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– No te preocupes por ella -dijo Martina, interceptando la mirada de su hermana-. Es Doris, acaba de llegar y sólo entiende el inglés. Doris, you can go to your room now. Don't worry about fliat. Good night.

– Good night, madam -contestó la criada, retirándose.

– Álvaro está en la sala y no quiero molestarle, así es que nos quedaremos aquí -dijo Martina en tono expeditivo, sentándose en una de las sillas de acero y madera ante la mesa metálica-. A ver, qué es lo que pasa.

Zarza se sintió repentinamente hundida, agotada, incapaz de explicarle su situación a esa hermana mayor que era más extraña que una extraña, a esa Martina que la interrogaba con desdeñosa prisa, en la cocina, sin permitirle pasar a las partes más nobles de la casa, como para dejar constancia de su lejanía y su desprecio. Además, no era del regreso de Nicolás de lo que Zarza quería hablar con ella.En realidad no sabia muy bien de qué quería hablar, pero en cualquier caso no era de eso. Decidió pasar por el tema con rapidez.

– Esta mañana me ha telefoneado Nicolás. De hecho, hoy he recibido varias llamadas suyas. Me he enterado de que salió de prisión hace unos meses. Supongo que le han dado la libertad condicional. Ahora me está llamando y me amenaza.

– Ese chico siempre fue un tarado. ¿Y yo qué pinto en todo esto?

– Nada, en realidad. Sólo quería saber si se había puesto en contacto contigo.

– ¡Para nada! -contestó Martina con gran énfasis-. Y si lo hiciera y me amenazara, telefonearía inmediatamente a la policía.

– Esta afición a delatar debe de ser un rasgo de familia…

– ¿Qué dices?

– Nada. Una broma imbécil.

– Yo no quiero volver a saber nada de ese desgraciado, ¿entiendes? Para mí Nicolás se ha acabado.

– Tampoco quieres saber nada de mí… -murmuró Zarza.

Martina arrugó la frente y se dejó caer contra el respaldo del asiento. Se había dado mechas claras en su pelo oscuro y ahora era casi rubia. Vestía unos vaqueros de terciopelo verde muy pegados y un jersey fino color verde manzana metido por dentro del pantalón. Estaba muy delgada y tenía un aspecto deportivo y saludable; de hecho, parecía más joven que Zarza, aunque le llevaba cuatro años y era madre de dos hijos.

– Bueno… Tú eres un caso un poco distinto… Desde luego no se puede decir que seas mi hermana ideal, pero, en fin… Ya ves, el caso es que estás aquí, hablando conmigo. Te he dejado pasar, ¿no?

– Muchas gracias -dijo Zarza con soma.

Pero Martina no cogió la ironía. Nunca había sido una chica sutil.

– De nada. Pero que tengas claro que no te voy a dar dinero.

– No quiero tu dinero, Martina -se encrespó Zarza-. No necesito tu dinero. Tengo un trabajo, una casa, un sueldo. No he venido por eso. Te puedes meter tu dinero donde quieras.

– No te pongas grosera, guapa, porque antes no le hacías estos ascos, ¿eh?, es más, me has sacado bastante, así es que no te des ahora esos aires de princesa ofendida…

Era verdad. Antes de la cárcel, en los malos tiempos de la Blanca, Zarza había pedido una y otra vez dinero a Martina; y, cuando su hermana había dejado de dárselo, le robó un marco de plata, un reloj Cartier y doscientos dólares que había encontrado en un cajón. Ésa fue la última vez que pisó la casa de Martina. Zarza agachó la cabeza, humillada por el recuerdo, y ablandó el tono.

– Tienes razón. Lo siento. Pero eso fue hace mucho. Ahora no quiero nada, de verdad.

– Bueno… se apaciguó -también Martina-. Entonces, ¿sigues trabajando en… en esa escuela o lo que sea?

– En una editorial. Sí, sigo.

– Eso está bien…

Martina se inclinó hacia adelante, sobre la mesa, y volvió a escudriñar a Zarza estrechamente.

– Mira, si necesitas un tratamiento de desintoxicación, eso si que estoy dispuesta a pagártelo. Pero te buscaría yo el lugar y les daría el dinero directamente a ellos.

Zarza se puso en pie, exasperada, y empezó a caminar por la cocina.

– ¡Martina, por favor! No necesito un tratamiento de desintoxicación. Estoy bien. Aquello se acabó. Hace siete años que se acabó. Nunca más. Para siempre.

– Vale, bueno, me alegro. Yo sólo lo decía por si acaso.

Zarza se apoyó en la mesa y acercó su rostro al de su hermana:

– Martina, ¿cómo es posible que haga años que no nos veamos y que sólo seas capaz de hablarme de dinero? ¿Pero qué vida de mierda tienes para comportarte así?

– ¿Que qué vida tengo? ¿Tú me preguntas a mí que qué vida tengo? -se asombró Martina.

Levantó las manos, señalando con un gesto elocuente el mundo que la rodeaba, la cocina con brillos de quirófano, el espléndido piso de trescientos metros en el barrio más caro de la ciudad. Se la veía boquiabierta y genuinamente pasmada de que su hermana pequeña, esa perdida, se atreviera a criticar su sólida y opulenta existencia. Y lo peor era que tenía razón, se dijo Zarza. No ya por el lujo y el estatus del marido notario, sino por los hijos, y por la estabilidad emocional, y por el núcleo familiar estrecho y cohesionado, y por el perfecto control con que vivía su vida. Sólo Zarza sabía con cuánta determinación, con qué enormes dosis de voluntad y trabajo había conseguido construirse Martina esta vida extremadamente convencional. Lo que para otros no era más que una pura rutina, un producto de la docilidad o la pereza social, para Martina había sido el resultado de un dificilísimo plan de emergencia, de un proyecto de salvación personal acometido en circunstancias extremas. Se había casado a los diecinueve años con Álvaro para escapar de casa. Por muy imbécil que le pareciera a Zarza su cuñado, siempre fue una opción mejor que la Blanca.

– Está bien. Dejémoslo. Perdona. No quiero discutir -calmó los ánimos Zarza, volviendo a sentarse-. Por cierto, hoy he estado viendo a Miguel.

– Sí, ya me han dicho que vas bastante por allí.

Zarza intentó morderse la lengua, pero no pudo:

– Tú, en cambio, no vas nada.

– Eso no es cierto. Y, además, no sé de qué te puedes quejar. Yo soy la que se ha hecho cargo de Miguel. Soy yo quien le paga la residencia…

– ¡Otra vez el dinero!

– ¡Soy la única que se ha ocupado de verdad de él! ¿Qué hiciste tú por tu hermano? ¿Qué hiciste con él? Le maltrataste, le descuidaste… ¡Te importaba un pimiento! Menos mal que yo anduve detrás y le rescaté… Pobrecito, estaba destrozado, sucio, muerto de hambre… No hacia más que llorar cuando le recogí. Qué desgracia de familia…

Si ella supiera, pensó Zarza, con la boca seca y la respiración acelerada. Si ella supiera lo que había sucedido con Miguel. Lo que ella le había hecho. Zarza escuchó un zumbido y las luces de la cocina se oscurecieron. Se apoyó sobre la mesa, casi desvanecida.

– ¿Qué te pasa? ¡Zarza! ¿Qué te ocurre?

– Nada… Nada… Me he mareado…

Martina sirvió un vaso de agua y se lo trajo. Frunció el ceño y la miró de nuevo inquisitivamente, mientras se lo bebía:

– ¿De verdad que estás bien? ¿De verdad que no te estás metiendo nada?

– Te lo juro, Martina. Esto es solamente un ataque de angustia.

Martina volvió a sentarse y contempló dubitativa a su hermana con una expresión entre recelosa y apenada.

– Tienes que cuidarte, Zarza. Tienes que llevar una vida ordenada.

– Ya lo sé. Eso es lo que intento.

Callaron unos segundos. A lo lejos, a través del patio, se escuchó el tintinear de una cucharilla de metal contra un vidrio. Como el monótono y fúnebre batir de los huevos en el plato. Durante un ínfimo instante el aire pareció vibrar amenazadoramente en torno a Zarza y los objetos perdieron su firmeza, como si la cocina de Martina pudiera transformarse, por una monstruosa deriva temporal, en la cocina de la infancia. Pero enseguida la realidad volvió a pesar y las paredes mostraron su reciedumbre. Zarza se estremeció.

– Oye, Martina, tú que eres la mayor… ¿Sabes quién pegaba a Miguel cuando éramos niños?

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