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Ben se dirigió hasta donde esperaban los demás miembros de la Chowbar Society. Sus rostros evidenciaban que habían estado discutiendo internamente el tema y que ha-bían llegado a alguna resolución. Ben apostó por quién sería el portavoz de la inevitable protesta. Todos miraron a Ian y éste, al descubrir la conspiración, puso los ojos en blanco y suspiró.

– Ian tiene algo que decirte-puntualizó Isobel-. Y habla por todos nosotros

Ben se encaró a sus compañeros y sonrió.

– Escucho.

– Bueno -empezó Ian-, la esencia de lo que queremos decir…

– Ve al grano, Ian- cortó Seth.

Ian se volvió, con toda la serena furia contenida que su flemático carácter le permitía.

– Si lo explico yo, lo haré como me dé la gana. ¿Está claro?

Nadie osó objetar más matices a su oratoria. Ian reemprendió su tarea.

– Como decía, lo esencial es que creemos que hay algo que no cuadra. Nos has dicho que Mr. Carter te ha explicado que hay un criminal que ronda el orfanato y que le ha ata-cado. Criminal que nadie ha visto y cuyos motivos, según tus explicaciones, no entende-mos. Como tampoco entendemos por qué ha pedido hablar contigo específicamente o por qué has estado hablando con Bankim y no nos has dicho de qué. Suponemos que tienes tus razones para guardar el secreto y compartirlo sólo con Sheere, o mejor dicho, crees que las tienes. Pero, en honor a la verdad, si en algo valoras esta sociedad y su propósito, de-berías confiar en nosotros y no ocultarnos nada.

Ben consideró las palabras de Ian y repasó los rostros del resto de sus compañeros, que asintieron al discurso de su portavoz.

– Si he ocultado algo es porque pienso que de lo contrario podía poner en peligro la vida de los demás -explicó Ben.

– El principio básico de esta sociedad es ayudarnos unos a otros hasta el fin y no simplemente escuchar historias de fantasías y desaparecer a las primeras de cambio en cuanto huele a chamusquina -Protestó Seth airadamente.

– Esto es una sociedad, no una orquesta de señoritas -añadió Siraj.

Isobel le propinó un cachete en el cogote.

– Tú calla -recriminó Isobel.

– De acuerdo -dictaminó Ben-. Todos para uno y uno para todos. ¿Eso es lo que queréis? ¿Los Tres Mosqueteros?

Todos le observaron intensamente y, lentamente, uno a uno, asintieron.

– Muy bien. Os diré todo lo que sé, que no es mucho -dijo Ben.

Durante los diez minutos siguientes la Chowbar Society escuchó su relato en versión íntegra, incluyendo la conversación con Bankim y los temores de la abuela de Sheere. Finalizada la exposición, se abrió el turno de preguntas.

– ¿Alguien ha oído hablar de ese tal Jawahal alguna vez? -preguntó Seth-. ¿Siraj?

El hombre enciclopedia no ofreció más respuesta que una negativa absoluta.

– ¿Sabemos si Mr. Carter podía tener negocios con alguien así? ¿Tal vez haya en sus archivos algo al respecto? -preguntó Isobel.

– Podemos averiguarlo -dijo Ian. Ahora lo fundamental es hablar con tu abuela, Sheere, y desentrañar este embrollo.

– Estoy de acuerdo -dijo Roshan-. Vayamos a verla y después decidiremos un plan de acción.

– ¿Hay alguna objeción a la propuesta de Roshan? -preguntó Ian.

Una negativa general inundó los muros ruinosos del Palacio de la Medianoche.

– Bien, en marcha.

– Un momento -dijo Michael.

Los muchachos se volvieron a escuchar al perennemente taciturno virtuoso del lápiz y cronista grafico de la historia de la Chowbar Society.

¿Se te ha ocurrido pensar que todo esto podría tener relación con la historia que nos has explicado esta mañana, Ben? -preguntó Michael.

Ben tragó saliva. Llevaba media hora haciéndose esa misma pregunta, pero era inca-paz de hallar un nexo de conexión entre ambos sucesos.

– No veo la relación, Michael -dijo Seth. Los demás meditaron sobre el tema, pero ninguno de ellos parecía inclinado a disentir del parecer de Seth.

– No creo que exista esa relación -corroboró Ben finalmente-. Supongo que lo so-ñé.

Michael le miró directamente a los ojos, algo que no solía hacer prácticamente nunca, y le mostró un pequeño dibujo que sostenía entre los dedos. Ben lo examinó e identificó la silueta de un tren cruzando una llanura devastada de chabolas y barracas. Una majestuosa locomotora acabada en cuña y coronada por grandes chimeneas que escupían vapor y humo lo arrastraba bajo un cielo sembrado de estrellas negras. El tren aparecía envuelto en llamas y a través de las ventanillas de los vagones se intuían cientos de rostros espectrales extendiendo los brazos y aullando en el fuego. Michael había traducido sus palabras al papel con absoluta fidelidad. Ben sintió que un escalofrío le recorría la espalda y miró a su amigo Michael.

– No entiendo, Michael -murmuró Ben-. ¿A dónde quieres ir a parar?

Sheere se acercó a ellos y su rostro palideció al contemplar el dibujo e intuir el nexo de unión entre la visión de Ben y el incidente en el St. Patricks que michael había puesto al descubierto.

– El fuego -murmuro la muchacha-. Es el fuego.

La morada de Aryami Bose había permanecido clausurada durante años y el fantas-ma de miles de recuerdos prisioneros entre los muros impregnaba todavía el ambiente de aquella casa habitada por libros y cuadros.

De camino habían acordado unánimemente que lo más procedente era permitir que Sheere entrase primero en la casa, pusiera a Aryami al corriente de los hechos y le manifestara la voluntad de los muchachos de hablar con ella. Una vez asumida esa primera fase, los miembros de la Chowbar Society estimaron igualmente oportuno limitar el numero de sus representantes en la reunión con la anciana, en la creencia de que la visión de siete adolescentes desconocidos ralentizaría su lengua ostensiblemente. Por ello, además de Sheere y Ben, se decidió que Ian también estuviera presente durante la conversación. Ian aceptó de nuevo el papel de embajador en funciones de la sociedad, no sin sospechar que la frecuencia con que le correspondía asumir tal papel estaba menos relacionada con la confianza de sus compañeros en su ingenio y templanza que con su aspecto inofensivo e idóneo para granjearse la aprobación de adultos y funcionarios públicos. En cualquier caso, tras recorrer las calles de la ciudad negra y esperar durante unos minutos en el patio de carácter selvático que rodeaba la casa de Aryami Bosé, Ian se unió a Ben y ambos entraron en la casa a la señal de Sheere, mientras los demás aguar-daban su regreso.

Sheere les condujo hasta una sala pobremente iluminada por una docena de velas situadas en el interior de vasijas con agua. Sobre ellas, las gotas de cera derramada forma-ban flores congeladas y empañaban el reflejo de la llama. Los tres jóvenes tomaron asiento frente a la anciana, que los observaba silenciosamente desde su butaca, y examinaron la penumbra que velaba las paredes cubiertas de telas y los estantes sepultados bajo el polvo de años.

Aryami esperó a que los ojos de los tres jóvenes se posaran sobre los suyos y se inclinó hacia ellos, en actitud confidencial.

– Mi nieta me ha explicado lo sucedido -dijo Aryami-. Y no puedo decir que me sorprenda. He vivido durante años con el temor de que algo semejante ocurriera, pero nunca llegué a pensar que sería así, de esta manera. Antes que nada, sabed que lo que hoy habéis presenciado no es más que el principio y que, tras escucharme, en vuestras manos estará dejar que siga su curso o evitarlo. Yo ya soy vieja y me faltan ánimos y salud para combatir fuerzas que me sobrepasan y que cada día me resultan más difíciles de com-prender.

Sheere tomó la mano apergaminada de su abuela y la acarició suavemente. Ian observó cómo Ben mordisqueaba sus uñas y le propinó un discreto codazo.

– Hubo un tiempo en mi vida en que creí que nada tenía más fuerza que el amor. Y es cierto que la tiene, pero su fuerza es minúscula y palidece frente al fuego del odio – explicó Aryami-. Sé que estas revelaciones no son precisamente un regalo idóneo para vuestro decimosexto cumpleaños; normalmente se permite a los muchachos vivir en la ignorancia del verdadero rostro del mundo hasta bien entrada la juventud, pero temo que vosotros no tendréis ese dudoso privilegio. Sé también que, por el simple hecho de venir de una anciana, dudaréis de mis palabras y de mis juicios. He aprendido a reconocer esa mirada en los ojos de mi propia nieta durante todos estos años. Y es que nada es tan difícil de creer como la verdad y, por contra, nada tan seductor como la fuerza de la mentira cuanto mayor es su peso. Es ley de vida y a vuestro juicio quedará encontrar el equilibrio justo. Dicho esto, permitidme explicaros que, además de años, esta vieja ha coleccionado historias y que nunca conoció una historia tan triste y terrible como la que voy a relataros y de la que, sin saberlo, habéis sido protagonistas por omisión hasta el día de hoy…

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