O tal vez no.
Nicolás había sido un niño especial, un chico único. Siempre sacaba unas notas fabulosas en el colegio, aunque apenas se molestaba en estudiar. Lo leía todo, lo conocía todo, lo recordaba todo. No tenía amigos: reinaba con lejana displicencia entre sus compañeros. Zarza era la única persona que conocía sus sueños de grandeza, porque Nicolás ardía de frenética ambición de conseguirlo todo. Quería ser un inmenso escritor, y un filósofo revolucionario, y un historiador definitivo. Más que nada, quería simplemente ser el mejor, fulgurante proyecto que su padre se encargaba de reventar con un apretado programa de humillaciones. Pero Nicolás siempre volvía a levantar cabeza, encocorado y rabioso como un gallito.
Hasta que llegó la Reina. Puede que Nicolás se acercara a ella como un acto de rebeldía contra su padre, aunque para entonces el señor Zarzamala ya hubiera desaparecido para siempre, en su segunda vida de fugitivo; pero los padres son como la viruela, sus cicatrices permanecen mucho tiempo después de que la enfermedad se haya ido. Lo más seguro, sin embargo, es que Nicolás se arrojara en brazos de la Blanca para medirse una vez más a si mismo. Para demostrar su propio poder.
«-Eso que dicen de la adicción es una tontería. Cuentos de tipos débiles. Es como el alcohol. Bebemos lo que nos da la gana y no pasa nada, ¿no?»
Bebían lo que les daba la gana y vomitaban de cuando en cuando. También vomitaron con la Blanca, pero fue distinto. Todo era distinto en el helado reino de la Reina.
«-Tú hazme caso a mí decía Nicolás.»
Y Zarza se lo hacía, porque siempre estuvo sometida a su poder.
Caminaba Zarza por las calles pensando en todo esto ya su alrededor la ciudad despertaba, laboriosa. Restallaban los cierres metálicos de los bares al levantarse, el tráfico empezaba a arremolinarse en los semáforos, unos operarios aupados a una escalera grúa desmontaban las marchitas bombillas navideñas y el mundo entero parecía prepararse para una nueva representación de la agitada vida. Ella, en cambio, tal vez se estuviera dirigiendo hacia su muerte. Tenía miedo, pero al mismo tiempo sentía una extraña resolución, el alivio de lo definitivo. Ocurriera lo que ocurriese, Zarza se creía preparada para aceptarlo.
Cuando llegó a Rosas 29 eran las 7:45 de la mañana. Peleó con la cancela herrumbrosa, se escurrió por el estrecho quicio y volvió a entrar en el jardín dilapidado, en ese pobre edén derrotado y caduco. ¿De verdad pensaba Zarza que Nicolás podía matarla? Ciertamente le sabía capaz de la mayor violencia: de pequeño le habían expulsado del colegio porque clavó un lápiz en el estómago de un compañero. Siempre fue un chico extraño y a veces le cruzaba por los ojos un relumbre de fuego, una furia demente (los hijos de los locos enloquecen).
Tampoco a Nico le gustaba que le tocaran: era casi tan arisco como Miguel. Sólo se dejaba acariciar por Zarza a la hora de la siesta, en los veranos, cuando se metían entre los matorrales, ocultos por la maraña de hojas y envueltos en las lentas y pegajosas hebras de las telarañas, mientras el aire olía a hierba seca y el zumbido de los moscardones agujereaba la tarde.
Ahora Zarza estaba delante de esos mismos matorrales, que eran muñones polvorientos y sin follaje, palitroques engarabitados, esqueletos de un jardín fallecido hace tiempo, y sentía que en su interior ella también arrastraba parecidos cadáveres, los resecos despojos de las muchas Zarzas que había habido.
Urbano tenía razón; también ella era una jorobada, una tullida. Una enana con las piernas quebradas como Perry. Ya lo decía Nicolás: no se podía volver a empezar. No se podía partir otra vez de cero, porque siempre llevabas tus ruindades y tus mutilaciones a la espalda. Si uno pudiera olvidar; si uno pudiera lavar la propia memoria, como se lavan las salpicaduras de sangre tras cometer un crimen. Pero los recuerdos te marcan como hierros candentes.
Abrió la puerta y penetró en la casa sombría, apenas iluminada por el resplandor de las farolas. Cerró la hoja tras de sí y se quedó escuchando el silencio unos instantes. No parecía haber nadie. Avanzó cautelosa hasta la sala y se acercó a verificar si su pistola seguía sobre la repisa de la chimenea, donde la había olvidado. Pero el arma no estaba. Zarza suspiró; le costaba respirar ese aire mohoso y saturado de vivencias antiguas. La casa, a su alrededor, parecía poseer una cualidad animal: era una criatura herida, tal vez una ballena erizada de arpones a punto de hundirse en un mar de tinieblas.
Con un esfuerzo de voluntad, Zarza se arrancó a sí misma de la sala y de su quietud de víctima propiciatoria. Salió al pasillo y se dirigió, tanteando la pared, hacia el despacho de su padre. La puerta de la habitación seguía entornada, como la última vez, cuando tuvo miedo de entrar y salió huyendo. Dentro se atisbaba una negrura casi física, una densa masa de oscuridad. Zarza sintió que el pánico volvía a trepar por su interior, como una araña que sube hacia la garganta. Aspiró profundamente varias veces, sacó la pequeña linterna que Urbano le había dado y empujó la puerta con la punta de los dedos. El haz de luz chocó en primer lugar contra el gran ventanal de hojas correderas, cegado por la persiana rota. Zarza dio un paso titubeante. Se detuvo. Intentó serenarse. Dio dos pasitos más. Ahora estaba dentro del despacho. Agarrotada por la tensión, empezó a girar sobre sí misma, alumbrando la habitación con el foco. Polvo arremolinado en los rincones, paredes deslucidas, una mancha de humedad y al fondo, cerrada como siempre, la pequeña puerta que comunicaba el despacho con el salón. El cuarto se encontraba por completo vacío; no sólo no estaba la caja de música, sino que ni siquiera había ninguna de esas briznas de mobiliario que se desperdigaban por el resto de la casa como los despojos de un naufragio: el somier oxidado del dormitorio de la tata, el espejo picado de la sala, la silla en la cocina. Nada, en el despacho no había nada. Apagó la linterna y regresó a la sala, aliviada y confusa.
Las ocho menos cinco. ¿Y si su hermano no viniera? La artificiosa luz de las farolas ponía un matiz de irrealidad en el entorno: la sala parecía un decorado, un forillo pintado en el que iba a tener lugar alguna representación poco importante. Sacó los billetes de su bolso, los contó y los colocó sobre la repisa de la chimenea. Quería que Nicolás viera que el dinero existía. Quería que pudiera cogerlo sin acercarse a ella. Su hermano, su demonio, su bersekir temible. Cada cual se construye su propio tormento.
La vida era dolor, pensó Zarza. La vida era una gota de crueldad entre tinieblas. El Tártaro era un infierno frío, un espacio lóbrego y siniestro. Hesíodo decía que era un enorme abismo: «"Horrendo, incluso para los dioses inmortales"». También la Blanca era un lugar glacial. Engañada por la falsa promesa de limpieza y orden que proporciona el frío, Zarza fue adentrándose en el territorio cristalizado de la Reina y terminó atrapada dentro de un témpano. Los hielos también queman y a Zarza se le abrasaron la dignidad, la esperanza y las venas. Recorrió todo el camino de su propia perdición hasta el final, hasta el mismo centro del infierno, el corazón del Tártaro.
Cuando fue ejecutado, Perry tenía veintisiete años. Colgado de su cuerda en el patíbulo, tardó dieciséis minutos en morir. Dicen los partidarios de la pena capital que el nudo de la horca desnuca al condenado, que la médula se daña y la muerte desciende piadosa e instantánea. Pero esto si que es un cuento tártaro, una mentira atroz, un engaño siniestro. Perry pataleó con sus piernas tullidas durante un largo rato y mientras tanto lo más probable es que la lengua se le hinchara, que tuviera una erección y que los ojos amenazaran con salir de sus órbitas. Hasta que al fin llegó la muerte bondadosa, la muerte que todo lo iguala y todo lo borra. Esa muerte que es como una lluvia fina y persistente que va lavando el mundo de las menudas vidas de los humanos.