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A través del tejado caído del Palacio de la Medianoche podía contemplarse el cielo nocturno sembrado de estrellas, un mar infinito de pequeñas velas blancas. El anochecer se había llevado consigo parte del calor abrasador que había castigado la ciudad desde el amanecer, pero la brisa que acariciaba tímidamente las calles de la ciudad negra era apenas un suspiro tibio e impregnado de la humedad nocturna que exhalaba el río Hooghly.

Mientras esperaban la llegada de los restantes miembros de la Chowbar Society, Ian, Ben y Sheere aniquilaban los minutos lánguidamente, entre las ruinas del viejo caserón, cada cual perdido en sus propios pensamientos.

Ben había optado por auparse a su retiro predilecto, una viga desnuda que cruzaba horizontalmente el frontón delantero de la estructura del Palacio. Sentado en el centro exacto de su recorrido, con las piernas colgando, Ben acostumbraba a subir hasta su atalaya solitaria a contemplar las luces de la ciudad y las siluetas de los palacios y los cementerios que flanqueaban el sinuoso recorrido del Hooghly a través de Calcuta. Solía pasar horas allí arriba, sin hablar o molestarse en volver la vista a tierra firme apenas por un segundo. Los miembros de la Chowbar Society respetaban este hábito, uno más en la peregrina colección de rarezas con que Ben aderezaba su conducta, y habían aprendido a convivir con las prolongadas melancolías que venían asociadas inequívocamente a su descenso de los cielos.

Ian observó de refilón a su amigo desde el patio del Palacio y decidió permitirle disfrutar de uno de sus últimos retiros espirituales; mientras, él regresó a la tarea con la que había estado ocupando su tiempo y el de Sheere durante la última hora: tratar de explicarle a la muchacha los rudimentos del ajedrez haciendo uso de un tablero del que la Chowbar Society disponía en su sede central. Las piezas estaban reservadas a los campeo-natos anuales que se celebraban en diciembre, los cuales, invariablemente, ganaba Isobel, haciendo gala de una superioridad rayana en lo insultante.

– Hay dos teorías respecto a la estrategia del ajedrez -explicó Ian-. En realidad hay miles, pero sólo hay un par que realmente cuenten. La primera dice que la clave del juego está en la segunda hilera de piezas: rey, caballo, torre, reina, etc. Según esta teoría, los peones no son más que piezas que se han de sacrificar mientras se desarrolla la táctica. La segunda teoría, en cambio, defiende que los peones pueden y deben ser las más letales piezas de ataque y que una estrategia inteligente debe emplearlos como tales si quiere salir victoriosa. A mí, la verdad. No me funciona ninguna de las dos teorías, pero Isobel es una ardiente defensora de la segunda.

La mención a su compañera trajo de nuevo a su pensamiento la inquietud respecto a su paradero. Sheere advirtió su expresión perdida y le rescató con una nueva cuestión respecto al Juego.

– ¿Cuál es la diferencia entre táctica y estrategia? -preguntó-. -¿Es una cuestión puramente técnica?

Ian calibró la pregunta de Sheere y sospechó que no tenía respuesta.

– Es una diferencia literaria, no real -afirmó la voz de Ben desde las alturas-. La táctica es el conjunto de pequeños pasos que das para llegar a algún sitio. La estrategia son los pasos que das cuando ya no hay ningún lugar al que ir.

Sheere alzó la vista y sonrió a Ben. -¿Juegas al ajedrez, Ben? -preguntó Sheere. Ben no respondió.

– Ben deplora el ajedrez -explicó Ian-. Según él, es la segunda forma más inútil de desperdiciar la inteligencia humana.

– ¿Y cuál es la primera? -preguntó Sheere, divertida.

– La filosofía -respondió Ben desde su atalaya.

– Ben dixit -sentenció Ian-. ¿Por qué no bajas ya, Ben? Los demás deben de estar al llegar.

– Esperaré -dijo Ben, regresando a su lugar entre las nubes.

Ben no descendió hasta media hora más tarde, cuando Ian estaba enfrascado en la explicación del salto del caballo y Roshan y Siraj aparecieron por el umbral del patio del Palacio de la Medianoche. Poco después, Seth y Michael hicieron lo propio y todos se reunieron en círculo a la lumbre de una pequeña hoguera que improvisó Ian con los últimos restos de leña seca que guardaban en una nave cubierta y protegida de las lluvias en la parte trasera del Palacio. Los rostros de los siete muchachos adquirieron un tinte cobrizo al fuego mientras Ben pasaba una botella con agua que, si no estaba fresca, al menos no era portadora de fiebres letales.

– ¿No esperamos a Isobel? -preguntó Siraj, visiblemente inquieto por la ausencia del objeto de su encandilamiento unidireccional.

– Tal vez no venga -dijo Ian.

Todos le miraron al unísono, perplejos. Ian explicó sucintamente su conversación con Isobel aquella misma tarde y comprobó que los rostros de sus amigos se iban ensombreciendo. Cuando hubo finalizado, les recordó que Isobel había indicado que, con o sin su presencia, debían poner en común sus averiguaciones y pasó a ofrecer el primer turno a quien deseara hacer uso de él.

– Está bien -dijo Siraj nervioso-. Explicaré lo que nosotros hemos averiguado y un segundo después saldré a buscar a Isobel. Sólo a esa cabezota se le podría ocurrir salir de excursión nocturna esta noche, sola y sin decir a dónde iba. -¿Cómo has podido dejarla, Ian? Roshan salió en ayuda de Ian y colocó su mano sobre el hombro de Siraj. No se discute con Isobel -recordó Roshan-. Se escucha. Explica lo del jeroglífico y luego nos vamos los dos a por ella.

– ¿Jeroglífico? -preguntó Sheere. Roshan asintió. -Hemos encontrado la casa, Sheere- explicó Siraj-. Mejor dicho, sabemos dónde está

El rostro de Sheere se iluminó súbitamente y su corazón empezó a latir con fuerza. Los muchachos se acercaron al fuego y Siraj extrajo una hoja de papel en la que aparecían copiados unos versos en la inconfundible caligrafía del endeble muchacho.

– ¿Y eso? -preguntó Seth.

– Un poema -repuso Siraj.

– Léelo -Indicó Roshan.

«La ciudad que amo es oscura y profunda.

Casa de miserias, hogar de espíritus malditos a quien nadie abre sus puertas ni corazón.

La ciudad que amo vive en el crepúsculo, sombra de maldad y glorias olvidadas de fortunas vendidas y almas en penuria.

La ciudad que amo no ama a nadie ni conoce reposo, torre izada al infierno incierto de nuestro destino, del embrujo de una condenación escrita en sangre, gran baile de engaños e infamias, bazar de mi tristeza…»

Los siete muchachos guardaron silencio tras la lectura del poema y por un segundo sólo el sonido del fuego y la voz lejana de la ciudad silbaron en el viento.

– Conozco esos versos -murmuró Sheere-. Pertenecen a uno de los libros de mi padre. Vienen al final de mi cuento favorito, la historia de las lágrimas de Shiva.

– Exacto -corroboró Siraj-. Hemos pasado la tarde entera en el Instituto Bengalí de Industria. Es un edificio increíble, casi en ruinas, que apila pisos y pisos de archivos y salas enterradas en polvo y basura. Había ratas y estoy seguro de que si fuésemos de noche podríamos averiguar que algo, se esconde…

– Ciñámonos a lo esencial, Siraj -cortó Ben-. Por favor.

– De acuerdo -convino Siraj dejando para otro momento su entusiasmo por el misterioso lugar-. En esencia, tras horas de investigación (que no voy a contar, visto el clima), hemos dado con un legajo de documentos que perteneció a tu padre y que estaba bajo la custodia del Instituto desde 1916, fecha del accidente de Jheeter’s Gate. Entre ellos había un libro autografiado por él y, aunque no nos han permitido llevárnoslo, sí hemos podido examinarlo. Y hemos tenido suerte.

– No veo en qué -objetó Ben. -Tú deberías ser quien antes lo viese. Junto al poe-ma, alguien, supongo que el padre de Sheere, había dibujado a pluma una casa -replicó Siraj con una sonrisa misteriosa mientras le tendía el papel con el poema-.

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