, usted lo sabe. No se habría podido hacer nada.

Yo no había querido indagar, pero reconozco que al oír esto sentí un gran alivio: me alegré enormemente de que no se hubiera podido hacer nada, puesto que yo no hice nada. Era una alegría retrospectiva y condicionada.

Téllez tenía ya su café delante, encendió la pipa por fin y miró a Deán a través de la llama creciente y menguante. Le costó apagarla (no la sopló, la agitaba sin vigor en el aire) y mientras tanto dijo sin mirarle y con la pipa en la boca, quizá buscando una apariencia de ininteligibilidad (miraba la llama desobediente, más con sus puntiagudas cejas de duende que con sus ojos azules grandes):

– Lo que te reprocho no es eso, Eduardo, no soy tan irrazonable como para echarte en cara que no la salvaras si no había salvación posible, sino que Marta tuviera que morirse sola. Tú ni siquiera sabes si podrías vivir solo con el niño, ella murió sola, con el niño dormido. Y el niño se quedó solo del todo, con la madre muerta y el padre de viaje, qué te parece. Menos mal que es muy pequeño. -La llama le rozó las uñas justo antes de extinguirse. Téllez no estaba informado de las circunstancias, como yo había supuesto, donjuán o Juan o Juanito o Téllez o el excelentísimo, nunca las mismas palabras o vocativos para la misma persona, las personas tan variables como las historias, según quién las nombra o llama.

Deán musitó algo inaudible, tal vez estaba contando hasta diez como se dice que hace la gente para aplazar su cólera y así amainarla, no lo he hecho en mi vida, hay cosas que en cambio arrecian con la demora. Quizá estaba pensando si se lo decía o no a su zahiriente suegro: 'Tu hija no estuvo sola, viejo imbécil, ni tu nieto tampoco, Marta aprovechó bien mi ausencia, le vino de perlas, quién sabe de cuántas otras no habrá disfrutado. Pero en algo de lo que dices tienes razón, viejo estúpido: viajar, viajar, en mala hora.' Luisa había bajado la vista y había aplacado toda impaciencia y toda insistencia, se habría arrepentido del giro tan imprudente que había tomado la conversación por su causa, o tan indeseable, ella sí estaría enterada del fin de su hermana, su fin no solitario. Yo lo estaba, sentí una oleada de calor, debí de sonrojarme un poco, crucé los dedos, por suerte no me miraban en aquel momento, aunque mi rubor habría tenido excusa: podía deberse a mi presencia allí cada vez más inadecuada, de hecho se debía a eso en parte. Deán no cayó en la tentación, ahora él también ocultaba algo a alguien, y en su propio perjuicio, por piedad hacia el viejo imbécil; contestó lo sensato, o lo esperable si Marta había muerto como creía su padre:

– Nadie podía prever eso, ¿cómo podíamos saber ninguno? Yo me fui dejándola en perfecto estado, la llamé y hablé con ella desde Londres después de cenar y estaba bien aún, no me dijo nada, iba a acostar al niño, ya se lo he dicho. ¿Qué quería usted, que no hubiera viajado nunca en mi vida, por si acaso? Supongo que antes de que pasara nada a usted no le pareció mal ni raro que me hubiera ido, como tantas otras veces. ¿Qué pasa, usted no dejó a su familia nunca unos días? No sea absurdo. No sea injusto.

– A mí no me pareció nada porque no sabía que te habías ido.

– Bueno, tampoco creo que haya estado usted informado de todos mis pasos a lo largo de estos años. No tenía por qué saberlo.

– Yo no tenía por qué estar informado, pero ella sí. No te pudo pedir ayuda, no te pudo llamar, ¿verdad? Le habías dejado tu teléfono en Londres pero no hubo manera de que lo encontráramos, ni rastro de él en toda la casa y bien que lo buscaron todos, nadie pudo dar contigo hasta la noche siguiente, se dice pronto; tampoco se lo habías dejado a tu amigo Ferrán, ¿por qué hemos de creer que se lo dejaste a ella? Ni siquiera te molestaste. -Téllez recurría al plural para poner de su lado a Luisa, seguramente también a Guillermo y a María Fernández Vera, a toda la familia, a los otros Téllez, que sin embargo sentirían lástima por Deán, nunca le habrían reprochado nada sabiendo lo que sabían. Deán había recurrido asimismo al plural para no quedar excluido y asimilarse a ellos: '¿cómo podíamos saber ninguno?', había dicho. Téllez hizo una mínima pausa y añadió mordiendo bien la pipa, es decir, entre dientes y con dureza-: Me da escalofríos pensar cómo pasarías ese día, con tu mujer muerta aquí y tú sin saberlo. Supongo que todas esas horas de despreocupación e ignorancia se te presentan ahora a una luz bien distinta, no quisiera estar en tu lugar, se te deben de repetir en tus pesadillas. -Se detuvo, se sacó la pipa y dijo también sin estorbos o con más desprecio-: Claro que a lo mejor ni siquiera estabas en Londres.

Ahora se habían olvidado por completo de mi presencia, al menos Téllez a quien ya no se le ocurriría ponerme al tanto de los antecedentes, los viejos no hacen muchas distinciones, esto es, no suelen tener conciencia de todos los elementos de una situación y menos aún si es violenta, solamente de los principales, y lo principal era para él Deán y Luisa, yo ya formaba sólo parte del decorado invisible, no tenía más realidad ni importancia que el maítre o los camareros o los demás clientes o la gente apelotonada a la puerta del restaurante protegiéndose de la lluvia, no más que la propia tormenta en aquel instante (vi por la ventana un periódico desplegado cubriendo cabezas). Y fue sólo entonces, cuando nadie se fijaba en mí ni de refilón siquiera, cuando me sentí más decisivo al darme cuenta de que no habían sido tres sino cuatro las cosas con las que salí de Conde de la Cimera que al entrar no llevaba: el olor, el sostén, la cinta y un papel amarillo escrito seguramente por la mano de Deán y no la de Marta y que aún guardaba en mi cartera, estaba allí en mi bolsillo. Y pensé: 'Esto no va a aguantarlo Deán, ahora sí caerá en la tentación, contará, no soportará que se ponga en duda hasta la verdad de su viaje, va a decir: "Alguien se llevó el papel en el que yo anoté el nombre de mi hotel y el teléfono, alguien que estuvo con ella toda la noche y la vio agonizar y morir con sus propios ojos sin avisar a nadie, alguien se llevó ese papel que buscasteis todos afanosamente y lo utilizó veinticuatro horas después, a la noche siguiente, llamó a mi habitación de Londres y preguntó por mí y sin embargo no se atrevió a hablarme cuando yo descolgué, qué querría decirme, qué podía decirme entonces, ya era demasiado tarde para que nada cambiase, como lo fue el mensaje por fin recibido poco después cuando la voz de Ferrán y la voz de Luisa me dijeron que Marta llevaba muerta todo ese día y la noche anterior o parte de ella, porque la otra parte la pasó viva y acompañada. Luisa lo sabe y puede decírselo, todos menos usted lo saben, la muerte de Marta no fue sólo horrible, fue también ridicula, la encontraron medio desvestida bajo las sábanas y con el maquillaje corrido no sólo por sus lágrimas sino también por sus besos, el hombre al que se los dio debió quedarse espantado, cortado, perplejo, frustrado. Pensar en el horror de ese hombre es lo único que me alegra." Va a decir todo esto', pensé, 'y yo tendré que levantarme para ir al cuarto de baño con la servilleta en la boca porque no soportaré que lo diga.' Había estado a punto de copiar aquel nombre de hotel y aquel número (Wilbraham Hotel el nombre), había pensado hacerlo y hasta había arrancado una hoja del cuadernillo con ese propósito, había sacado la pluma de mi chaqueta y había aprovechado para ponérmela y así inducirme un poco más a mi marcha y al final no había copiado nada sino que me había quedado con el papel adhesivo ya escrito sin querer ni saberlo, robándolo sin intención y sin darme cuenta -tenía tantas cosas en que pensar-, conseguir un teléfono siempre tienta a hacer uso de él al instante y al día siguiente nadie lo había encontrado por tanto, Luisa y Guillermo y María Fernández Vera y quién sabe si la vecina del portal con su guante beige habrían mirado y rebuscado por todas partes con la angustia de no poder avisar a Deán de lo peor y más grave que podía ocurrirle y había ocurrido. Habrían hablado todos con aquel Ferrán varias veces y era cierto que él ignoraba el paradero de su socio, también de eso yo tenía la prueba en mi cinta, antes de que sucediera nada él le había dejado su mensaje a Marta, me lo sabía ya de memoria como todos los otros: 'Marta, soy Ferrán. Ya sé que Eduardo se ha ido hoy a Inglaterra, pero es que acabo de darme cuenta de que no me ha dejado teléfono ni señas ni nada, no me lo explico, le dije que me las dejara sin falta, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable. A ver si las tienes tú, o si hablas con él dile que me llame en seguida, a la oficina o a casa. Es bastante urgente. Gracias.' Y ella no le había llamado para darle ese teléfono que entonces sí estaba en la casa bien a la vista ni le había transmitido el recado a Deán cuando él llamó después de su cena estupenda en la Bombay Brasserie vecina al metro de Gloucester Road -la conozco-, o al menos yo no lo recordaba. También ella tenía seguramente tantas cosas en que pensar -aún pensaba entonces-, o quizá al contrario, las dos presencias que mutuamente se repelían, la del niño y la mía, no la dejaban pensar en nada que no fuera nosotros, él y yo, perder al niño de vista durante sólo un rato y acercarse a mí durante sólo ese rato, que no sonara más el teléfono, que su hijo no cogiera una perra y armara un escándalo, beber el suficiente vino para buscar y querer lo que aún no sabría si buscaba y quería. Y por todo ello Deán había estado justamente así, ilocalizable durante todo un día, Téllez tenía razón, era agudo y sabía hurgar donde abrasa, qué habría hecho Deán durante todas aquellas horas de descuido y desconocimiento en Londres, cómo habría pasado ese día creyendo que estaba viva quien ya estaba muerta, habría asistido a sus reuniones de trabajo temprano, el objeto del viaje, luego habría paseado tal vez por St James's Park o por el barrio de Hampstead o Chelsea, quizá le habría comprado algún regalo a Marta en su tiempo libre, y de haber sido así ese regalo y recuerdo ella no habría llegado a tenerlo ni habría sabido qué viaje o qué ausencia lo trajo, si fue la compensación por la espera o la embajada de una conquista o el apaciguamiento de una mala conciencia: se trajo demasiado tarde; y así ese regalo ni siquiera llegó a ser recuerdo ni a tener pasado ni origen, o los habrá tenido en otra conciencia y en otra memoria si Deán decidió dárselo a alguien una vez enterado de la muerte de su destinataria, a su cuñada Luisa o a su concuñada María o quizá a la vecina del cementerio con su guante beige o a ninguna de ellas -un broche, un vestido, pendientes, un pañuelo, un bolso, Eau de Guerlain, quién sabe qué fue lo elegido-. Deán habría cenado tal vez en Sloane Square, muy cerca de su hotel para no tener que desplazarse tras el cansancio de la jornada, solo o acompañado de colegas o conocidos o amigos, quién sabe, luego habría vuelto a su habitación con ventana de guillotina y habría mirado por ella a través de la oscuridad ya veterana de la noche de Londres, hacia los edificios de enfrente o hacia otras habitaciones del mismo hotel, la mayoría sin luces, hacia el cuarto abuhardillado de una criada negra que se desviste tras esa jornada quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme, lavándose la cara y las axilas en un lavabo, lavándose británicamente. Él no la huele pero puede conocer ya su olor, quizá se cruzó con ella por un pasillo o en las escaleras. Y entonces habría sonado el teléfono a una hora impropia en esa ciudad, y cuando Deán lo hubiera cogido y hubiera respondido '¿Diga?' con otra palabra, yo colgué asustado el teléfono público de un Vips de Madrid, hay un tipo de dientes largos esperando a que se lo deje libre. Los timbrazos de mi llamada en la habitación de Deán resuenan y sobresaltan a través de la noche a la empleada medio vestida y medio desnuda y la hacen tomar conciencia de que puede ser vista, da unos pasos en sostén y bragas hasta su ventana y la abre y se asoma un momento como para comprobar que al menos nadie está trepando hacia ella -ningún burglar, en inglés hay palabra específica para el ladrón de edificios, para el intruso que yo había sido la noche anterior en casa de Marta y de su marido aunque no hubiera entrado subrepticiamente-, y entonces la cierra y corre las cortinas con mucho cuidado, nadie debe verla en medio de su desolación o fatiga o abatimiento, ni medio vestida ni medio desnuda ni tampoco sentada a los pies de la cama con las mangas del uniforme vueltas enganchadas en las muñecas, quizá así ya fue vista sin que ella se diera cuenta. 'Y aún va a decir más Deán', pensé todavía, 'dirá: "Pero no me basta con su estupefacción y fastidio y su pánico y su mala suerte, no me basta con su horror de un momento que ya ha pasado, quiero encontrar a ese hombre para hablar con él y pedirle cuentas y contarle lo que pasó por su culpa. Quiero contarle a él justamente cómo pasé ese día entero en que creí viva a Marta y ya estaba muerta y cómo veo ese día ahora cuando se repite en mis pesadillas y oigo la voz que dice: «Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo. Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal, y caiga herrumbrosa tu lanza. Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla. Mañana en la batalla piensa en mí, desespera y muere.»" Eso va a decir, y si lo dice yo me llevaré las manos a los oídos y caeré desplomado, o quizá a las sienes que irán a estallarme, mis pobres sienes, porque no podré soportar que lo diga y yo deba escucharlo.'

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