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– ¿Siraj? -preguntó Ben. El muchacho alzó la vista y miró al resto, calibrando la situación.

– No sería la primera vez que alguien ve algo parecido en Calcuta -apuntó-. Está la historia de Hastings House, por ejemplo.

– No veo qué tiene que ver una cosa con la otra -objetó Isobel.

El caso de Hastings House, la antigua residencia del gobernador de la provincia al sur de Calcuta, era una de las predilectas de Siraj y probablemente la más emblemática historia de fantasmas de cuantas poblaban los anales de Calcuta, una historia densa y truculenta como pocas en este aspecto. Según la tradición local, durante las noches de luna llena el espectro de Warren Hastings, el primer gobernador de Bengala cabalgaba en un carruaje fantasmal hasta el porche de su vieja mansión en Alipore, donde buscaba frené-ticamente unos documentos desaparecidos en el transcurso de los tumultuosos días de su mandato en la ciudad.

– La gente de la ciudad ha estado viéndolo durante décadas -protestó Siraj-. Es tan cierto como que el monzón inunda las calles.

Los miembros de la Chowbar Society se enzarzaron en una acalorada discusión en torno a la visión de Ben en la que sólo se abstuvo de participar el propio interesado. Minu-tos después, cuando todo diálogo razonable parecía descartado, los rostros participantes en la disputa se volvieron a observar la silueta vestida de blanco que los contemplaba ca-llada desde el umbral de la sala sin techo que ocupaban. Uno a uno se fueron entregando al silencio.

– No quisiera interrumpir nada -dijo Sheere tímidamente.

– Bienvenida sea la interrupción -afirmó Ben-. Sólo discutíamos. Para variar.

– He escuchado el final -admitió Sheere-. ¿Viste algo anoche, Ben?

– Ya no lo sé -admitió el muchacho-. ¿Y tú? ¿Has conseguido huir del control de tu abuela? Me parece que anoche te pusimos en un aprieto.

Sheere sonrió y negó.

– Mi abuela es una buena mujer, pero en ocasiones se deja llevar por sus obsesiones y cree que los peligros me rondan en cada esquina -explicó Sheere-. No sabe que he venido. Por eso estaré poco tiempo.

– ¿Por que? Hoy habíamos pensado en ir a los muelles, podrías venir con nosotros -dijo Ben ante la sorpresa del resto, que escuchaba por primera vez tales planes.

– No puedo ir con vosotros, Ben. He venido a despedirme.

– ¿Qué? -exclamaron varias voces al unísono.

– Partimos mañana hacia Bombay -dijo Sheere-. Mi abuela dice que la ciudad no es lugar seguro y que debemos irnos. Me prohibió que os viera otra vez, pero no quería ir-me sin despedirme. En diez años sois los únicos amigos que he tenido, aunque sólo sea por una noche.

Ben la miró atónito. -¿Iros a Bombay? -explotó-. ¿A qué? ¿Tu abuela quiere ser estrella de cine? ¡Es absurdo!

– Me temo que no lo es -confirmó Sheere con tristeza-. Me quedan sólo unas ho-ras en Calcuta. Espero que no os importe que las comparta con vosotros.

– Nos encantaría que te quedases, Sheere -dijo Ian, hablando por todos.

– ¡Un momento! -bramó Ben-. ¿Qué es todo este asunto de los adioses? ¿Unas horas en Calcuta? Imposible, señorita. Puedes pasarte cien años en esta ciudad y no haber entendido ni la mitad de lo que pasa. No puedes irte así. Y menos ahora que eres miembro de pleno derecho de la Chowbar Society.

– Tendrás que hablar con mi abuela -afirmó Sheere con resignación.

– Eso es lo que pienso hacer.

– Gran idea -comentó Roshan-. Anoche le caíste de maravilla.

– Poca fe veo en vosotros -se quejó Ben-. ¿Qué hay de los juramentos de la socie-dad? Hay que ayudar a Sheere a encontrar la casa de su padre. Nadie saldrá de esta ciudad sin que hayamos encontrado esa casa y desentrañado sus misterios. Punto final.

– Yo me apunto -dijo Siraj-. ¿Pero cómo piensas conseguirlo? ¿Amenazarás a la a-buela de Sheere?

– A veces, las palabras pueden más que las espadas -afirmó Ben-. Por cierto, ¿quién dijo eso?

– ¿Voltaire? – insinuó Isobel. Ben ignoró la ironía.

– ¿Qué poderosas palabras serán ésas? -preguntó Ian.

– Las mías no, claro está -explicó Ben-. Las de Mr. Carter. Dejaremos que sea él quien hable con tu abuela.

Sheere bajo la mirada y negó lentamente.

– No funcionará, Ben -dijo la muchacha sin esperanza-. No conoces a Aryami Bosé. Nadie es más tozuda que ella. Lo lleva en la sangre.

Ben exhibió una sonrisa felina y sus ojos brillaron bajo el sol del mediodía.

– Yo lo soy más. Espera a verme en acción y cambiarás de opinión -murmuró.

– Ben, vas a meternos otra vez en un lío -dijo Seth.

Ben arqueó una ceja altivamente y repasó uno a uno los rostros de los presentes, pul-verizando cualquier amago de rebelión que pudiera esconderse en su ánimo.

– El que tenga algo más que decir, que hable ahora o calle para siempre -amenazó solemnemente.

No se alzaron voces de protesta.

– Bien. Aprobado por unanimidad. En marcha.

Carter introdujo su llave personal en la cerradura de su despacho y la hizo girar dos veces. El mecanismo de la cerradura crujió y Carter abrió la puerta. Entró en la estancia y cerró la puerta de nuevo. No tenía deseos de ver o hablar con nadie por espacio de una hora. Se desabrochó los botones del chaleco y se dirigió hacia su butaca. Fue entonces cuando advirtió la silueta inmóvil sentada en el sillón enfrentado al suyo y comprendió que no estaba solo. La llave resbaló de entre sus dedos pero no llegó a tocar el suelo. Una mano ágil, enfundada en un guante negro la atrapó al vuelo. El rostro afilado asomó tras el alerón de la butaca y exhibió una sonrisa canina.

– ¿Quién es usted y cómo ha entrado aquí? -exigió Carter, sin poder reprimir el temblor de su voz.

El intruso se levantó y Carter sintió la sangre huir de sus mejillas al reconocer al hombre que le había visitado en aquel mismo despacho dieciséis años atrás. Su rostro no había envejecido un solo día y sus ojos conservaban la ardiente rabia que el rector recordaba. Jawahal. El visitante tomó la llave entre sus dedos y se acercó a la puerta, cerrándola de nuevo. Carter tragó saliva. Las advertencias que le había realizado Aryami Bosé la noche anterior desfilaron a toda velocidad por su mente. Jawahal apretó la llave entre sus dedos y el metal se dobló con la facilidad de una horquilla de latón.

– No parece alegrarse de volverme a ver, Mr. Carter -dijo Jawahal-. ¿No recuerda nuestra cita concertada hace ya dieciséis años? He venido para realizar mí contribución.

– Salga ahora mismo o me veré obligado a avisar a la policía -amenazó Carter.

– No se preocupe por la policía, de momento. Yo la avisaré cuando me vaya. Siénte-se y otórgueme el placer de su conversación.

Carter se sentó en su butaca y luchó por no traicionar sus emociones y mantener un semblante sereno, autoritario. Jawahal le sonrió amigablemente.

– Imagino que sabe por qué estoy aquí -dijo el intruso.

– No sé lo que busca, pero no lo encontrará aquí -replicó Carter.

– Tal vez sí, tal vez no -dijo Jawahal casualmente-. Busco a un niño que ya no lo es; ahora es un hombre. Usted sabe qué niño es. Lamentaría verme obligado a hacerle daño.

– ¿Me está amenazando? -Jawahal rió.

– Sí -contestó fríamente-. Y cuando lo hago, lo hago en serio.

Carter consideró seriamente por primera vez la posibilidad de gritar pidiendo ayuda.

– Si lo que quiere es gritar antes de hora -sugirió Jawahal-, permítame darle moti-vos.

Tan pronto hubo pronunciado estas palabras, Jawahal extendió frente a su rostro su mano derecha y empezó a extraer el guante que la cubría con parsimonia.

Sheere y los demás miembros de la Chowbar Society apenas habían cruzado el umbral del patio del St. Patricks cuando las ventanas del despacho de Thomas Carter en el primer piso estallaron con un terrible estruendo y el jardín se cubrió con una lluvia de astillas de cristal, madera y ladrillo. Los muchachos se quedaron paralizados un segundo y acto seguido se apresuraron a correr hacia el edificio, ignorando el humo y las llamas que afloraban de la oquedad que había quedado abierta en la fachada.

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