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Ian suspiró, inquieto. Le disgustaba tanto misterio y el extraño brillo que advertía en la mirada de su amiga.

– Isobel, mírame -ordenó Ian; la muchacha le obedeció-. Sea lo que sea, quítatelo de la cabeza.

– Sé cuidarme, Ian -repuso Isobel, sonriente. Los labios de Ian, sin embargo, fueron incapaces de emular a los de la muchacha.

– No hagas nada que yo no hiciera -suplicó Ian. Isobel rió.

– Haré sólo una cosa que tú no te atreverías a hacer nunca -murmuró Isobel.

Ian la observó perplejo y sin comprender. Luego, sin borrar de su mirada aquella chispa enigmática, Isobel se acercó a Ian y le besó suavemente sobre los labios, apenas rozándolos.

– Cuídate, Ian -le susurró al oído-. Y no te hagas ilusiones.

Aquella era la primera vez que Isobel le había besado y, al verla partir entre la maleza del patio, Ian no pudo apartar de su mente un súbito e inexplicable temor a que tal vez también fuese la última.

Transcurrida casi una hora, Ben y Sheere emergieron a la luz del día con el semblante impenetrable y luciendo una extraña calma. Sheere se acercó a Aryami, que había permanecido todo aquel espacio de tiempo sola bajo la marquesina de la casa, ajena a los intentos de diálogo de Ian, y se sentó junto a ella. Ben caminó directamente en direc-ción a Ian.

– ¿Dónde están todos? -preguntó Ben.

– Pensamos que sería útil tratar de hacer algunas averiguaciones respecto a ese individuo, Jawahal -respondió Ian.

– ¿Y tú te has quedado de niñera? -bromeó Ben, aunque su tono pretendidamente jocoso no engañaba a ninguno de los dos.

– Algo así. ¿Estás bien? – repuso Ian, señalando a Sheere con la cabeza. Ben asintió.

– Confundido, supongo -dijo finalmente-. Odio las sorpresas.

– Isobel dice que no es buena idea que tú y Sheere andéis por ahí. Y creo que tiene razón.

– Isobel siempre tiene razón, menos cuando discute conmigo -dijo Ben-. Pero tam-poco creo que éste sea un lugar seguro para nosotros. Aunque haya estado cerrada más de quince años, ésta sigue siendo la casa familiar. Y el St. Patricks tampoco lo es, a la vista está.

– Creo que lo mejor será ir al Palacio y esperar a los demás -sugirió Ian.

– ¿Ése es el plan de Isobel? -sonrió Ben.

– Adivínalo.

– ¿A dónde ha ido ella?

– No ha querido decírmelo.

– ¿Uno de sus presentimientos? -apuntó Ben, alarmado.

Ian asintió y Ben suspiró abatido.

– Dios nos ayude -dijo Ben, palmeando la espalda de Ian-. Voy a ir a hablar con las damas.

Ian se volvió a mirar a Sheere y a Aryami Bosé. La anciana parecía discutir acalora-damente con su nieta. Ben e Ian intercambiaron una mirada.

– Sospecho que la anciana mantiene sus planes de partir mañana hacia Bombay -comentó Ben.

– ¿Vas a ir con ellas?

– No pienso irme de esta ciudad nunca. Y menos ahora.

Los dos amigos observaron cómo se desarrollaba la discusión entre abuela y nieta durante un par de minutos más y finalmente Ben se dirigió hacia ellas.

– Espérame aquí -murmuró pausadamente.

Aryami Bosé entró de nuevo en la casa y dejó a solas a Ben y a Sheere en el umbral de su puerta. Sheere mostraba un rostro encendido de ira y Ben aguardó a que fuese ella misma quien eligiese su momento para empezar a hablar. Cuando lo hizo, su voz tembló de rabia e impotencia y sus manos se entrelazaron en un nudo tenso y férreo.

– Dice que partiremos mañana y que no quiere hablar más del asunto -explicó Sheere-. Dice también que tú deberías venir con nosotras, pero que no puede obligarte.

– Supongo que cree que eso es lo mejor para ti -apuntó Ben.

– ¿Tu no piensas eso, Ben?

– Mentiría si dijera que lo pienso -admitió Ben.

– Yo he pasado toda mi vida huyendo de pueblo en pueblo, en trenes, en barcos y carromatos, sin tener una casa propia, amigos o un lugar que pudiera recordar como mío -dijo Sheere-. Estoy cansada, Ben. No puedo seguir huyendo toda la vida de alguien a quien ni siquiera conozco.

Los dos hermanos se miraron, en silencio.

– Ella es una mujer anciana, Ben. Tiene miedo, porque su vida se acaba y se siente incapaz de protegernos durante más tiempo -añadió Sheere-.

Lo hace de corazón, pero huir ya no sirve de nada. ¿De qué serviría tomar mañana ese tren a Bombay? ¿Para tener que apearnos en cualquier estación, con otro nombre? ¿Para mendigar un techo en cualquier pueblo sabiendo que al día siguiente tendríamos que salir huyendo otra vez?

– ¿Le has dicho eso a Aryami? -preguntó Ben.

– No quiere escucharme. Pero esta vez no pienso huir de nuevo. Ésta es mi casa, ésta es la ciudad de mi padre y aquí es donde pienso permanecer. Y si ese hombre viene a por mí, le plantaré cara. Si ha de matarme, que lo haga. Pero si he de vivir, no estoy dispuesta a hacerlo como una fugitiva que da gracias cada día por poder ver el Sol. ¿Me ayudarás, Ben?

– Por supuesto -repuso el muchacho. Sheere le abrazó y se secó los ojos con un extremo del manto blanco que la cubría.

– ¿Sabes, Ben? -dijo ella-. Anoche, con tus amigos en aquella vieja casa abando-nada, vuestro Palacio de la Medianoche, mientras os explicaba mi historia, pensé que nun-ca tuve la oportunidad de ser una niña como las demás. Crecí entre viejos, entre miedos y mentiras. Con mendigos y viajeros sin nombre como única compañía. Me acordé de cómo inventaba compañeros invisibles y hablaba con ellos durante horas en las salas de las esta-ciones, en los carromatos. Los adultos me miraban y sonreían. A sus ojos, una niña hablando sola era una visión adorable. Pero no lo es, Ben. No es adorable estar solo, ni de niño, ni de viejo. Durante años me he preguntado cómo eran los demás niños, si tenían las mismas pesadillas que yo, si se sentían tan desgraciados como yo. Quien diga que la infancia es la época más feliz de la vida es un mentiroso o un estúpido.

Ben observó a su hermana y le sonrió.

– O ambas cosas -bromeó Ben-. Suelen ir unidas.

Sheere se sonrojó.

– Lo siento -dijo-. Hablo por los codos, ¿verdad?

– No -negó Ben-. Me gusta escucharte. Además, creo que tenemos más en común de lo que piensas.

– Somos hermanos -rió Sheere nerviosa-. ¿Te parece poco? ¡Gemelos! ¡Suena tan raro!

– Bueno, como suele decirse, sólo puedes escoger a tus amigos -bromeó Ben- la familia viene de propina.

– Entonces prefiero que seas mi amigo -dijo Sheere.

Ian se aproximó hasta ellos y comprobó aliviado que ambos hermanos parecían estar de buen humor e incluso se permitían el lujo de intercambiar algunas bromas, lo cual, dada la coyuntura, no era poco.

– Tú sabrás lo que haces. Ian, esta dama quiere ser mi amiga.

– Yo no te lo aconsejaría -siguió la broma Ian-. Yo lo soy desde hace años y así me va. ¿Habéis tomado una decisión?

Ben asintió.

– ¿Es lo que me imagino? -preguntó Ian.

Ben asintió de nuevo y esta vez Sheere se sumó a su gesto afirmativo.

– ¿Qué es lo que habéis decidido? -preguntó amargamente la voz de Aryami Bosé a sus espaldas.

Los tres muchachos se volvieron y descubrieron la silueta de la anciana, inmóvil en las sombras tras el umbral. Un tenso silencio medió entre ellos.

– No tomaremos ese tren mañana, abuela -respondió serenamente Sheere-. Ni Ben, ni yo.

Los ojos de la anciana les recorrieron uno a uno, abrasadores.

– ¿Las palabras de unos mocosos inconscientes te han hecho olvidar en unos minutos todo lo que te he enseñado en años? -recriminó Aryami.

– No, abuela. Es mi propia decisión. Y nada en el mundo la va a cambiar.

– Tú harás lo que yo diga -cortó Aryami, aunque el olor de la derrota impregnaba cada una de sus palabras.

– Señora… -empezó Ian cortésmente.

– Cállate, hijo -espetó Aryami con renovada frialdad.

Ian reprimió sus deseos de replicar y bajó la mirada.

– Abuela, no cogeré ese tren -dijo Sheere-. Y lo sabes.

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