La vida de Perry, pensaba Zarza ahora, fue un disparate, un desperdicio, un destino de animal de matadero. Aunque todas las existencias humanas eran en el fondo disparatadas, contempladas desde el fluir de la lluvia que las arrastra. Tanto el poderoso y fiero Gengis Khan, que soñaba con imperios monumentales, como la más humilde de sus víctimas, tal vez una niña violada y degollada en la gélida estepa, habían desaparecido de la misma manera por el desaguadero, junto con una legión de reyes y mendigos, sabios y cretinos, dinosaurios y amebas. Todos se habían igualado y reducido a la mera descomposición de un grumo orgánico. El estruendo de las antiguas civilizaciones al hundirse no es hoy más audible que el crujido de una hoja seca cuando se pisa.
Las farolas de la calle se apagaron. Fuera ya era de día, un día invernal y mortecino, con un cielo bajo tallado en nubes pétreas. El resplandor amarillo del alumbrado público había sido sustituido por una luz más débil pero más descarnada, por una lividez grisácea que había devuelto a la sala su cualidad real. El lugar ya no parecía un decorado, sino un espacio consistente, desolado, vagamente amenazador. Zarza tragó saliva; experimentaba la clara e inquietante sensación de estar despertando tras un largo sueño.
Entonces sintió algo. Un remover del aire, un crujido, un susurro. Un cambio infinitesimal en la materia. Y supo, sin necesidad de comprobarlo, que él se encontraba ahí, que ya no estaba sola. Los cabellos se le erizaron en la cabeza, empezando por la base de la nuca y subiendo, en una lenta oleada, hasta la parte superior del cráneo.
– ¿Eres tú? -dijo con voz rota- ¿Estás ahí?
A su alrededor se apretaba el silencio, pero era un silencio que respiraba, que latía, que ocultaba un tumulto de sangre circulando por azulosas venas. Zarza volvió a estremecerse. Su corazón era un martillo neumático rompiéndole el pecho. Nicolás debía de estar fuera, en el vestíbulo, que, visto desde donde ella se encontraba, era un cubo impreciso e inundado de sombras. O tal vez estuviera a la derecha, tras la hoja batiente que llevaba a la cocina. Aunque también podía aparecer a sus espaldas, por la pequeña puerta que comunicaba la sala con el despacho de su padre. Esa puertecita, repentinamente tan amenazadora como la del traidor Mirval, siempre estuvo cerrada con llave, por eso ahora no se le había ocurrido utilizarla. Y ni siquiera se había detenido a comprobar si el cerrojo seguía echado. Zarza advirtió que la zarpa del pánico apretaba su estómago. Hizo un esfuerzo sobrehumano por controlarse y se repitió a si misma que en el despacho de su padre no había nada. Nada. No había que tener miedo, por lo tanto. Sólo el razonable temor a la violencia de su hermano. Sólo el asumible temor a lo real.
– Sé que estás ahí. Por favor, sal de tu escondite. Déjame que te hable.
El silencio poseía una cualidad vertiginosa, como si la realidad anduviera mucho más deprisa de lo normal; el tiempo se le escapaba a Zarza entre los dedos, y esto era así, comprendió de modo repentino, porque ella ahora quería vivir. Ya no se trataba de una mera cuestión de supervivencia, respirar y seguir, del empeño ciego de las células, del desesperado forcejeo de la bestia contra la trampa. No, ahora Zarza deseaba vivir de manera consciente y voluntaria. Empezaba a abrigar en su interior una esperanza loca: la creciente intuición de que quizá pudiera perdonarse. Por eso, porque la vida comenzaba a parecerle un lugar estimable, era por lo que no estaba dispuesta a seguir adelante a cualquier precio.
– Nicolás, no sé cómo explicarte… Comprendo que quieras vengarte de mi. Yo no me voy a resistir. No voy a escaparme. Llevo toda la vida huyendo y estoy cansada. No quiero seguir así. Castígame o perdóname, pero acabemos de una vez.
La casa crujió alrededor de ella. Chasquidos de maderas viejas, de vigas astilladas.
– Si quieres que te diga la verdad, creo que ya estoy suficientemente castigada… Entiendo muy bien la rabia que sientes: yo siento lo mismo. Rabia por esta vida sucia y fea, por esta mala vida que hemos vivido. Y tú todavía tienes suerte, porque ahora puedes descargar tu furia conmigo. Resulta muy cómodo buscarse un culpable. Pero luego, después de que te hayas vengado, seguirá todo igual. La misma vida de mierda, la misma violencia comiéndote el corazón, la misma rabia. El otro día dijiste que no se puede volver a empezar. Es verdad, pero tengo un amigo que dice que se puede ser feliz siendo un tullido.No sé cómo explicártelo. Yo quiero vivir, Nicolás. He hecho cosas horribles, como denunciarte, pero tú también has hecho cosas horribles. Vivíamos los dos en el dolor, en el dolor que nos habían hecho y en el que nosotros hicimos. No se puede vivir ahí. Es un agujero sin oxígeno.
Zarza sintió que los ojos se le volvían a inundar de lágrimas, desbordada como estaba por su nueva emocionalidad, por esa blandura sentimental que últimamente padecía. Era una ñoñería repugnante. O tal vez no.
– Te he traído dinero. Todo el dinero que he podido reunir. Está ahí, sobre la chimenea. Son 950.000 pesetas. No es mucho, pero no tengo más. No te creas que estoy intentando pagar tu compasión. Y tampoco mi culpa. Esas cosas no tienen precio. Te lo he traído porque te quiero. No, esto no es verdad: porque te quise. Por lo mucho que nos quisimos, Nicolás. No sé si lo recuerdas. Fue en esta misma casa. Cuando éramos niños e ignorantes. Cuando todavía no habíamos hecho nada. Porque hicimos malas cosas. Elegimos hacerlas. Fuimos unos cobardes, tú y yo; nos acomodamos dentro de nuestra pena, nos hicimos un nido en ella, nos creímos moralmente justificados. Ahora te pido que nos demos otra oportunidad, que elijamos mejor. Para qué seguir odiándonos y odiando. Intentemos vivir.
Zarza apenas si conseguía hablar con voz audible. Tenía la garganta tan seca y tan apretada que las palabras le hacían daño. «Con mi pistola, pensó». Tal vez me pegue un tiro con mi propia pistola. Aunque no, Nicolás nunca lo haría así, desde las sombras. Primero se asomaría y diría algo. Siempre le gustó rodear sus actos de teatralidad.
– Te lo pido, hermano. Por todas las cosas buenas que hemos vivido juntos. Y también por todas las cosas malas. Escucha, no hemos tenido suerte, pero tampoco nos la hemos ganado. Yo también podría reprocharte algunas cosas. Fuiste tú quien me llevó a la Blanca; y luego me buscaste un empleo en la Torre. Pero para mí la partida está acabada y las deudas saldadas. Te lo pido, Nicolás. Intentemos vivir.
Volvió Zarza el rostro hacia la ventana, angustiada por su incapacidad para expresarse. La luz exterior había aumentado y caía, blanca y uniforme, sobre una fina capa de escarcha que envolvía la tierra, como el celofán envuelve un dulce. El jardín devastado centelleaba ahora como un parque de fábula, todo recubierto de diamantes. Un mirlo aterido picoteaba la costra cristalina: era un puñado de plumas temblorosas, un calor negro y frágil sobre un fondo de hielo. Zarza parpadeó, cogida de improviso por la magnificencia del espectáculo. Se recordó a sí misma contemplando una escena parecida, colgada de la mano de su padre, dispuesta a comerse la vida de un bocado. Los ojos volvieron a llenársele de fastidiosas lágrimas y sintió que rebullía en su pecho el minúsculo y empeñoso afán de ser feliz. Y en ese preciso momento se precipitó sobre ella la belleza del mundo, como una revelación abrasadora.
Los psiquiatras los llaman momentos oceánicos, los místicos creen que en esos instantes ven el rostro de Dios, los biólogos aseguran que no es más que una liberación masiva de endorfinas. Sea como fuere, esos agudos raptos visionarios forman parte de la realidad de los humanos: son barruntos instantáneos de la totalidad, destellos de resplandecientes gemas entre el barro. Traspasada por el rayo del entendimiento, Zarza lo vio todo. Vio a las madres muriendo estoicamente de hambre en el sitio de Leningrado para dar de comer a sus hijos pequeños. Y vio caer en la batalla de Leuctra a los trescientos guerreros de la cohorte sagrada de Tebas, ese mítico batallón griego compuesto por ciento cincuenta parejas de amantes que, combatiendo espalda contra espalda, redoblaban sus esfuerzos para proteger al ser amado. Vio a Einstein intentando comprender la inmensidad del universo; y a Giordano Bruno dejándose quemar vivo en defensa de la libertad intelectual y la verdad científica. Vio a los ángeles terrenales como Miguel y a la imaginación pintando hermosísimos palacios en las paredes de las cabañas míseras. Vio la capacidad de superación de los individuos, la solidaridad animal, el esplendor de la carne. ¿De dónde sacan los humanos la fuerza suficiente para resistir el dolor sin sentido, el mal irrazonable? Del empeño en ser más grandes de lo que somos. Toda esa esperanza, esa potencia, a pesar de la nada que nos aprieta. La vida era un chispazo de luz entre tinieblas.