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Téllez sacó su bolsa de tabaco oloroso y empezó a prepararse una segunda pipa como para disimular con alguna actividad manual la voz que le iba a salir quebrada. (Quizá también para bajar la vista.) Dijo muy despacio mientras lo hacía, como con pereza:

– No tenéis que pedirme perdón, señor. Ya me acuerdo yo todo el rato, vos no me habéis recordado nada. Lo más intolerable es que se convierta en pasado quien uno recuerda como futuro. Pero la única solución a lo que decís, señor, es que todo acabara y no hubiera nada.

– No me parece mala solución a veces -contestó el Solo, y esa respuesta debió de juzgarla Téllez demasiado nihilista para que la oyeran testigos salir de tan prominentes labios, ya que reaccionó en el acto intentando cambiar de conversación y dijo:

– Pero volvamos a lo que nos ocupa, señor, si os parece. ¿Qué os gustaría que se reflejara de vuestra personalidad verdadera, aparte de las vacilaciones, que no sé si serían bien vistas? A Ruibérriz hay que darle instrucciones.

Se abrió entonces la puerta por la que habían entrado Solus y Anita, y por ella apareció una mujer de la limpieza bastante mayor y de aspecto montaraz y malhumorado. Llevaba un plumero y una escoba en las manos y se deslizaba algo encorvada sobre dos paños para no pisar el suelo con las suelas de sus zapatillas, por lo que avanzó muy lentamente como si fuera una esquiadora sobre la nieve compacta con un solo bastón muy largo y el otro muy corto. Nos volvimos todos atónitos a contemplarla en su interminable progreso, con su pelo suelto blanco que tanto avejenta a las viejas, y la conversación quedó un minuto o dos en suspenso porque ella tarareaba con mala voz durante su marcha absorta; hasta que por fin Segarra, cuando la limpiadora llegó a su altura, la cogió del brazo con su guante blanco -de pronto como una zarpa- y le dijo algo en voz baja al tiempo que nos señalaba. La mujer dio un respingo, nos miró, se llevó una mano a la boca para ahogar una exclamación que no fue emitida y apretó cuanto pudo el paso hasta desaparecer por la primera puerta, la que nos había introducido a mí y a Téllez hacía rato. 'Parecía una bruja', pensé, 'o quizá una banshee: ese ser sobrenatural femenino de Irlanda que avisa a las familias de la muerte inminente de alguno de sus miembros. Dicen que a veces canta un lamento fúnebre mientras se peina el cabello, pero más frecuentemente grita o gime bajo las ventanas de la casa amenazada una o dos noches antes de que se produzca la muerte que vaticina. La mujer de la limpieza había tarareado algo irreconocible, no había llegado a lanzar su grito o gemido y no era de noche, pensé: 'No creo que esta casa esté amenazada, somos Téllez y yo los que ya hemos tenido hace un mes una muerta, él en su familia, yo en mis amores. Un vaticinio sobre el pasado.' Cerró la puerta tras de sí, lo último que vimos desaparecer fue el plumero, enganchado con el picaporte un instante.

– Hace cosa de un mes tuve insomnio una noche -dijo el Solitario entonces sin hacer mucho caso de la aparición de la banshee-. Me levanté y me fui a otro cuarto para no molestar, puse la televisión y estuve viendo una película antigua ya empezada, no sé cómo se titulaba, fui a buscar luego el periódico del día y ya me lo habían tirado, me lo tiran todo antes de tiempo. Era en blanco y negro y salía Orson Welles muy viejo y gordísimo, os acordáis, está enterrado en España. La película también había sido rodada en España, reconocí las murallas de Avila, y Calatañazor, y Lecumberri, y Soria, la iglesia de Santo Domingo, pero pasaba en Inglaterra y uno se lo creía pese a ver esos sitios tan conocidos, hasta la Casa de Campo salía y daba el pego, todo parecía Inglaterra, una cosa extraña, ver lo que uno sabe que es su país y creer que sea Inglaterra en una pantalla. La película trataba de reyes, Enrique IV y Enrique V, el segundo cuando todavía era Príncipe de Gales, Príncipe Hal lo llamaban a veces, un bala perdida, un calavera, todo el día por ahí de juerga mientras su padre agonizaba, en prostíbulos y tabernas con rameras y con sus amigachos, el gordo Welles, el corruptor más viejo, y otro de su edad, un tipo con cara desagradable y cínica al que llamaban Poins y que se va tomando con él demasiadas confianzas, se ve que no sabe medir hasta dónde puede permitírselas y el príncipe le va parando los pies a medida que en él se opera el cambio. El viejo rey está preocupado y enfermo, pide en una escena que le pongan la corona sobre la almohada y el hijo se la coge antes de tiempo creyendo que ha muerto. En medio hay otra escena en la que el rey tiene insomnio, como me sucedía a mí aquella noche, por suerte en mi caso fue una noche suelta. El no puede dormir desde hace días, mira el cielo por la ventana y desde allí increpa al sueño, al que reprocha que visite los hogares más pobres y los hogares de los asesinos, desdeñando en cambio el suyo más noble. 'Oh tú, sueño parcial', le dice con amargura al sueño, no pude evitar sentirme un poco identificado con él en aquellos momentos, mirando la televisión en bata mientras los demás dormían, aunque también con el príncipe en otros. En realidad el rey no sale mucho en la película o en la parte que yo vi, pero basta para hacerse una idea de cómo es, e incluso de cómo ha sido. Al príncipe se lo ve cambiar, cuando por fin muere el padre y él es coronado rey abjura de su vida pasada (pero inmediatamente pasada, fíjaos, es de anteayer y ayer mismo) y aleja de sí a sus compinches, al pobre Welles lo destierra pese a que el viejo lo llama 'mi dulce niño' arrodillado ante él en plena ceremonia de coronación, a la espera de los prometidos favores y las alegrías aplazadas, aplazadas hasta su decrepitud. 'Ya no soy lo que fui', le dice el nuevo rey, cuando tan sólo unos días antes había compartido con él aventuras y chanzas. A todos decepciona, el viejo rey Enrique llega a sentir la prisa de su hijo cambiado, 'Permanezco demasiado tiempo a tu lado, te canso', le dice ya moribundo. Y aun así le da consejos y le cuenta secretos, le dice: 'Dios sabe por qué atajos y retorcidos caminos llegué a la corona; cómo la conseguí, que Él me perdone', le dice justo antes de expirar. Sus manos están manchadas de sangre y no lo ha olvidado, quizá fue pobre y sin duda conspirador o asesino, aunque haga años que la dignidad del cargo lo haya hecho dignificarse y haya aparentado borrarlo todo superficialmente, al igual que el príncipe deja de ser disoluto cuando se convierte en rey, como si nuestras acciones y personalidad las determinara en parte la percepción que de nosotros se tiene, como si llegáramos a creernos que somos otros de los que creíamos ser porque el azar y el descabezado paso del tiempo van variando nuestra circunstancia externa y nuestros ropajes. O son los atajos y los retorcidos caminos de nuestro esfuerzo los que nos varían y acabamos creyendo que es el destino, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término. Cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima, como cree el gobernante que sus pasos lo llevaron desde el principio a disponer de otras voluntades y se rastrea la infancia del genio cuando se sabe que es genio; el rey se convence de que le tocaba ser rey si reina y de que le tocaba erigirse en mártir de su linaje si no lo logra, y el que llega a anciano acaba por recordarse como un lento proyecto de ancianidad en todo su tiempo: se ve la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, y entonces se la falsea y se la tergiversa. No varía en la película Welles, que muere fiel a sí mismo, viendo cómo los favores y las alegrías se le aplazan una vez más hasta después de la muerte, traicionado y con el corazón hecho trizas por su dulce niño. ('Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos.') Tanto la suya como esas figuras de reyes entrevistas en hora y media son nítidas y reconocibles, nunca podré dejar de ver esos rostros ni de oír sus palabras cuando piense en Enrique IV y Enrique V de Inglaterra, si es que vuelvo a pensar en ellos. Yo no soy así, mi rostro y mis palabras no dicen nada, y ya va siendo hora de que eso cambie. -El Llanero se detuvo en seco como si saliera de la lectura de un libro, irguió la cabeza y añadió en otro tono-: Es la fuerza de la representación, supongo, tendría que ver un día la película entera.

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