Pero -como se suele decir en casi todas las situaciones que han alcanzado un elevado grado de humillación- todavía no había llegado lo peor: Kerrigan logró escaparse y ello agravó de forma inesperada la situación de Victor Arledge.
Una mañana dos de los secuaces de Fordington-Lewthwaite, encargados de vigilar y alimentar al capitán, descubrieron -cuando se disponían a dejarle su parco desayuno y tal vez a propinarle la diaria paliza que, según algunos informes, Fordington-Lewthwaite exigía- que el capitán Kerrigan había conseguido abrir su puerta y burlar la custodia de sus guardianes nocturnos -una pareja de fornidos marineros muy dados a abandonar su puesto para ir a ingerir scotch y taconear ruidosamente con sus compañeros y que se dejaban vencer por el sueño con gran facilidad- y, aprovechando algún descuido de éstos, había huido del velero. Se echó en falta un bote y obviamente se supuso que Kerrigan lo había utilizado para llevar a cabo su fuga. Fordington-Lewthwaite acogió la noticia con voces y juramentos y se encargó personalmente de castigar a los negligentes; pero no sólo se limitó a eso: indignado, iracundo, excesivamente alterado, se dirigió hacia el camarote de Arledge, derribó la puerta de un empellón y penetró -decir sólo abruptamente sería faltar a la verdad- en los aposentos del escritor inglés, que en aquel instante se estaba acabando de vestir y que le recibió con una mirada tan fría como el viento de las colinas.
– ¿Cómo lo hizo? -preguntó Fordington-Lewthwaite-. ¿Cómo lo consiguió? ¡Contésteme!
Arledge lo miró de arriba a abajo y respondió:
– No sé de qué me está usted hablando, pero debo advertirle que no será fácil arreglar esa puerta. Mejor sería que fuera ya avisando a algunos de sus hombres para que empiecen a intentarlo.
Fordington-Lewthwaite obsequió a sus ojos con un brillo de furor mal contenido, se acercó a Arledge y le cogió por las solapas de la chaqueta que se acababa de poner. Algunos viajeros contemplaban la escena desde el quicio de la puerta derribada.
– ¡Le he hecho una pregunta, señor Arledge, y quiero que me conteste! ¿Cómo logró abrir la puerta? ¿Fue usted? ¡Claro que fue usted!
Arledge, a pesar de su abatimiento general, aún conservaba gran parte de su valor. Sin pestañear, y mirando fijamente a Fordington- Lewthwaite, dijo:
– Mi querido amigo, le aconsejo que quite sus manos de mi traje si no quiere verse en la misma situación que el poeta Léonide Meffre, que era un hombre mucho más sensato que usted.
Fordington-Lewthwaite, algo acobardado por el gélido tono que había empleado Victor Arledge y tal vez por el recuerdo del cuerpo de Meffre cayendo al mar, volvió en sí y retiró sus manos de las solapas de la chaqueta de aquél; ya con menos convicción volvió a preguntar:
– ¿Le ayudó usted a escapar?
Arledge se estiró el traje y respondió:
– Sigo sin saber de qué me habla, oficial.
– No trate de fingir, Arledge. Lo sabe perfectamente. Kerrigan ha huido.
El tono de Arledge se hizo aún más duro y despectivo.
– Usted, marino, es tan poco sutil -dijo- que nunca podría darse cuenta de cuándo estoy fingiendo y cuándo no, y por ello no le reprocho que piense que ahora lo hago. Pero está usted muy equivocado. Me habría gustado ayudar a escapar al capitán Kerrigan, pero no lo hice y crea que lo lamento de veras. Debió habérseme ocurrido.
Entonces Fordington-Lewthwaite perdió definitivamente el control de sus nervios. Se volvió hacia la cada vez más numerosa concurrencia y gritó:
– ¿Lo han oído? ¿Lo han oído todos bien? ¡Ha confesado que fue él quien ayudó a escapar a Kerrigan!
Lederer Tourneur intervino entonces:
– No diga estupideces, Fordington-Lewthwaite. Todos hemos oído lo que el señor Arledge ha dicho;
Fordington-Lewthwaite se encaró de nuevo con Arledge y dijo:
– Usted ha confesado que le habría gustado ayudar a escapar a Kerrigan, ¿no es cierto?
– Así es.
– ¿Cómo sabemos, entonces, que no lo ha hecho?
– Una pregunta tan idiota no merece contestación -respondió Arledge.
Fordington-Lewthwaite dio entonces unos pasos hacia el umbral de la puerta y dijo:
– ¡Wonham! ¡Venga con unos hombres y arreste inmediatamente a este sujeto!
Algunos marinos y el citado Wonham se llegaron hasta el lugar en que estaba Fordington-Lewthwaite, pero entonces Lederer Tourneur se interpuso y dijo:
– Escuche, Fordington-Lewthwaite. Está usted exagerando. No abuse de su poder, que al fin y al cabo no le va a durar mucho. Ya sabe que el capitán Seebohm está prácticamente restablecido, y yo también puedo darle mi versión de los hechos. Está usted obrando de forma ilegal. Tenga por seguro que si arresta al señor Arledge le acusaré de más de un cargo en cuanto estemos en territorio de jurisdicción británica.
Fordington-Lewthwaite, seguramente, recordó sus aspiraciones de llegar a ser capitán propietario algún día y pareció calmarse un poco con las palabras que Tourneur en un aparte -en voz lo suficientemente baja como para que los demás pasajeros sólo oyeran un murmullo- le había dirigido.
– Está bien -respondió-. Pero lo que no me impedirá es que lo tenga bajo vigilancia. Soy el responsable provisional de este barco y ya ha habido demasiadas catástrofes a bordo. No estoy dispuesto a consentir que este individuo pueda cometer ningún otro delito. Es de la misma calaña que Kerrigan. Y por tanto es muy peligroso.
– Creo que se equivoca usted, pero, si así lo desea, puede vigilarlo, que yo no se lo impediré. Lo que no estoy dispuesto a tolerar es que se arreste a un hombre sin tener pruebas de que haya cometido ninguna fechoría. Y le advierto que no aceptaré ninguna prueba que demuestre que el señor Arledge ayudó a escapar a Kerrigan que no sea auténtica.
El rostro de Fordington-Lewthwaite se tomó grave.
– Jamás haría eso, señor Tourneur -dijo ya en un tono contemporizador-. Lamento lo ocurrido. Estaba fuera de mí. Le ruego que me disculpe.
– A quien debería pedir disculpas es al señor Arledge, Fordington- Lewthwaite, y no a mí.
Fordington-Lewthwaite miró a Arledge, que se había sentado en una butaca y había encendido un cigarrillo, y contestó:
– Eso es pedir demasiado.
Y acto seguido dio una orden y Wonham, sus marinos y él se retiraron con paso ligero.
Sin embargo, el mal ya estaba hecho: Lederer Tourneur, a pesar de su buena voluntad, cometió el error de hablar en voz baja con Fordington-Lewthwaite y de no dar posteriormente más explicaciones a sus compañeros de viaje. O tal vez no fue un error. El cuentista inglés era un hombre que se daba por satisfecho con actuar justamente, pero no tenía ningún interés por que su ecuanimidad fuera reconocida públicamente; su satisfacción era personal, privada, y lo que él consideraba importante era estar en paz consigo mismo y no con los demás. Y fueron estos modestos planteamientos los que hicieron que Lederer Tourneur interviniera en favor de Arledge, y no su aprecio por el novelista. Tourneur se contentó con la retirada de Wonham y sus marinos y con ello dio pie a que los pasajeros, que sólo habían escuchado las acusaciones de Fordington-Lewthwaite y las impertinentes respuestas de Víctor Arledge, retuvieran en sus memorias sólo aquellas palabras. Arledge ni siquiera se había tomado la molestia de defenderse y había mantenido una postura antipática según el criterio de los expedicionarios; y éstos, ya previamente en contra de él, dieron por supuesto que Fordington-Lewthwaite llevaba la razón y consideraron que sus improperios habían estado justificados. Víctor Arledge, una vez más, sufrió las consecuencias del carácter rebelde y aventurero del capitán Kerrigan, quien, sin saberlo, tanto mal le hizo y tan relevante papel desempeñó en los tormentos de los últimos años de la vida del escritor.
Cuando el Tallahassee estaba ya surcando aguas marroquíes y aquellos pasajeros que ponían fin a su travesía en la ciudad de Tánger salían de sus escondites y comentaban animados sobre cubierta el inminente término del crucero, Víctor Arledge, después de tres amargos días de enclaustramiento, salió de su camarote y se encaminó hacia las hamacas de popa, desiertas como de costumbre. Se sentó en una de ellas y permaneció durante quince minutos en tensión, contemplando el horizonte y después se levantó y buscó con la mirada a algún miembro de la tripulación. Cuando lo encontró -un muchacho de corta edad que seguramente desempeñaba el cargo de grumete- se llegó hasta él y le entregó una nota ordenándole que se la entregara al señor Hugh Everett Bayham en persona. El grumete prometió hacerlo en el acto y Arledge regresó a las hamacas de popa y volvió a tomar asiento. Allí aguardó ensimismado y consumiendo cantidades ingentes de cigarrillos durante cerca de cuarenta y cinco minutos, hasta que por fin oyó pasos que se aproximaban y se puso en pie. Eran Lederer y Marjorie Tourneur, que, joviales por la idea de que pronto iban a desembarcar en Tánger y con ello a perder definitivamente de vista el Tallahassee, estaban dando un paseo por el barco cogidos del brazo. Al ver a Arledge sonrieron, estrecharon su mano con calor y se sentaron junto a él. Arledge, al parecer, se mostró nervioso e intranquilo durante toda la conversación que sostuvo con el matrimonio.