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Martina se puso rígida.

– ¿Cómo que quién le pegaba? ¿A qué te refieres?

– Miguel aparecía de vez en cuando con el cuerpo lleno de moretones, ¿no te acuerdas?

Martina apretó los labios:

– Pues no, no me acuerdo. ¡Qué cosas tan raras se te ocurren!

– La psiquiatra de la cárcel decía que mi padre era un sádico. O sea, nuestro padre.

– Pobre papá. A saber qué ha sido de él.

Zarza cerró los ojos y tomó aire, dispuesta a zambullirse. Nunca habían hablado de eso antes. En realidad, Martina y ella nunca habían hablado de nada.

– Papá venía por las noches a mi cama y me tocaba. Me tocaba de esa manera, ya sabes.

– Pues no, no sé -contestó Martina con irritación.

– Me tocaba como toca un hombre.

Martina se quedó estupefacta.

– Pero, ¡qué dices! Estás delirando…

– ¡Martina, por favor! Sé que lo hacía también contigo. Le vi. Os vi. Muchas veces. Al principio, cuando sólo lo hacía contigo, os tenía envidia.

Martina apretó los puños y abrió la boca de par en par, como para producir un grito atronador, pero de su garganta no salió un solo ruido. Se mantuvo así, atrancada y sin aliento, durante unos segundos interminables, y luego todas las palabras le brotaron de golpe, a borbotones, sostenidas por una voz chillona:

– ¡Eso es… eso es lo más asqueroso que he escuchado en mi vida! ¡Eso es una mentira, una asquerosa mentira! Te estás inventado todas esas porquerías porque siempre fuiste una niña celosa y posesiva… ¡Eres una maldita loca como mamá, eso es lo que te pasa!… Que Dios me perdone por decir esto y que en paz descanse… Pero eres una maldita loca como mamá…

La infancia era el lugar en donde pasabas el resto de tu vida. Zarza se tapó la cara con manos temblorosas.

– Martina, por favor… Es algo muy importante para mi. Papá me tocaba. Nos tocaba. Abusó de nosotras. Sólo te estoy diciendo la verdad.

– ¡La verdad! ¡La verdad! -jadeó la hermana con voz ronca.

Se miraron a los ojos, asustadas y lívidas. Martina hizo un visible esfuerzo por controlarse. Se pasó la lengua por los labios secos y habló con lentitud y firmeza:

– Estás enferma. No sé por qué te inventas todo eso, pero te lo inventas. Siempre fuiste patológicamente posesiva. Querías ser el centro de todo, como mamá. Por lo menos nuestro padre trabajaba para nosotros, nos mantenía, pagaba nuestros colegios, se cuidaba de todo. Si no llega a ser por él, nos hubiéramos muerto de asco y de abandono. Con esa madre que nunca se levantaba y que sólo pensaba en su propio ombligo. Como tú. Estás enferma. Por eso te pasó lo que te pasó.

Zarza sintió un asomo de vértigo. ¿Habría algo de verdad en lo que decía? Pero no, desde luego que no. Su hermana se engañaba.

– Eres tú quien te engañas, Martina. No quieres acordarte de lo que sucedió porque es mucho más cómodo ignorarlo.

– Venimos de una familia desgraciada, Zarza. Tan desgraciada que no sé quién pegaba a Miguel, por qué aparecía de repente lleno de cardenales. A lo mejor fuiste tú, o esa fiera de Nico. O mamá la loca. O el propio Miguel, a lo mejor se golpeaba sin saber lo que hacia. O incluso papá, el pobre papá. Venimos de una familia tan desgraciada que lo único que sé es que yo no fui. YO NO FUI, ¿entiendes? Sólo me fío de eso. Venimos de una familia desgraciada, pero ahora vosotros ya no sois mi familia. Ahora tengo a Paola, y a Ricardo, y a Álvaro. Y esta casa tan bonita, y el dinero, sí, que me da tranquilidad y seguridad. Y estoy dispuesta a defender a mi familia con uñas y dientes. Es la obra de mi vida y estoy orgullosa de lo que he hecho.

Qué sola debió de estar Martina en la infancia, se dijo Zarza. Ella, por lo menos, tenía a Nicolás. Pero Martina era una niña extremadamente callada, siempre bien peinada, quieta y obediente, con los calcetines limpios y subidos, la cartera del colegio ordenada con toda pulcritud. Se pasabalas horas estudiando o leyendo, escondida en una esquina de la casa, sin hacer el menor ruido, hasta el punto de que todos olvidaban su presencia. Ahora que lo pensaba, Zarza se daba cuenta de que no guardaba en su memoria ninguna imagen de Martina riendo. Sintió algo parecido a la piedad y decidió abandonar la discusión.

– No tienes por qué defenderte, Martina. No quiero atacarte.

– Y yo no quiero echarte de mi vida, Zarza. Es que medas miedo.

Las palabras de Martina golpearon a Zarza en una zona blanda y lastimada.

– Es la segunda vez que hoy me dice alguien que me tiene miedo… ¿Tan dañina soy? -preguntó con un susurro casi inaudible.

Martina se mordió los labios por dentro, como hacía cuando era niña y se ponía nerviosa. Se removió incómoda en su silla.

– Bueno, supongo que sobre todo te haces daño a ti misma… -dijo al fin.

La frase no sonaba muy convincente, pero resultaba casi afectuosa. Callaron las dos durante unos instantes, exhaustas. En el silencio se escuchaba el tictac de un enorme reloj de pared, de esfera redonda y niquelada.

– ¿Qué vas a hacer con Nicolás? -preguntó Martina.

– No sé.

– Vete a la policía.

– No. Otra vez, no. Ya sabes que le denuncié cuando lo del atraco.

– Hiciste bien.

– No sé.

– Pero Nico puede ser peligroso…

– Ya lo arreglaré con él de alguna manera. No te preocupes.

Enmudecieron de nuevo, mientras el reloj palpitaba pesadamente en la pared.

– A mi me parece una indecencia suicidarse, sabes…-dijo Martina de repente-. Estoy hablando de mamá. Es una indecencia tener niños pequeños y matarse. Eso demuestra su enorme egoísmo. Mamá no pensaba en nadie, sólo en ella misma.

Zarza recordó las viejas y abultadas cicatrices que cruzaban las muñecas de su madre, y un vago sentimiento de culpabilidad le apretó la garganta. Carraspeó con nerviosismo y dijo:

– Yo creo que sufría mucho. No supo hacer nada mejor con su vida. Estaba enferma.

– Ya lo creo que sufría mucho. Estaba encantada de sufrir. Le encantaba ser una víctima y compadecerse de sí misma. Hace falta ser espantosamente egoísta para instalarte de esa manera dentro de tu dolor. A todos nos cuesta vivir, pero no hacemos que el precio de nuestra vida lo paguen los demás.

– Eres injusta.

– Ella sí que fue injusta con nosotros.

Zarza titubeó unos instantes:

– ¿Sabes?… Durante muchos años pensé que… Tenía la obsesión de que papá había podido matar a mamá… Con las medicinas, sabes… Echándole una dosis demasiado grande… Hubiera sido fácil. A veces todavía pienso que fue así.

Martina la miró con curiosidad, y luego suspiro.

– No sé, Zarza… cada cual escoge aquello que quiere creer… Cada cual escoge los recuerdos que quiere tener. Y cada cual escoge la vida que quiere vivir.

Tal vez su hermana tuviera razón, pensó Zarza; tal vez los humanos reinventaran cada día sus biografías, de la misma manera que Chrétien inventó un pasado fabuloso para el duque de Aubrey. Martina había sido una lectora furiosa, una alumna modelo. En el colegio, todos le auguraban un futuro profesional brillante. Sin embargo, cuando se casó con Álvaro abandonó la universidad y los estudios y se convirtió en la tópica ama de casa de clase alta, un prototipo insulso y plano que ella representaba a la perfección. Zarza la contemplaba ahora, con sus uñas pintadas y bien cuidadas, sus cadenas de oro al cuello, sus pantalones de marca y su jersey de lana dulcísima, probablemente cachemir, y calculaba que, cuando menos, debía de llevar medio millón de pesetas encima en ropa y complementos. Martina personificaba todo lo que Zarza detestaba, pero era el resultado de una voluntad de ser así; su meticulosa convencionalidad era una construcción, porque la infancia no les había preparado para una existencia burguesa, sino para el abismo. La vida de su hermana podía parecerle a Zarza lamentable, pero sin duda era su vida, la que ella había escogido libremente. En esto Martina era como Martillo: personas dispuestas a tomar una opción, a luchar por ella, a pagar el precio necesario. Zarza se puso en píe.

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