– Ya, te sigo, y como Belano estaba incomunicado ni se podía afeitar ni se podía duchar ni nada de nada.
– Exactamente. No tenía máquina de afeitar, no tenía toalla, no tenía jabón, no tenía ropa limpia, nunca se duchó.
– Pues yo no recuerdo que oliera muy mal.
– Todo el mundo apestaba. Te podías bañar cada día y seguías apestando. Tú también apestabas.
– No se meta conmigo, compadre, y vigile esos terraplenes.
– Bueno, el caso es que cuando Belano pasaba con la cola de los presos nunca quiso mirarse al espejo. ¿Cachái? Lo evitaba. Del gimnasio al baño o del baño al gimnasio, cuando llegaba al corredor del espejo miraba para otro lado.
– Le daba miedo mirarse.
– Hasta que un día, después de saber que nosotros sus compañeros de liceo estábamos allí para sacarle los panes del horno, se animó a hacerlo. Lo había pensado toda la noche y toda la mañana. Para él la suerte había cambiado y entonces decidió mirarse al espejo, ver qué cara tenía.
– ¿Y qué pasó?
– No se reconoció.
– ¿Sólo eso?
– Sólo eso, no se reconoció. La noche que yo pude hablar con él me lo dijo. Para serte franco, yo no esperaba que me saliera por ahí. Yo iba con ganas de decirle que no se equivocara con respecto a mí, que yo era de izquierdas, que yo no tenía nada que ver con toda la mierda que estaba pasando, pero él me salió con lo del espejo y ya no supe qué decirle.
– ¿Y de mí qué le dijiste?
– No dije nada de nada. Sólo habló él. Dijo que había sido muy suave, nada chocante, a ver si me entiendes. Iba en la cola en dirección al baño y al pasar junto al espejo se miró de golpe la cara y vio a otra persona. Pero no se asustó ni le entraron temblores ni se puso histérico. A esas alturas, ya me dirás, para qué ponerse histérico si nos tenía a nosotros en la comisaría. Y en el baño hizo sus necesidades, tranquilo, pensando en la persona que había visto, pensando todo el rato, pero como sin darle mucha importancia. Y cuando volvieron al gimnasio otra vez se miró en el espejo y en efecto, me dijo, no era él, era otra persona, y entonces yo le dije qué me estái diciendo, huevón, cómo que otra persona.
– Eso le hubiera preguntado yo, cómo.
– Y él me dijo: otra. Y yo le dije: aclárame ese punto. Y él me dijo: una persona distinta, no más.
– Entonces tú pensaste que se había vuelto loco.
– Yo no sé lo que pensé, pero con franqueza tuve miedo.
– ¿Un chileno con miedo, compadre?
– ¿No te parece apropiado?
– Muy propio de usted no me parece.
– Es igual, yo me di cuenta al tiro que no me embromaba. Lo había sacado a la salita que estaba junto al gimnasio y él se largó a hablar del espejo, del trayecto que tenía que recorrer cada mañana y de repente me di cuenta que todo era de verdad, él, yo, nuestra conversación. Y ya que estábamos fuera del gimnasio, pensé, y ya que él era un antiguo condiscípulo de nuestro glorioso liceo, se me ocurrió que podía llevarlo al corredor donde estaba el espejo y decirle mírate otra vez, pero conmigo a tu lado, con tranquilidad, y dime si no eres el mismo loco de siempre.
– ¿Y se lo dijiste?
– Claro que se lo dije, pero para serte franco, primero me vino la idea y mucho después me vino la voz. Como si entre formularme la idea en el coco y expresarla de forma razonable hubiera transcurrido una eternidad. Una eternidad pequeña, para peor. Porque si hubiera sido una eternidad grande o una eternidad a secas yo no me hubiera dado cuenta, no sé si me sigues, en cambio tal como fue sí que me di cuenta y el miedo que tenía se acentuó.
– Pero seguiste adelante.
– Claro que seguí adelante, ya no era cosa de echarse atrás, le dije vamos a hacer la prueba, a ver si conmigo a tu lado te pasa lo mismo, y él me miró como si desconfiara de mí, pero dijo: bueno, si insistes, vamos a echar una mirada, como si me hiciera un favor a mí, cuando en realidad era yo el que le estaba haciendo un favor a él, igual que siempre.
– ¿Y se fueron al espejo?
– Nos fuimos al espejo, con grave riesgo para mí porque ya sabes lo que me hubiera pasado si me agarraban paseando a medianoche por la comisaría con un preso político. Y para que se tranquilizara y fuera lo más objetivo posible antes le di un pucho y estuvimos echando unas pitadas y sólo cuando apagamos los puchos en el suelo nos encaminamos en dirección a los baños, él con tranquilidad, total, peor no podía estar, pensaba (mentira, hubiera podido estar infinitamente peor), yo más bien intranquilo, atento a cualquier ruido, a cualquier puerta que se cerrara, pero por fuera como si no pasara nada, y cuando llegamos al espejo le dije mírate y él se miró, asomó su cara y se miró, incluso se pasó una mano por el pelo, echándoselo para atrás, lo llevaba bien largo, bueno, a la moda del 73, supongo, y luego desvió los ojos, sacó la cara del espejo y se estuvo un rato mirando el suelo.
– ¿Y qué?
– Eso le dije yo, ¿y qué?, ¿eres tú o no eres tú? Y él entonces me miró a los ojos y me dijo: es otro, compadre, no hay remedio. Y yo sentí dentro como un músculo o un nervio, te juro que no lo sé, que me decía: sonríe, huevón, sonríe, pero por más que el músculo se movió yo no pude sonreír, a lo más me daría un tic, un tirón entre el ojo y la mejilla, en todo caso él lo notó y se me quedó mirando y yo me pasé una mano por la cara y tragué saliva porque otra vez tenía miedo.
– Ya estamos llegando.
– Y entonces se me ocurrió la idea. Le dije: mira, me voy a mirar yo en el espejo, y cuando yo me mire tú me vas a mirar a mí, vas a mirar mi imagen en el espejo, y te vas a dar cuenta de que soy el mismo, te vas a dar cuenta que no pasa nada, que la culpa es de este espejo sucio y de esta comisaría sucia y del corredor mal iluminado. Y él no dijo nada, pero yo me tomé su silencio por una afirmación, el que calla otorga, y estiré el cuello y puse mi cara frente al espejo y cerré los ojos.
– Ya se ven las luces, compadre, ya estamos llegando, conduzca con calma.
– ¿No me has oído o te estái haciendo el sordo?
– Claro que te he oído. Cerraste los ojos.
– Me planté delante del espejo y cerré los ojos. Y luego los abrí. Supongo que a ti te parecerá normal mirarte a un espejo con los ojos cerrados.
– A mí ya nada me parece normal, compadre.
– Pero luego los abrí, de golpe, al máximo posible, y me miré y vi a alguien con los ojos muy abiertos, como si estuviera cagado de miedo, y detrás de esa persona vi a un tipo de unos veinte años pero que aparentaba por lo menos diez más, barbudo, ojeroso, flaco, que nos miraba por encima de mi hombro, la verdad es que no lo podría asegurar, vi un enjambre de jetas, como si el espejo estuviera roto, aunque bien sabía que no estaba roto, y entonces Belano dijo, pero lo dijo muy bajito, apenas más fuerte que un susurro, dijo: oye, Contreras, ¿hay alguna habitación detrás de esa pared?
– ¡Conchaesumadre! ¡Qué peliculero!
– Y yo al oír su voz fue como si me despertara, pero al revés, como si en vez de salir para este lado saliera para el otro y hasta mi voz me sorprendió. No, le dije, que yo sepa detrás sólo está el patio. ¿El patio donde están los calabozos?, me preguntó. Sí, le dije, donde están los presos comunes. Y entonces el muy hijo de puta dijo: ya lo entiendo. Y yo me quedé con los cables sueltos, porque hazme el favor, ¿qué era lo que tenía que entender? Y tal como se me vino a la cabeza se lo dije, qué chuchas es lo que ahora entendís, pero bajito, sin gritar, tan bajito que él ni me oyó y yo ya no tuve fuerzas para repetir la pregunta. Así que volví a mirar el espejo y vi a dos antiguos condiscípulos, uno con el nudo de la corbata aflojado, un tira de veinte años, y el otro sucio, con el pelo largo, barbudo, en los huesos, y me dije: joder, ya la hemos cagado, Contreras, ya la hemos cagado. Después cogí a Belano por los hombros y me lo llevé de vuelta al gimnasio. Cuando lo tuve en la puerta me pasó por la cabeza la idea de sacar la pistola y pegarle un tiro allí mismo, era fácil, sólo hubiera tenido que apuntar y meterle una bala en la cabeza, incluso en la oscuridad siempre he tenido buena puntería. Después hubiera podido explicar cualquier cosa. Pero por supuesto no lo hice.