– En otra vida fui un inventor, hijo mío- dijo Jawahal-. Mis manos y mi mente podían crear cosas. Ahora sólo sirven para destruirlas. Ésta es mi alma, Ben. Acércate y contempla cómo late el corazón de tu padre. Yo mismo lo creé. ¿Sabes por qué lo llamé Pájaro de Fuego?
Ben contempló a Jawahal sin responder.
– Hace miles de años, existió una ciudad maldita, casi tanto como Calcuta -explicó Jawahal-. Su nombre era Cartago. Cuando fue conquistada por los romanos, era tanto el odio que despertaba en ellos el espíritu de los fenicios que no les bastó con arrasarla, ni con asesinar a sus mujeres, hombres y niños. Tuvieron que destruir cada piedra hasta reducirla a polvo. Pero tampoco eso fue suficiente para aplacar su odio. Por eso Catón, el general que mandaba sus tropas, ordenó que sus soldados sembrasen de sal cada resquicio de aquella ciudad, para que jamás un solo brote de vida pudiese crecer en aquel suelo maldito.
– ¿Por qué me cuenta todo eso? -preguntó Ben mientras sentía que el sudor reco-rría su cuerpo y se secaba casi al instante ante el asfixiante calor que escupían las calderas.
– Aquella ciudad fue el hogar de una divinidad, Dido. Una princesa que entregó su cuerpo al fuego para aplacar la ira de los dioses y purgar sus pecados. Pero ella volvió y se convirtió en diosa. Es el poder del fuego. Igual que el ave fénix, un poderoso pájaro de fuego bajo cuyo vuelo crecían las llamas.
Jawahal acarició la maquinaria de su letal creación y sonrió.
– Yo también he vuelto de mis cenizas y, como Catón, he vuelto para sembrar de fuego el destino de mi sangre, para borrarlo por siempre.
– Está usted loco -cortó Ben-. Especialmente si cree que podrá entrar en mí para mantenerse vivo.
– ¿Quiénes son los locos? -preguntó Jawahal-. ¿Aquellos que ven el horror en el corazón de sus semejantes y buscan la paz a cualquier precio ¿O son aquellos que fingen no ver cuanto sucede a su alrededor? El mundo, Ben, es de los locos o de los hipócritas. No existen más razas en la faz de la Tierra que esas dos. Y tú debes elegir una de ellas.
Ben contempló largamente a aquel hombre y, por primera vez, creyó ver en él la sombra de quien algún día había sido su padre.
– ¿Y cuál elegiste tú, padre? ¿Cuál elegiste tú al regresar para sembrar la muerte entre los pocos que te amaban? ¿Has olvidado tus propias palabras? ¿Has olvidado el rela-to que escribiste sobre las lágrimas de aquel hombre que se convirtieron en hielo cuando comprobó, al volver a su hogar, que todos se habían vendido a aquel brujo itinerante? Tal vez puedas acabar con mi vida también, como lo has hecho con la de todos los que se cruzaron en tu camino. No creo ya que eso suponga una gran diferencia. Pero antes de hacerlo, dime a la cara que tú no vendiste también tu alma a ese brujo. Dímelo, con la mano en este corazón de fuego en el que te escondes, y te seguiré hasta el mismísimo infierno.
Jawahal dejó que los párpados de sus ojos cayeran pesadamente y asintió lentamente. Una lenta transformación pareció apoderarse de su rostro, y su mirada pali-deció entre las brumas ardientes, derrotada y abatida. La mirada de un gran depredador herido que se retira a morir en la sombra. Aquella visión, aquella súbita imagen de vulnerabilidad que Ben vislumbró por apenas unos segundos, se le antojó más estremecedora y terrorífica que cualquiera de las previas apariciones fantasmales de aquel espectro atormentado. Porque en ella, en aquel rostro consumido por el dolor y el fuego, Ben ya no podía ver a un espíritu asesino, sino sólo el triste reflejo de su padre.
Por un instante ambos se observaron mutuamente como viejos conocidos perdidos en la niebla del tiempo.
– Ya no sé si yo escribí esa historia o lo hizo otro hombre, Ben -dijo finalmente-. Ya no sé si esos recuerdos son míos o los soñé. Ni sé si mis crímenes los cometí yo o fueron obra de otras manos. Cualquiera que sea la respuesta a estas preguntas, sé que ya nunca podré volver a escribir una historia como la que tú recuerdas ni llegar a comprender su significado. Yo no tengo futuro, Ben. Ni vida alguna. Lo que ves no es más que la sombra de un alma muerta. No soy nada. El hombre que fui, tu padre, murió hace mucho tiempo y se llevó consigo todo cuanto yo podría soñar. Y si no vas a darme tu alma para que viva en ella durante toda la eternidad, dame entonces la paz. Porque ahora sólo tú puedes devolverme la libertad. Has venido a matar a alguien que ya está muerto, Ben. Cumple con tu palabra o únete conmigo en las tinieblas…
En aquel momento el tren emergió del túnel y atravesó el carril central de Jheeter's Gate a toda velocidad proyectando su manto de llamas que se alzaban hacia el cielo. La locomotora cruzó el umbral de las grandes arcadas de la estructura metálica y recorrió los raíles que conducían a un camino esculpido sobre la luz del amanecer hacia el horizonte.
Jawahal abrió sus ojos y Ben reconoció en ellos el horror y la profunda soledad que encarcelaban aquella alma maldita.
Mientras el tren recorría los últimos metros que lo separaban del puente desaparecido, Ben palpó su bolsillo y extrajo la caja que contenía aquel último fósforo que había guardado. Jawahal hundió su mano en la caldera de gas y una nube de oxígeno puro le envolvió en una cascada de vapor. Su espectro se fundió lentamente en la maquinaria que albergaba su alma y el gas tiñó su silueta en un espejismo de cenizas. Los ojos de Jawahal le dirigieron una última mirada y Ben creyó vislumbrar en ellos el brillo de una lágrima solitaria deslizándose por su rostro.
– Libérame, Ben -murmuró la voz en su mente-. Ahora o nunca.
Ben extrajo el fósforo y lo prendió.
– Adiós, padre -susurró.
Lahawaj Chandra Chatterghee bajó la cabeza y Ben lanzó el fósforo encendido a sus pies.
– Adiós, Ben. En aquel momento, durante un instante fugaz, Ben sintió junto a él la presencia de un rostro envuelto en un velo de luz. Mientras las llamas prendían como un río de pólvora hasta su padre, aquellos dos profundos ojos tristes le miraron por última vez. Ben pensó que su mente jugaba con él y reconoció en ellos la misma mirada herida de Sheere. Luego, la silueta de la princesa de luz se sumergió para siempre en las llamas con la mano en alto y una débil sonrisa en los labios, sin que Ben llegase a sospechar a quién había visto desvanecerse entre el fuego.
La explosión empujó su cuerpo hasta el extremo del vagón al igual que una corriente de aguas invisibles y le proyectó fuera de aquel tren en llamas. Al caer, su cuerpo rodó entre la maleza que había crecido al amparo de los raíles del puente. El convoy se alejó y Ben corrió tras él siguiendo el camino letal al que conducían las vías dirigidas al vacío. Segundos después, el vagón que albergaba a su padre volvió a estallar con tal fuerza que las vigas de metal que formaban el tendido del puente colgante salieron proyectadas hacia el cielo. Una pira de llamas ascendió hasta las nubes de la tormenta dibujando el haz de un rayo de fuego y quebró el cielo en un espejo de luz.
El tren saltó al vacío y la serpiente de acero y llamas se precipitó sobre las aguas negras del Hooghly. Un estallido ensordecedor conmovió el cielo sobre Calcuta e hizo temblar el suelo bajo sus pies.
El último aliento del Pájaro de Fuego se extinguió llevándose consigo para siempre el alma de Lahawaj Chandra Chatterghee, su creador.
Ben se detuvo y cayó de rodillas entre las vías mientras sus amigos corrían hacia él desde el umbral de Jheeter's Gate. Sobre ellos, cientos de pequeñas lágrimas blancas parecían llover del cielo. Ben alzó la mirada y las sintió sobre su rostro. Estaba nevando.
Los miembros de la Chowbar Society se reunieron por última vez aquel amanecer de mayo de 1932 junto al puente desaparecido a orillas del río Hooghly, frente a las ruinas de la estación de Jheeter's Gate. Una cortina de nieve despertó a la ciudad de Calcuta, donde nunca nadie había visto aquel manto blanco que empezó a recubrir las cúpulas de los viejos palacios, los callejones y la inmensidad del Maidán.