Литмир - Электронная Библиотека

No tardaron en casarse. Al principio, Paco ponderaba las fotografías y las pinturas de Clara ante quien quisiera escucharlo. Y Clara creía que Paco era una persona inteligente y de buen gusto. Con el tiempo, sin embargo, Paco dejó de interesarse por los esfuerzos estéticos de Clara y quiso tener un hijo. Clara tenía treintaicinco años y en principio la idea no le entusiasmaba, pero acabó cediendo y tuvieron un hijo. Según Clara, el niño colmaba todos sus anhelos, ésa fue la palabra empleada. Según sus amigos, cada día estaba peor, lo que en realidad quería decir bien poco.

En cierta ocasión, por motivos que no vienen al caso, tuve que pasar una noche en la ciudad de Clara. La llamé desde el hotel, le dije dónde estaba, concertamos una cita para el día siguiente. Yo hubiera preferido verla esa misma noche, pero desde nuestro último encuentro Clara, tal vez con razón, me consideraba una especie de enemigo y no insistí.

Cuando la vi me costó reconocerla. Había engordado y su rostro, pese al maquillaje, exhibía el estrago más que del tiempo de las frustraciones, cosa que me sorprendió pues yo en el fondo nunca creí que Clara aspirara a nada. Y si tú no aspiras a nada, ¿de qué puedes estar frustrado? Su sonrisa también había experimentado un cambio: antes era cálida y un poco tonta, la sonrisa al fin y al cabo de una señorita de capital de provincia, y ahora era una sonrisa mezquina, una sonrisa hiriente en la que era fácil leer el resentimiento, la rabia, la envidia. Nos besamos en las mejillas como dos imbéciles y luego nos sentamos y durante un rato no supimos qué decir. Fui yo quien rompió el silencio. Le pregunté por su hijo, me dijo que estaba en la guardería y luego me preguntó por el mío. Está bien, dije. Los dos nos dimos cuenta de que a menos que hiciéramos algo aquél sería un encuentro de una tristeza insoportable. ¿Cómo me encuentras?, dijo Clara. Sonó como si me pidiera que la abofeteara. Igual que siempre, contesté automáticamente. Recuerdo que nos tomamos un café y después dimos un paseo por una avenida de plátanos que conducía directamente a la estación. Mi tren salía dentro de poco. Pero nos despedimos en la puerta de la estación y nunca más la volví a ver.

Mantuvimos, eso sí, algunas conversaciones telefónicas antes de su muerte. Solía llamarla cada tres o cuatro meses. Con el tiempo había aprendido a no tocar jamás los asuntos personales, los asuntos íntimos en mis charlas con Clara (más o menos de la misma manera en que uno, en los bares, con los desconocidos, sólo habla de fútbol), así que hablábamos de la familia, una familia abstracta como un poema cubista, de la escuela de su hijo, de su trabajo en la empresa, la misma de siempre, en donde con los años llegó a conocer la vida de cada empleado, los líos de cada ejecutivo, secretos que la satisfacían de manera acaso excesiva. En una ocasión intenté sonsacarle algo de su esposo, pero llegados a ese punto Clara se cerraba en banda. Te mereces lo mejor, le dije una vez. Es curioso, contestó Clara. ¿Qué es curioso?, dije yo. Es curioso lo que dices, es curioso que seas precisamente tú quien lo diga, dijo Clara. Intenté cambiar rápidamente de tema, argüí que se me acababan las monedas (nunca he tenido teléfono, nunca lo tendré, siempre llamaba desde una cabina pública), dije adiós precipitadamente y colgué. Ya no era capaz, me di cuenta, de sostener otra pelea con Clara, ya no era capaz de escuchar el esbozo de otra de sus innumerables coartadas.

Una noche, hace poco, me dijo que tenía cáncer. Su voz era tan fría como siempre, la misma voz que me anunció hace años que participaría en un concurso de belleza, la misma voz que hablaba de su vida con un desasimiento propio de un mal narrador, imponiendo puntos exclamativos donde no venían a cuento, enmudeciendo cuando debía haber hablado, escarbado en la herida. Le pregunté, lo recuerdo, lo recuerdo, si ya había ido a ver a un médico, como si ella sola (o con la ayuda de Paco) se lo hubiera diagnosticado. Claro que sí, dijo. Escuché al otro lado del teléfono algo parecido a un graznido. Se reía. Después hablamos brevemente de nuestros hijos y después me pidió, estaría sola o aburrida, que le contara algo de mi vida. Me inventé lo primero que se me pasó por la cabeza y quedé en llamarla la semana siguiente. Esa noche dormí muy mal. Encadené una pesadilla tras otra y de pronto me desperté dando un grito y con la certeza de que Clara me había mentido, que no tenía cáncer, que le pasaba algo, eso era indudable, desde hacía veinte años le estaban ocurriendo cosas, todas pequeñas y jodidas, todas llenas de mierda y sonrientes, pero que no tenía cáncer. Eran las cinco de la mañana, me levanté y caminé hacia el Paseo Marítimo con el viento a favor, lo que era extraño pues el viento siempre sopla del mar hacia el interior del pueblo y pocas veces desde el interior hacia el mar. No me detuve hasta llegar a la cabina telefónica que está junto a la terraza de uno de los bares más grandes del Paseo Marítimo. La terraza estaba desierta, las sillas atadas a las mesas con cadenas, pero en un banco un poco más allá, casi a la orilla del mar, un vagabundo dormía con las rodillas levantadas y de tanto en tanto se estremecía como si tuviera pesadillas.

Pulsé el único teléfono que tenía en mi agenda de la ciudad de Clara que no era de Clara. Tras mucho rato una voz de mujer contestó la llamada. Le dije quién era y de pronto ya no pude hablar más. Pensé que colgaría, pero oí el chasquido de un encendedor y luego los labios aspirando el humo. ¿Sigues ahí?, dijo la mujer. Sí, dije. ¿Has hablado con Clara? Sí, dije. ¿Te dijo que estaba enferma de cáncer? Sí, dije. Pues es verdad, dijo la mujer.

De golpe se me vinieron encima todos los años desde que conocí a Clara, todo aquello que había sido mi vida y en donde Clara apenas tuvo nada que ver. No sé qué más dijo la mujer al otro lado del teléfono, a más de mil kilómetros de distancia, creo que sin querer, como en el poema de Rubén Darío, me puse a llorar, busqué en mis bolsillos el tabaco, escuché fragmentos de historias, médicos, operaciones, senos amputados, discusiones, puntos de vista distintos, deliberaciones, movimientos que me mostraban a una Clara a la que ya jamás podría conocer, acariciar, ayudar. Una Clara que jamás me podría salvar.

Cuando colgué el vagabundo estaba a mi lado, a menos de un metro de distancia. No lo había oído llegar. Era muy alto, demasiado abrigado para la temporada y me miraba con fijeza, como si fuera corto de vista o temiera una acción inesperada de mi parte. Yo estaba tan triste que ni siquiera me asusté, aunque después, cuando volvía por las calles retorcidas del interior del pueblo, comprendí que por un segundo había olvidado a Clara y que eso ya no se detendría.

Hablamos muchas veces más. Hubo semanas en que la llamé dos veces al día, llamadas cortas, ridículas, en donde lo único que quería decir no se lo podía decir, y entonces hablaba de cualquier cosa, lo primero que se me venía a la cabeza, nonsenses que esperaba la hicieran sonreír. En alguna ocasión me puse nostálgico y traté de evocar los días pasados, pero Clara entonces se recubría con su coraza de hielo y yo no tardaba en abandonar la nostalgia. Cuando se fue acercando la fecha de su operación mis llamadas arreciaron. En una ocasión hablé con su hijo. En otra con Paco. Ambos se veían bien, se les oía bien, menos nerviosos que yo al menos. Probablemente estoy equivocado. Seguro que lo estoy. Todos se preocupan por mí, me dijo Clara una tarde. Pensé que se refería a su marido y a su hijo, pero en realidad el todos abarcaba a mucha más gente, mucha más de la que yo pudiera pensar, a todos. La tarde anterior al día que debía hospitalizarse, llamé. Me contestó Paco. Clara no estaba. Desde hacía dos días nadie sabía nada de ella. Por el tono que empleó Paco intuí que sospechaba que podía estar conmigo. Se lo dije francamente: conmigo no está, pero esa noche deseé con todo mi corazón que Clara apareciera por mi casa. La esperé con las luces encendidas y al final me dormí en el sofá y soñé con una mujer hermosísima que no era Clara, una mujer alta, con los pechos pequeños, delgada, con las piernas largas, los ojos marrones y profundos, una mujer que nunca sería Clara y que con su presencia la eliminaba, la dejaba reducida a una pobre cuarentañera temblorosa y perdida.

30
{"b":"100323","o":1}