Pero tu padre, como todos nosotros, tenía un pasado y desde él emergió la figura que iba a traer la oscuridad y la tragedia a nuestra familia.
Cuando tu padre era joven y recorría hambriento las calles de Calcuta soñando con números y fórmulas matemáticas, conoció a otro muchacho, un chico de su misma edad, huérfano y solo. Por aquel entonces tu padre vivía en la pobreza y, como tantísimos niños de esta ciudad, cayó víctima de las fiebres que cada año segaban miles de vidas. Durante la época de las lluvias, el monzón descargaba con fuerza sus tormentas en la península de Bengala y todo el delta del Ganges experimentaba una crecida que inundaba el país. Cada año, el lago de sal que aún se encuentra al Este de la ciudad se desbordaba; al pasar las lluvias, los cadáveres de los peces muertos expuestos al sol, tras bajar de nuevo las aguas, producían una nube de vapores envenenados que, arrastrados por los vientos de las montañas del Norte, arrasaban la ciudad y sembraban la enfermedad y la muerte como una plaga infernal.
Aquel año tu padre fue víctima de los aires de muerte y habría estado a punto de perecer, de no haber sido por un compañero, Jawahal, que cuidó de él durante veinte días en una barraca de adobe y maderos quemados al borde del Hooghly. Tu padre, al recupe-rarse, juró que siempre protegería a Jawahal y que compartiría con él todo lo que el futuro le deparase, porque ahora su vida también le pertenecía. Fue un juramento de niños. Un pacto de sangre y honor. Pero había algo que tu padre no sabía: Jawahal, aquel ángel salvador de apenas once años, llevaba en las venas una enfermedad mucho más terrible que la que había estado a punto de acabar con él. Una enfermedad que empezaría a mani-festarse mucho después, primero de un modo casi imperceptible, más tarde con la fatali-dad de una condena: la locura.
Años más tarde, tu padre supo que la madre de Jawahal se había prendido en llamas frente a los ojos de su hijo en un sacrificio a la diosa Kali y que la madre de su madre había acabado sus días en una celda miserable de un manicomio de Bombay. No eran más que eslabones en una larga cadena de sucesos que convertían la historia de aquella familia en un sendero de horror y desgracia. Pero tu padre era un hombre fuerte, incluso de muchacho, y asumió la responsabilidad de proteger a su amigo fuera cual fuera su terrible herencia.
Todo fue sencillo hasta que, al cumplir los dieciocho años, Jawahal asesinó a sangre fría a un rico comerciante en el bazar porque se había negado a venderle un medallón que deseaba adquirir, aludiendo a su aspecto y dudando de su solvencia. Tu padre le ocultó en su casa durante meses y puso en peligro su vida y su futuro al protegerle de la justicia que le buscaba por toda la ciudad. Lo consiguió, pero aquél sólo había sido el primer paso. Un año después, en la noche del año nuevo hindú, Jawahal incendió una casa donde vi-vían una docena de ancianas y se sentó en la calle a ver las llamas hasta que las vigas cayeron convertidas en brasas. Esta vez ni las artes de tu padre pudieron salvarle de la justicia.
Hubo un juicio, largo y terrible, donde Jawahal fue condenado por sus crímenes a cadena perpetua. Tu padre hizo cuanto pudo por ayudarle, gastó sus ahorros en pagarle abogados, enviarle ropa limpia a la cárcel donde le tenían preso y sobornar a sus guardianes para que no le atormentasen. El único agradecimiento que recibió de Jawahal fueron palabras de odio. Le acusó de haberle delatado, abandonado, y de haber querido deshacerse de él. Le recriminó el haber roto el juramento que ambos habían hecho años atrás y juró venganza porque, como le gritó airadamente desde el estrado cuando se leyó su sentencia condenatoria, la mitad de su vida le pertenecía.
Tu padre enterró ese secreto en lo más profundo de su corazón y nunca quiso que tu madre supiera de ello. Los años borraron los signos externos de aquel recuerdo. Tras la boda y los primeros años de matrimonio y éxitos de tu padre, todo aquello no parecía más que un episodio enterrado en un pasado lejano.
Me acuerdo de la época en que tu madre se quedó embarazada. Tu padre parecía otra persona, un desconocido. Compró un cachorro de perro guardián al que afirmó estar dispuesto a entrenar para que se convirtiera en la mejor de las niñeras para su futuro hijo y no cesaba de hablar de la casa que iba a construir, de los planes que tenía para el futuro, de un nuevo libro…
Un mes después, el teniente Michael Peake, uno de los antiguos pretendientes de tu madre, llamó a su puerta con una noticia que iba a sembrar de terror sus vidas: Jawahal había incendiado un pabellón de la prisión de criminales peligrosos en la que estaba confinado y había huido, no sin antes escribir en los muros de su celda, con la sangre de su compañero degollado, la palabra venganza.
Peake se comprometió personalmente a buscar a Jawahal y a protegerlos de cual-quier posible amenaza. Pasaron dos meses sin novedades ni indicios de la presencia de Jawahal. Hasta el día del cumpleaños de tu padre.
Al amanecer llegó un paquete entregado a su nombre por un mendigo. Contenía un medallón, la joya por la que había cometido su primer asesinato, y una nota. En ella, Jawahal explicaba que tras varias semanas de espiarlos en secreto y de comprobar que ahora era un hombre de éxito y que tenía una esposa radiante, quería desearles lo mejor y, tal vez, realizar alguna visita próxima para, como él decía, volver a compartir como her-manos lo que les pertenecía a ambos.
Los días siguientes estuvieron sembrados de pánico. Uno de los centinelas que Peake había puesto a custodiar la casa por la noche apareció muerto. El perro de tu padre fue hallado en el fondo del pozo del patio. Y cada noche, ante la impotencia de Peake y sus hombres, los muros de la casa amanecían con nuevas amenazas pintadas en sangre.
Aquéllos fueron días difíciles para tu padre. Se acababa de construir su máxima obra, la estación de Jheeter’s Gate en la orilla Este del Hooghly. Era una estructura de acero im-presionante y revolucionaria y constituía la culminación del proyecto largamente ansiado de tu padre de establecer una red de ferrocarril en todo el país que permitiese desarrollar el comercio propio y modernizar las provincias hasta llegar a superar el dominio británi-co. Aquélla siempre fue una de sus obsesiones, sobre la que podía hablar con vehemencia durante horas, como si se tratase de una misión divina que le hubiese sido encomendada.
La inauguración oficial de Jheeter's Gate tuvo lugar al final de aquella semana y, para celebrar la ocasión, se decidió fletar simbólicamente un tren que iba a transportar a 360 niños huérfanos a su nuevo hogar en el Este del país. Eran hijos de los estratos más castigados por la pobreza, y el proyecto de tu padre significaba para ellos una nueva vida. Era un empeño en el que tu padre había estado comprometido desde el primer día y, que constituía la ilusión de su vida. Tu madre insistió hasta la desesperación en acudir duran-te unas horas al acto y le aseguró que la protección del teniente Peake y sus hombres bas-taba para mantenerla segura.
Cuando tu padre subió al tren y puso en marcha la máquina que debía conducir a los niños a su nuevo hogar, sucedió algo imprevisto y para lo cual nadie estaba preparado. El fuego. Un terrible incendio se propagó por varios niveles de la estación y a lo largo de los vagones del tren que se internaba en el túnel convertido en un verdadero infierno rodante, una tumba de hierro candente para los niños que viajaban en su interior. Tu padre murió aquella noche intentando salvar inútilmente a los niños mientras sus sueños se desvane-cían entre las llamas para siempre.
Cuando tu madre recibió la noticia, estuvo a punto de perderte. Pero la fortuna, cansada de enviar desgracias a la familia, quiso salvarte. Tres días más tarde, cuando apenas le faltaban unos días para dar a luz, Jawahal y sus hombres irrumpieron en la casa y se llevaron a tu madre, no sin antes proclamar que la tragedia de Jheeter"s Gate había sido obra suya.