– ¡Ya estudiarás, eh, ya estudiarás, que no te quieren los jesuítas si no estudias! -decía la tía Consuelo.
– ¿Quién, éste? ¿Este estudiar? -replicaba invariablemente la tía Manolita, que tenía, en Mochil, fama de picara-. ¡Éste de eso nada! ¡Si se le ve la cara ya de sinvergüenza!
Y Agustín se reía con la tía Manolita, sabiendo que jamás de los jamases sacaba él menos de notable o sobresaliente en todas. Y se reía porque aquel desequilibrio enunciado, en su pura posibilidad, le reflejaba como un espejo ambiguamente halagador, como súbitamente disfrazándole de bandolero o pirata. Aquel día las tías se estuvieron hasta un poco pasada la hora de visitas y cuando ya se iban y Agustín las despedía a la puerta con su caja de pasteles en la mano, se paro delante de la entrada del colegio un gran coche negro, polvoriento del polvo blanquecino de los caminos que unen las fincas de Castilla la Vieja.
– ¡Que te los comas, eh, que te los comas! -estaba diciendo la tía Consuelo-. ¡Pero te los comes tú, eh! ¡No los vayas a dar!
– ¿Quién, éste? ¿Este darlos? -replicaba la tía Manolita-. ¡Estás tú buena! ¡Éste dar, ni las gracias! ¡Bribón, que no das ni las gracias ni a nosotras!
– Muchas gracias, tía -contestaba Agustín forzadamente.
Del coche negro bajó el chófer, que corre a abrir la puerta de atrás y que la abre gorra en mano. Y del coche salió una pierna larga -más larga que otras piernas-, luego otra pierna igual y por fin la cabecita rubia de una señora muy enseñorada que decía: «Te esperas, Manolo, un poco… a ver si todavía les puedo ver a los chicos…» Y que dejaba la frase suspendida en el aire y se volvía hacia el grupo de Agustín, sus tías y el portero del colegio, Marcial, añadiendo: «… porque ya no sé si va a ser hora, ¿qué hora es, Manolo?»
El grupo contempló silenciosamente a la recién aparecida y la recién aparecida avanzó unos pasos.
– ¿Son ustedes del colegio? -preguntó mágicamente.
– ¡Sí, señora! -contestó la tía Manolita, que tenía mucho mundo-. ¡Vamos, nosotras dos, no! ¡Pero aquí mi sobrino sí que es!
– ¿Ah, sí? -exclamó la recién aparecida, contemplando a Agustín como asombrada.
Era alta, más alta que Agustín, y más joven de lo que parecía a distancia. Y olía a algo nunca olido, tenue y fresco que no era agua de colonia. Tenía un guante puesto y otro sin poner cogido con la mano enguantada, y la otra mano, la desnuda, era blanca o azul, como una mano en un cuadro que hace un gesto cuyo significado en el cuadro no se explica.
– ¿Y crees tú que me dejarán ver a mis chicos ahora que no es hora? -preguntó dulce e implacablemente la dama. Agustín se quedó de una pieza.
– ¡Anda, contéstale a esta señora, Agustín! -intervino la tía Manolita-. ¡No te quedes así!
Y viendo que Agustín seguía tieso y mudo, añadió por su cuenta:
– ¡Sí, señora, sí que la dejarán, que lo diga aquí el portero!
La dama dirige ahora su atención levísima hacia Marcial. Agustín observó que sus dos tías, el portero, el chófer y él mismo, formaban un semicírculo absorto en torno a la dama.
– ¿Entonces, qué cree usted? -preguntó ésta ahora como a punto de llorar.
Y se detuvo luego como esperando a que alguien tomara la iniciativa por ella. Iba vestida de negro. «De luto», pensó para sus adentros Agustín.
– ¡Manolita, que perdemos el coche! -exclamó en este punto la tía Consuelo, dando una espantada. La dama enlutada o desvalida les miró a todos como quien trata de localizar un punto muy lejano en el horizonte. La agitación de la tía Consuelo se transmitió a la tía Manolita.
– ¡Pues sí que es verdad, que son casi las seis, y nosotras aquí como bobas! Nosotras nos tenemos que ir, que perdemos el coche de línea, ¿sabe usted? -explicó dirigiéndose a la dama encantada.
– ¿Ah sí? Adiós, adiós -decía la dama.
Y vagamente tendía su mano derecha hacia las tías y hacia Agustín y su caja de pasteles. La tía Manolita consideró oportuno explicar las cosas un poco.
– ¡Ay no, que éste se queda aquí, en prisión! ¡Dile tú, dile a esta señora a dónde tiene que ir, tú que conoces el colegio!
Por fin se fueron las tías. Agustín se retrasó un poco despidiéndose y la señora entró en el colegio. Se detuvo en el recibidor, que era oscuro y alto con la garita de la portería a un lado, de cristales, y dentro el aparato de la centralita de los teléfonos de todo el colegio, que traqueteaba a ratos o se encendía sola, como con vida propia. El portero no estaba cuando entró Agustín de despedir a sus tías. Y la figura de la señora se veía de pie en medio del recibidor, muy alta. Agustín se detuvo junto a ella sin decir nada.
– ¿Y tú en qué clase estás? -preguntó la señora.
– Yo en quinto -dijo Agustín.
– ¡Ah, pues entonces tienes que conocer a mis chicos…!
– No sé -dijo Agustin admirado.
Aquella dama alta olía a cosa nunca olida. Un perfume fresco y delgado. Era muy delgada. Después de lo anterior no pareció dispuesta a inventar nuevos tópicos. Los dos se miraron en silencio.
– Si quiere usted pasar a sentarse… -aventuró Agustín. Y señaló la puerta de la sala de visitas que entreabría justo enfrente de la garita del portero.
– ¿Sí? No sé… ¿Tú crees que nos encontrarán? A lo mejor luego no nos encuentran…
Hablaba bajo, muy suave, como en misa, velada y rubia como un jardín. Agustín respondió decidido:
– ¡Sí que nos encontrarán! ¿No ve usted que se lo dice el portero?
Y entraron los dos en la sala de visitas, oscura como la capilla a esas horas, con un resol que entraba despacio por los ventanales altos, con vidrieras, y que se quedaba en halos sobre las sillas como en las estampas de apariciones, arrobado.
– Siéntese usted aquí… si quiere -dijo Agustín señalando una silla. Y la señora se sentó como posándose. Hubo una pausa. Por fin dijo la señora:
– ¿Y tú, tú también eres interno?
– ¿Quién, yo? Yo sí. Sí, señora.
La señora sonrió de repente. Ahora que sin abrir la boca, sólo con los labios. Luego se borró la sonrisa, pero no del todo, que se quedó empezada por las mejillas, como en el sombreado de un dibujo. Y Agustín pensó detalladamente; ahora digo algo a ver si empujo un poco hacia afuera la sonrisa borrosa. Y dijo:
– Aquí, ¿sabe usted?, somos la mayoría internos y luego hay los mediopensionistas, que desayunan y comen en el colegio, pero duermen en sus casas, y luego hay los que vienen, o sea, los que viven fuera del todo y vienen solamente a las clases…
– ¿Ah, sí?
– Sí. Pero esos no vienen los domingos… Aunque a lo mejor vienen algunos por las mañanas a los partidos. Pero ya luego se van por las tardes…
Hubo otra pausa. La señora parecía fascinada. Y Agustín prosiguió.
– Nosotros somos los verdaderos del colegio. O sea, los que estamos aquí internos también como sus hijos… -Agustín había aventurado cuidadosamente esta última frase. La dama no parecía dispuesta a añadir nada más. Y Agustín explicó:
– Lo que tiene estar interno es que es un rollo. Siempre igual, siempre igual todo… ahora que eso es lo que forma, ¿eh? Un colegio es como una vida en pequeño.
En esto, «dos chicos» de la señora entraron en la sala de visitas. Y eran los dos de la mesa de Agustín. Los dos que no amaban a la Santísima Virgen. «Hola», dijeron. Parecía una figurita de porcelana al adelantarse, ladeando la cabeza, ofreciendo a los dos chicos la mejilla derecha. Los dos chicos la besaron por turno. Olía al olor nunca olido, un olor tenue que no era agua de colonia. Ni olor de jabón.
– ¡Estáis hechos unos cochinos en este colegio! -dijo la señora. Y añadió volviéndose levemente hacia el sitio de Agustín: ¡Este chico me ha estado contando cosas interesantísimas de la vida del colegio!
– Es de nuestro curso dijo el chico más alto de los dos. Agustín se levantó.
– Bueno, yo me voy.
La señora le tendió la mano.
– Muchísimas gracias por todo lo que me ayudaste.