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– Ahí me pillaste chanchito. Yo voy cuando me da la gana.

– ¿Tú crees en aparecidos?

– No tengo una opinión formada, pero hay experiencias que ponen los pelos de punta.

– A eso quería llegar.

– ¿Lo dices por Raulito Sánchez?

– Exacto. Antes de morirse de verdad, por lo menos en dos ocasiones se hizo el muerto. Una de ellas en una picada de putas. ¿Te acuerdas de la Doris Villalón? Se pasó toda una noche con ella en el cementerio, los dos debajo de la misma manta, y según contó la Doris en toda la noche no ocurrió nada.

– Pero a la Doris el pelo se le puso blanco.

– Hay versiones para todos.

– Pero lo cierto es que encaneció en una sola noche, como la reina Antonieta.

– Yo sé de buena mano que tenía frío y que se metieron en un nicho vacío, después las cosas se complican. Según me contó una amiga de la Doris, al principio intentó hacerle una paja al Raulito, pero el Raulito no estaba para la función y al final se quedó dormido.

– Qué sangre fría tenía ese hombre.

– Después, cuando ya no se escuchaban los ladridos, la Doris quiso bajar del nicho y entonces se apareció el fantasma.

– ¿Así que la Doris se quedó canosa por un fantasma?

– Eso era lo que contaban.

– Puede que sólo fuera el yeso del cementerio.

– Cuesta creer en aparecidos.

– ¿Y a todo esto el Raulito seguía durmiendo?

– Durmiendo y sin haber tocado a esa pobre mujer.

– ¿Y a la mañana siguiente cómo estaba el pelo de él?

– Negro como siempre, pero no hay constancia escrita porque ipso facto se mandó a cambiar.

– O sea que puede que el yeso no tuviera velas en el entierro.

– Puede que haya sido un susto.

– Un susto en la comisaría.

– O que se le decolorara la permanente.

– Ésos son los misterios de la condición humana. En cualquier caso, el Raulito nunca probó una mina.

– Pero bien hombre que parecía.

– En Chile ya no quedan hombres, compadre.

– Ahora sí que me dejas helado. Cuidado con el volante. No te me pongas nervioso.

– Creo que fue un conejo, lo debo haber atropellado.

– ¿Cómo que no quedan hombres?

– A todos los hemos matado.

– ¿Cómo que los hemos matado? Yo en mi vida he matado a nadie. Y lo tuyo fue en cumplimiento del deber.

– ¿El deber?

– El deber, la obligación, el mantenimiento del orden, nuestro trabajo, en una palabra. ¿O preferís cobrar por estar sentado?

– Nunca me gustó estar sentado, tengo una araña en el poto, pero precisamente por eso mismo debí haberme largado.

– ¿Y entonces en Chile quedarían hombres?

– No me tome por loco, compadre, y menos teniendo el volante.

– Usted tranquilo y la vista al frente. ¿Pero qué tiene que ver Chile en esta historia?

– Tiene que ver todo y puede que me quede corto.

– Me estoy haciendo una idea.

– ¿Te acuerdas del 73?

– Era en lo que estaba pensando.

– Allí los matamos a todos.

– Mejor no aceleres tanto, al menos mientras me lo explicas.

– Poco es lo que hay que explicar. Llorar, sí, explicar, no.

– De todas maneras, conversemos que el viaje es largo. ¿A quiénes matamos en el 73?

– A los gallos de verdad de la patria.

– No es para tanto, compadre. Además, nosotros fuimos los primeros, ¿ya no te acordái que estuvimos presos?

– Pero no fueron más de tres días.

– Pero fueron los tres primeros días, la verdad, yo estaba cagado.

– Pero nos soltaron a los tres días.

– A algunos no los soltaron nunca, como al inspector Tovar, el huaso Tovar, un gallo valiente, ¿te acuerdas?

– ¿A ése lo fondearon en la Quiriquina?

– Eso le dijimos a la viuda, pero la verdad nunca se supo.

– Eso es lo que a veces me mata.

– Para qué hacerse mala sangre.

– Se me aparecen los muertos en los sueños, se me mezclan con los que no están ni vivos ni muertos.

– ¿Cómo que no están ni vivos ni muertos?

– Quiero decir los que han cambiado, los que han crecido, nosotros mismos sin ir más lejos.

– Ahora te entiendo, ya no somos niños, eso quieres decir.

– Y a veces tengo la impresión de que no voy a poder despertar, de que la he cagado ya para siempre.

– Ésas son fijaciones, no más, compadre.

– Y a veces me da tanta rabia que hasta busco a un culpable, tú ya me conoces, esas mañanas en que aparezco con cara de perro, busco al culpable, pero no encuentro a nadie o para peor encuentro al equivocado y me hundo.

– Ya, ya, te he visto.

– Entonces le echo la culpa a Chile, país de maricones y asesinos.

– Pero qué culpa tienen los maricones, quieres decirme.

– Ninguna, pero todo sirve.

– No comparto tu punto de vista, la vida ya es suficientemente dura tal como es.

– Y entonces pienso que este país se fue al diablo hace tiempo, que los que estamos aquí nos quedamos para sufrir pesadillas, sólo porque alguien tenía que quedarse y apechugar con los sueños.

– Cuidado que ahora viene una cuesta. No me mires, yo no digo nada, mira al frente.

– Y es entonces cuando pienso que en este país ya no quedan hombres. Es como un flash. No quedan hombres, sólo quedan durmientes.

– Y qué me decís de las mujeres.

– Usted a veces parece tonto, compadre, me refiero a la condición humana, genéricamente, lo que incluye a las mujeres.

– No sé si te he entendido.

– Mira que he sido claro.

– O sea que en Chile ya no quedan hombres ni mujeres que sean hombres.

– No es eso, pero se le parece.

– Me parece que las chilenas se merecen un respeto.

– ¿Pero quién le está faltando el respeto a las chilenas?

– Usted, compadre, sin ir más lejos.

– Pero si yo sólo conozco chilenas, cómo les voy a faltar el respeto.

– Eso es lo que dice usted, pero aténgase a las consecuencias.

– ¿Por qué te pones tan susceptible?

– Yo no me pongo susceptible.

– Me dan ganas de parar y partirte la jeta.

– Eso se tendría que ver.

– Joder, qué noche más bonita.

– No me huevees con la noche. ¿Qué tiene que ver la noche?

– Debe ser por la luna llena.

– No me vengái con indirectas. Yo soy bien chileno y no me ando por las ramas.

– Ahí te equivocas: todos somos bien chilenos y ninguno se baja de las ramas. Un boscaje para cagarse de miedo.

– Tú lo que eres es un pesimista.

– ¿Y cómo quieres que no lo sea?

– Hasta en las peores horas se ve la luz. Eso creo que lo dijo Pezoa.

– Pezoa Véliz.

– Hasta en los momentos más negros hay un poco de esperanza.

– La esperanza se fue a la mierda.

– La esperanza es lo único que no se va a la mierda.

– Pezoa Véliz, ¿sabes de lo que me estoy acordando?

– ¿Cómo voy a saberlo, compadre?

– De los primeros días en Investigaciones.

– ¿De la comisaría en Concepción?

– De la comisaría de la calle del Temple.

– De esa comisaría sólo recuerdo a las putas.

– Yo nunca me acosté con una puta.

– ¿Cómo puede decir eso, compadre?

– Me refiero a los primeros días, a los primeros meses, después ya me fui maleando.

– Pero si además era gratis, cuando te acuestas con una puta sin pagar es como si no te acostaras con una puta.

– Una puta es una puta siempre.

– A veces me parece que a ti no te gustan las mujeres.

– ¿Cómo que no me gustan las mujeres?

– Lo digo por el desprecio con el que te referís a ellas.

– Es que al final las putas siempre me amargan la vida.

– Pero si son la cosa más dulce del mundo.

– Ya, por eso las violábamos.

– ¿Te estái refiriendo a la comisaría de la calle del Temple?

– Justo en eso estoy pensando.

– Pero si no las violábamos, nos hacíamos un favor mutuo. Era una manera de matar el tiempo. A la mañana siguiente ellas se iban tan contentas y nosotros quedábamos aliviados. ¿No te acuerdas?

– Me acuerdo de muchas cosas.

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