Cuando Víctor Arledge abandonó el camarote de Kerrigan una hora más tarde, su rostro tenía una expresión que era mezcla de alegría, cansancio y estupor. Anduvo ensimismado, con lentitud, por la cubierta, hasta que llegó a las tumbonas de popa. Allí se apoyó en una de ellas, luego se apartó para acodarse en la barandilla y otear el horizonte a la usanza de los viejos marinos; buscó a Bayham y a Meffre con la mirada sin hallarlos, y por fin, pesadamente, se dejó caer sobre una de aquellas hamacas de lona verde y cerró los ojos. Así permaneció durante treinta y cinco minutos; meditó acerca de Kerrigan durante aquel tiempo.
Los días fueron pasando y con ellos las ansias de Arledge -aunque el sustantivo es poco elegante es sin duda el más adecuado- por averiguar las verdaderas dimensiones del secuestro de Bayham fueron en aumento. Una vez que había decidido dejarse de miramientos y hablar con franqueza, no encontrar el momento oportuno para hacerlo le exasperaba. Como los demás pasajeros, si bien por distintos motivos, también él olvidó el porqué de su presencia en aquel barco, y sus solitarios vagabundeos a lo largo del velero se hicieron continuos, a falta de escalas -los expedicionarios, sumisos, se habían entregado a la voluntad de los investigadores científicos- y de conversaciones interesantes que le distrajeran. Aunque nunca había considerado seriamente la posibilidad de que las aventuras de Bayham terminaran allí donde él, según Handl, les había dado punto final, aquella alternativa, de habérsela planteado después de tomar su decisión, le habría parecido inadmisible, a tal extremo llegaron sus obsesiones. En su ofuscación empezó a ver en Bayham a un ser odioso que se complacía en torturarle con su tenaz silencio. Hugh Everett Bayham era tal vez la persona a bordo que mejor había reaccionado tras el arresto de Kerrigan. Siempre discreto y nunca agobiante, hacía lo posible por animar a los viajeros, en especial a Florence Bonington y a su padre, que habían quedado profundamente afectados por los acontecimientos; pasaba largas horas en los salones intentando divertirles con chistes, bromas y juegos de manos, les leía en voz alta las noticias más destacadas y los artículos más amenos de los periódicos, y organizó, todo por el bienestar de sus protegidos, un baile de disfraces que se malogró por culpa del excesivo vaivén del barco en la fecha señalada. E incluso, en un alarde de generosidad, preguntó un par de veces por el estado de salud del capitán Kerrigan.
Era al anochecer, cuando los Bonington ya se habían retirado, o muy de mañana, mientras los aguardaba, cuando Bayham se dirigía a las hamacas de popa y pasaba un rato haciendo solitarios en la silenciosa compañía de Victor Arledge y Léonide Meffre. Aquellos eran los únicos momentos en que Arledge tenía ocasión de hablar con él, pues el pianista estaba muy ocupado durante el resto del día con sus atenciones para con la familia Bonington: hasta el punto de que llegó a fundirse con sus componentes en un grupo inseparable y despersonalizado que, aparte de poco tentador, era absolutamente restringido. Tal vez Victor Arledge debería haberse dado cuenta, durante aquellos días de abulia y rutina, de que la personalidad de Hugh Everett Bayham -inédita, de hecho, hasta aquel momento- no podía ser ni muy vigorosa ni muy atractiva, y por ende haber supuesto que lo que se ocultaba detrás de su forzado viaje a Escocia no merecía ni su atención, ni sus desvelos, ni, más adelante, su desolación. Pero Victor Arledge careció durante aquella travesía de la lucidez que siempre le fue característica y, obcecado por lo que había dejado de ser simple curiosidad para convertirse en un mero trastorno, era incapaz de separar las virtudes de los defectos en una persona. Empezó a detestar a Léonide Meffre, el único obstáculo de sus planes, de manera desmesurada. El poeta francés disfrutaba en verdad de la brisa que alcanzaba a la popa del Tallahassee y pasaba la mayor parte del día echado sobre una hamaca de esta zona, impidiendo involuntariamente, con su presencia, que Arledge hiciera realidad sus propósitos. Nunca se retiraba antes que Bayham, y éste, por las mañanas, siempre llegaba después que Meffre. Arledge, sin perder la esperanza de que algún día sucediera lo contrario, se levantaba al amanecer y sin haber desayunado se encaminaba hacia el lugar de coincidencia rogándole al cielo que Bayham hubiera madrugado más de lo que solía o que Meffre hubiera muerto durante la noche.
A medida que, pese a todo, los tres hombres se fueron familiarizando con su mutua compañía, la conversación entre ellos se hizo más rica y frecuente. Del mero saludo pasaron a comentar las noticias de la prensa y de esto a entablar largas charlas -las más de las veces sobre temas anodinos y triviales- que incluso, en alguna ocasión, llegaron a retrasar el obligado encuentro de Bayham con los Bonington. Arledge, que consideraba a Meffre un pésimo conversador, pensaba que aquellos avances se debían única y exclusivamente al aprecio que Bayham había empezado a sentir por él -en su opinión todo ello- el día en que ambos, sin proponérselo, se habían aliado contra el francés en una discusión sobre Raisuli. Todo, pues, le hacía suponer con mayor seguridad que Bayham respondería gustoso a sus preguntas el día en que se las formulara, y este convencimiento fue el que le llevó a cometer un acto que, conociendo su frío temperamento, no fue tan siquiera la causa fundamental de que Victor Arledge se refugiara en la casa de campo de un pariente lejano y abandonara la literatura, pero que, sin lugar a dudas, sí contribuyó a hacer de los últimos años de su vida un verdadero tormento.
Victor Arledge conocía el carácter orgulloso y pendenciero de Léonide Meffre y por ello es de suponer que lo que hizo no fue fortuito desde ningún punto de vista, sino probablemente intencionado y planeado hasta el último detalle. Hasta que ideó su estratagema había desechado la posibilidad de contar a la señorita Bonington y a Bayham la historia de Kerrigan, pues aunque éste -por otro lado en un estado de excitación que no le permitía conservar su sentido de la proporción- la había insinuado, la idea le había parecido a Arledge descabellada e impracticable. Al concebir, sin embargo, la escena que habría de brindarle más tarde la oportunidad de encararse con Bayham, recurrió a aquella insensata petición que Kerrigan le había hecho, a pesar de que sabía ya entonces -un esbirro de Fordington-Lewthwaite le había transmitido el mensaje del capitán americano- que éste, arrepentido, la había retirado.
Una mañana, en popa, con Bayham y Meffre como de costumbre, Arledge sacó el tema de los recitales de piano y comentó lo mal que se interpretaban en la actualidad los impromptus y valses de Schubert, a los que, dijo, los pianistas trataban como obras frívolas y menores que no merecían su virtuosismo. Bayham, en parte dándose por aludido, en parte interesado por la cuestión en sí, se enzarzó animadamente en la discusión, a la que Meffre asistía más bien como espectador, y el tiempo pasó con gran rapidez. Bayham olvidó, divertido por los derroteros que iba tomando la conversación (Brahms y Schumann, sus autores favoritos), su obligada cita con los Bonington, como ya había sucedido en alguna otra ocasión. Pero esta vez se retrasó demasiado, tanto que al cabo de tres cuartos de hora de animada charla Florence Bonington apareció, vestida de amarillo y con una sombrilla en la mano y, desautorizando en broma las apresuradas disculpas de Bayham, le reprendió, con una sonrisa que delataba lo falso de sus severas palabras, por su negligencia y por la falta de interés que con su tardanza había demostrado tener por ella. A esta comedia se unió Meffre con sus risas y con comentarios que no le tocaba hacer a él, y, después de unos minutos, cuando la broma pasó, Bayham ofreció su brazo a la señorita Bonington y se despidió de los caballeros. Fue entonces cuando Arledge, haciéndose sorprendido, exclamó: