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Michael y Roshan asintieron de buen grado.

– ¿Ben? -solicitó Ian.

– De acuerdo -murmuró Ben.

– No lo hemos oído -insistió Seth.

– Prometido -dijo Ben-. Nos encontraremos aquí en media hora.

– El cielo te oiga -dijo Seth.

En la memoria de Sheere las últimas horas se transformaron en apenas unos segundos, durante los que su mente parecía haber sucumbido a los efectos de una poderosa droga que había nublado sus sentidos y la había precipitado a un abismo sin fondo. Recordaba vagamente sus esfuerzos vanos por zafarse de la presión implacable de aquella silueta ígnea que la había arrastrado a través de una interminable retícula de conductos, más oscuros que la noche cerrada. Recordaba también, como una escena extraída de un episodio lejano y confuso, el rostro de Ben debatiéndose en el suelo de una casa cuyos contornos le resultaban familiares, aunque ignoraba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Tal vez una hora, una semana o un mes.

Cuando recobró la consciencia de su propio cuerpo y de las magulladuras que la lu-cha había dejado en él, Sheere comprendió que llevaba ya despierta unos segundos y que el escenario que la rodeaba no formaba parte de su pesadilla. Se encontraba en el interior de una estancia larga y profunda, flanqueada por dos hileras de ventanales a través de los cuales se aventuraba cierta claridad lejana que permitía adivinar los restos de lo que pare-cía, un estrecho salón. Los esqueletos destrozados de tres pequeñas lámparas de cristal pendían del techo igual que arbustos secos. Los restos de un espejo astillado brillaban en la penumbra tras un mostrador que sugería el aspecto de un bar de lujo. Un bar de lujo, sin embargo, devorado por una furia incendiaria inmisericorde.

Trató de incorporarse y, al tiempo que comprobaba que la cadena que le sujetaba las muñecas a la espalda estaba trabada en una estrecha tubería, comprendió instintivamente dónde se hallaba: en el interior de un tren varado en las galerías subterráneas de Jheeter's Gate. La oscura certidumbre de su paradero dejó caer sobre ella una lluvia de agua helada que la despertó del sopor y el aturdimiento que pesaban sobre su mente.

Forzó la vista y trató de encontrar, entre la masa oscura de mesas caídas y restos del incendio, alguna herramienta que pudiera servirle para liberarse de sus ataduras. El interior del vagón devastado no parecía contener más que vestigios carbonizados e inservibles que habían sobrevivido milagrosamente. Forcejeó exasperada sin obtener más resultado que un endurecimiento en las ataduras que la retenían.

Dos metros frente a ella, una masa negra que había tomado desde el principio por una pila de escombros se volvió repentinamente, con la celeridad de un gran felino que hubiera permanecido inmóvil. Una sonrisa luminosa se encendió sobre un rostro invisible en la sombra. Su corazón dio un vuelco y la figura se acercó hasta un palmo escaso de su rostro. Los ojos de Jawahal resplandecieron como brasas al viento y Sheere percibió el hedor ácido y penetrante de la gasolina quemada.

– Bienvenida a lo que queda de mi hogar, Sheere -murmuró Jawahal fríamente-. ¿Es así como te llamas, no?

Sheere asintió, paralizada por el terror que le inspiraba aquella presencia.

– No debes temer nada de mí -dijo Jawahal. Sheere reprimió las lágrimas que pug-naban por escapar a su control; no pensaba rendirse tan pronto. Cerró los ojos con fuerza y respiró entrecortadamente.

– Mírame cuando te hablo -dijo Jawahal en un tono que le heló la sangre.

Sheere abrió los ojos lentamente y comprobó con horror que la mano de Jawahal se acercaba a su rostro. Sus largos dedos, protegidos por un guante negro, acariciaron su me-jilla y le apartaron los mechones de cabello que caían sobre su frente con suma delicadeza. Los ojos de su secuestrador parecieron palidecer por un segundo.

– Te pareces tanto a ella… -susurró Jawahal. Repentinamente, la mano se retiró al igual que un animal asustado, y Jawahal se incorporó. Sheere notó que las ligaduras a su espalda cedían y sus manos quedaban libres.

– Levántate y sígueme -ordenó.

Sheere obedeció dócilmente y dejó que Jawahal abriera el paso. En cuanto la oscura silueta se hubo adelantado un par de metros entre los escombros del vagón, echó a correr en dirección opuesta tan rápidamente como sus músculos entumecidos se lo permitieron. La muchacha atravesó el vagón atropelladamente y se lanzó contra la puerta que separaba los coches del convoy y los conectaba a través de una pequeña plataforma al aire libre. Posó su mano sobre la manilla de acero ennegrecido y presionó con fuerza. El metal cedió como arcilla de moldear y Sheere contempló atónita cómo se convertía en cinco afilados dedos que la asieron por la muñeca. Lentamente, la lámina de la puerta se dobló sobre sí misma y adquirió la forma de una estatua brillante de cuyo rostro liso emergieron los rasgos de Jawahal. Sus rodillas flaquearon y cayó postrada frente a él. Jawahal la alzó en el aire y la muchacha leyó la ira contenida en sus ojos.

– No trates de huir de mí, Sheere. Muy pronto, tú y yo seremos un solo ser. Yo no soy tu enemigo. Soy tu futuro. Cruza a mi lado o, de lo contrario, esto es lo que sucederá contigo.

Jawahal tomó del suelo los restos de una copa de cristal rota, los rodeó con sus dedos y presionó con fuerza. El cristal se fundió bajo su puño y derramó entre los dedos gruesas gotas de vidrio líquido que cayeron sobre la superficie del vagón formando un espejo de llamas entre los escombros. Jawahal soltó a Sheere y la dejó caer a escasos centímetros del cristal humeante.

– Ahora, haz lo que te he dicho.

Seth se arrodilló frente a lo que parecía una lámina brillante sobre el suelo en la sección central de la estación y la palpó con la yema de los dedos. El líquido estaba tibio, era espeso y tenía la textura del aceite derramado.

– Ian, ven a ver esto -llamó Seth. El joven se acercó y se arrodilló junto a él. Seth le mostró sus dedos impregnados en aquella sustancia viscosa. Ian humedeció la punta de su dedo índice y, tras comprobar la consistencia frotándola con el pulgar, olfateó la sus-tancia.

– Es sangre -dictaminó el aspirante a médico.

Seth palideció súbitamente y se limpió los dedos en la pernera del pantalón con impaciencia.

– ¿Isobel? -preguntó Seth apartándose del charco y reprimiendo las náuseas que ascendían desde la boca de su estómago.

– No lo sé -respondió Ian desconcertado-. Es reciente o eso parece.

Ian se incorporó y miró alrededor de la amplia mancha oscura.

– No hay marcas alrededor. Ni huellas -murmuró.

Seth le miró, sin comprender el alcance de aquella apreciación.

– Quien quiera que haya perdido toda esa sangre no podría ir muy lejos sin dejar un rastro -explicó Ian-, aunque lo hubiesen arrastrado. No tiene sentido.

Seth sopesó la teoría de su amigo y rodeó los restos de sangre, corroborando la observación de que no había marcas o señales que partiesen de él en varios metros a la redonda. Ambos amigos se reunieron de nuevo e intercambiaron una mirada de extrañe-za. Repentinamente, una sombra de incertidumbre asomó en los ojos de Ian y Seth cazó al vuelo la idea que acababa de cruzar la mente de su amigo. Despacio, ambos alzaron la cabeza y miraron en dirección a la bóveda que se elevaba en la oscuridad.

Ian y Seth escrutaron las sombras superiores de la gran sala y su mirada se detuvo sobre la estructura de una gran araña de cristal que pendía de su centro. Desde uno de los extremos, una soga blanca sujetaba un cuerpo envuelto en un manto brillante que se balanceaba lentamente en el vacío. Ambos tragaron saliva.

– ¿Está muerto? -preguntó tímidamente Seth.

Ian mantuvo la mirada fija en el macabro hallazgo y se encogió de hombros.

– ¿No deberíamos avisar a los demás? -apuntó Seth nerviosamente.

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